Empezaba el año 2018 cuando el director de nuestro Consultorio Ético, el maestro Javier Darío Restrepo, fue invitado a participar en la Semana Internacional de La Cultura Académica por la Universidad de Chiclayo en el Perú, en el marco de la celebración de sus 33 años de existencia.
En su discurso, el maestro Javier Darío insistió en un tema que le ha preocupado últimamente: la corrupción en Latinoamérica y el papel de la prensa para enfrentarla.
Ya había expuesto sus primeras ideas al respecto en el discurso pronunciado el año pasado en la Asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa, donde pidió abordar el problema con un enfoque distinto, dándole mayor relevancia a las historias sobre la gente honesta.
En este nuevo discurso, Restrepo amplía sus ideas y preocupaciones sobre la forma en que el periodismo puede atacar la raíz del problema de la arraigada corrupción en las sociedades latinoamericanas, y de esta forma recuperar la confianza de la ciudadanía.
- -
La corrupción para nosotros puede ser un tema de denuncia que nos convierte, a la vez, en jueces y en brillantes defensores de la honestidad, algo así como superhéroes que diariamente armamos, desde nuestras salas de redacción, una atractiva categoría de héroes públicos.
Como veremos, ni la una, ni la otra son las respuestas que la prensa debe darle a este mal social de la corrupción.
Aspiro a estudiar con ustedes cuál es la respuesta que le debemos a la sociedad en esta coyuntura.
Estas son las respuestas que he encontrado para la pregunta sobre el papel cumplido o por cumplir de la prensa al informar sobre corrupción.
Entre los datos que aparecen en nuestros periódicos, llama la atención la evolución de los índices de percepción de la corrupción en que la calificación 1 corresponde a los más limpios y 100 a los más altos niveles de corrupción.
Observo los niveles correspondientes a mi país que van desde 80 puntos de 2008, 83 de 2015 hasta llegar a los 90 de 2016, o sea una línea ascendente de corrupción en estos últimos 8 años. Consulté la evolución en su país (Perú) y encontré una línea ascendente desde los 80 puntos de 2011, los 88 de 2015 y los 101 de 2016. En mi país las instituciones más afectadas fueron los partidos políticos, 41%; y el poder legislativo, 26%. En su país el poder judicial en 39% y el legislativo en 30% según aparece en el barómetro de 2009. El principal agente de corrupción, la empresa Odebrecht admitió haber hecho pagos de sobornos por 11 millones de dólares en Colombia y por 29 millones en su país.
Comentaba algún calificado columnista nuestro: “se seguirá consolidando la percepción de que Colombia está perdiendo el combate contra la corrupción”. ¿Se puede decir algo semejante del Perú?
Al mismo tiempo de su crecimiento, el de la corrupción ha sido uno de los temas preferidos por los medios y casi el tema exclusivo de las unidades de investigación de la prensa, lo cual me permite plantearles varios interrogantes:
• Sobre la influencia que están ejerciendo los medios alrededor de este tema. ¿Es acaso una influencia capaz de cambiar algo en materia de corrupción? A juzgar por el crecimiento de los niveles de corrupción en nuestros países, la información periodística sobre este fenómeno social ha sido inocua. Ustedes tendrían toda la razón al preguntarse si es un deber (no solo una posibilidad) de la prensa cambiar esta clase de situaciones. Esto nos llevaría a considerar aquí cuál es el papel que le corresponde a la prensa en una sociedad: ¿debe ser un factor de cambio? ¿O este es un pensamiento demasiado idealista puesto que el suyo es un papel más prosaico e irrelevante?
• ¿Es esto lo que se espera de la prensa? ¿Información para entretener y reportar, pero no para influir?
• Y si se quiere que influya, ¿qué es lo que tendría que cambiar?
Ir más allá del simple registro de los hechos de corrupción
Primera respuesta es, pues: que la prensa debería ir más allá de la simple tarea de informar. Sonaré reiterativo: ¿cuál es la idea sobre la función de nuestra profesión en la sociedad? ¿Informar desde la distancia protegida de nuestras salas de redacción? Repetir diariamente: esto sucedió y hasta aquí llegamos nosotros. Lo que suceda en adelante es su problema. Conste que yo, periodista, denuncié el mal. ¿Ese es nuestro papel? Se trata de una posición tan cómoda y trivial que hace sospechar que algo va mal.
Y sí, algo nos dice que nuestro papel va más allá del simple registro noticioso. Somos responsables del potencial educativo y de influencia que tenemos entre manos. Cuando informamos sobre la guerra o la violencia tenemos el deber de hacer sentir que toda guerra y violencia son un fracaso que nos obliga a buscar que esa vergüenza no se repita. Cuando contamos los abusos sin cuenta que se cometen contra la mujer, el deber solo es completo si creamos la conciencia de que solo será humana la sociedad en que ellas puedan mantener su dignidad y sus derechos con el respaldo de toda la sociedad. Y cuando nos sucede en Colombia que los políticos corruptos de una región como la Guajira, se roban los dineros públicos para la alimentación de los niños, sin que sea óbice la muerte de niños por hambre, ¿se cumple nuestra tarea con la sola denuncia?
La nuestra es una permanente creación de conciencia, que es un deber de profesionales que todos los días entramos en la conciencia de las personas por medio de la información.
Es un hecho que a buena parte de la prensa en nuestro continente sólo le alcanzan los arrestos para crear conciencia de consumidores o de fanáticos de estadios, cuando es lo cierto que disponemos de instrumentos capaces de crear conciencia de humanidad y de dignidad. Estos pensamientos culminan en un interrogante severo: ¿qué estamos haciendo con nuestra influencia?
Limitarnos a contar la historia de cada día es un pobre objetivo profesional y una vergonzosa manera de apreciar esta profesión.
¿Acaso lo que se espera de la prensa y lo que ella puede hacer, es solamente entrevistar y reportar, pero no influir? ¿Nos hemos convencido, acaso, de que no podemos cambiar algo en materia de corrupción?
Pienso que tendría que cambiar mucho de lo que hay. Y esto es lo que hay:
• Una prensa, con excepciones, desde luego, instrumentalizada por los políticos y gobernantes que ven en la corrupción ajena un argumento de ataque a los contrarios quienes, a su vez, se defienden con la misma arma de modo que las audiencias, eso que llamamos opinión pública, han de concluir que unos y otros son corruptos y que nada hay que hacer. Mientras tanto la prensa en vez de asumir un papel crítico creíble, se alindera para amplificar las voces acusadoras de unos o de otros. Convertir la corrupción en arma arrojadiza de los políticos para atacar a los contrarios, es una forma de banalización que condena a la sociedad a convivir y aceptar como rutina cultural las prácticas de los ladrones y estafadores. Esta es una forma de legitimación, o porque se llega a mirar la corrupción como medio de financiación de las campañas políticas, o porque la acusación de corrupción contra un político pierde gravedad porque adquiere la categoría de táctica dentro de la lucha política. Y en todo este proceso de banalización la prensa ha sido un actor cómplice.
Atacar la raíz del problema de la corrupción
Mi segunda respuesta es que la prensa, si quiere mantener un peso moral, no puede estar alinderada.
• Cuando estalla uno de los frecuentes escándalos de corrupción la prensa se moviliza en busca de nuevos datos, de nuevas denuncias, de nuevos acusados, edición tras edición, emisión tras emisión, hasta darle al tema un asfixiante aire de saturación y al receptor una sensación de hartazgo que apaga su interés y le da al tema el tono de lo trillado y repetido. Para que la información sobre corrupción no sea trivializada, debe ser una información integral.
¿Cuáles son los antecedentes de los hechos? Valga el ejemplo: ¿el sistema de contratación, como marco cómplice del asunto Odebrecht, les facilita su operación a los corruptos? ¿Qué tiene que ver esto con los manejos de los políticos? ¿Cómo se controlaba en el pasado? Entonces, ¿había escándalos como los de hoy? ¿O los había, pero se ocultaban? ¿Qué diferencias había en la participación de la ciudadanía de entonces y la de hoy en la ejecución de obras públicas, costeadas con los impuestos de todos?
• Estas son preguntas que tienen que ver con el pasado o los antecedentes del hecho que se informa. En el presente tienen que ver las condiciones en que se hacen las licitaciones, cuando se hacen. Y si no se hacen, ¿por qué?
• El futuro del hecho, a su vez, provee temas y subtemas: ¿de seguir como están los controles y las obras públicas, a qué se expone la ciudadanía? En manejo de los dineros públicos, en calidad de las obras y, sobre todo, en el impacto sobre la confianza pública. Debe incluirse una visión futurista sobre las consecuencias de ese deterioro progresivo de la confianza pública, que previene la corrupción.
• Plantearse con los lectores estas y parecidas inquietudes es hacer una información completa e ir más allá del registro de lo evidente y obvio. Y es una forma eficaz de prevenir la corrupción.
También propongo que es deber nuestro estar del lado de la esperanza.
• Como consecuencia el hecho de la corrupción se banaliza y adquiere ese color amarillento de lo que o se olvida o se archiva. O lo que es peor, se asimila, como sucede con los alimentos que, digeridos, entran a hacer parte del organismo
O sea que no podemos convertir la corrupción en parte del paisaje, no debe verse como una costumbre sino como un reto para el periodista y para la sociedad.
• Este proceso de asimilación de la corrupción se intensifica con la información digital, que ha llegado a ser la menos costosa de las fuentes, la de más rápida y amplia difusión y la que da la apariencia de ser el resultado de la mayor actividad investigativa. Son informaciones condensadas bajo titulares que en pocas palabras pretenden resumir un hecho sin análisis, sin pluralidad ni diversidad de fuentes y sin mayores esfuerzos para analizar ni para usar una mirada crítica. He descrito una generalizada incapacidad crítica como consecuencia de la mala utilización de una ambiciosa tecnología. Utilizada torpemente, crea una ciudadanía vulnerable a la corrupción porque la incapacita para el pensamiento crítico, para dudar y hacerse preguntas.
• A medida que la tecnología reemplace nuestras capacidades: la memoria, el análisis, la investigación, crecerá una sociedad inerme ante la ofensiva de los corruptos.
Para este como para todos los casos informativos, debe hacerse uso inteligente de lo digital.
Los hechos de corrupción y el fenómeno mismo se pueden ver bajo la luz del sol cansado y ambiguo de la postverdad que a veces presenta la corrupción como un hecho más, como sucede también con la guerra, las inundaciones o las epidemias: que aparecen como otros hechos que rompen la monotonía de la historia diaria, que pasan por el frente y que se ven como otra calamidad, como parte de la regularidad cíclica de los males inevitables de la humanidad.
Es preciso pasar de lo rutinario a lo compasivo. Entendida esta última palabra como el padecer con los demás. Tenía razón el autor que afirmaba que una forma de corrupción es el acostumbramiento
• De ese enorme aparato digestivo capaz de asimilar y convertir en rutina cualquier hecho de corrupción, hace parte el sentimiento de estar desbordados e impotentes ante el crecimiento y el ímpetu al parecer irresistible de las aguas de la corrupción, de modo que la prensa, aparentemente resignada y acostumbrada, se limita a registrar hechos y a renunciar a cualquier tentativa de cambiar la historia que sucede. En ese papel de testigo pasivo la prensa abandona su deber ser de agente activo de la conciencia de una sociedad que no se resigna, que no se puede resignar y que en cada evento catastrófico no solo reacciona para salvar lo que puede salvar, sino para prever futuros eventos con la consigna del Nunca más. Ante la corrupción no parece haberse oído esa consigna, o porque no se cree en ella o porque se da por hecho e inmodificable que la humanidad es así y que nada ni nadie podrán modificar esa condición.
Recuperar el liderazgo
Mi otra respuesta: la prensa debe recuperar su liderazgo si quiere ir más allá de la simple información sobre corrupción.
Sin embargo no toda la prensa está adoptando esa lacrimosa postura de derrota. El seguimiento hecho a los más sobresalientes protagonistas de casos de corrupción, notifica y revela a los lectores que el delito no paga y estimula la denuncia y el rechazo de los actos de corrupción, lo mismo que la investigación independiente sobre esos hechos.
Algunos columnistas han compartido sus reflexiones sobre el origen de la actual ola de corrupción y han dejado al descubierto sus envenenadas raíces en las prácticas de los políticos y en la ambigüedad de los reglamentos electorales en lo que corresponde a la financiación de las campañas.
Se echa de menos en cambio la consideración y exposición pública de la existencia de los honestos y de sus razones para mantenerse honestos como si algún misterioso mandato ordenara mantenerlos a la sombra o fuera de la categoría de lo noticioso. No parece bueno que del panorama que se despliega a diario ante los receptores de información, se descarte sistemáticamente a esta parte luminosa de la sociedad.
Las audiencias, convocadas un día y otro también a conocer el rostro y las actividades de los corruptos, sufren un doble impacto: el de la ubicua presencia de los corruptos en la actividad pública, y el impacto de la conclusión de que la corrupción lo domina todo, con la natural notificación de que se debe abandonar toda esperanza.
Informar sobre los honestos, promover la admiración a estos personajes, generalmente silenciosos y desconocidos, crea un efecto contrario al anterior: demuestra que ser honesto es algo posible y plausible y exponerlos como el ejemplo de una inspiradora posibilidad.
Se puede sumar a esta propuesta la de considerar la forma de presentar la información sobre corrupción de modo, que despojada de todo sensacionalismo y revestida de sobriedad y acompañada con datos contextuales, de antecedentes y proyecciones hacia el futuro por el estilo de ¿qué le pasaría a usted y a su país si la corrupción se convirtiera en ley informal? O sea hacer evidente y tangible el profundo impacto negativo de la corrupción en la vida personal y en la de la sociedad.
Se trata, además, de poner en evidencia esa forma de corrupción que es el acostumbramiento. La corrupción no puede llegar a ser una costumbre, debe ser una consigna de los equipos periodísticos. La indiferencia, y su hermano el acostumbramiento, pueden ser desterrados mediante una campaña informativa de invitación al rechazo público y de invitación a la sanción moral a los corruptos.
No se debe olvidar, por otra parte, que la prensa es la conciencia moral de la sociedad, título que podría sonar pretensioso si no se tuviera en cuenta que lo nuestro no es un negocio sino un servicio público de promoción y defensa del bien de todos al que cada acto de corrupción amenaza y ofende.
Esa vieja definición del periodismo como servicio público es la que, aplicada garantiza a la vez la dignidad de esta profesión y su papel en la sociedad de defensor del bien de todos.
¿Por qué son honestos los honestos?
Sí, ¿por qué hay gente honesta? Responder a esto es como mirar el envés de la tela y descubrir un lado del problema que poco se mira. Vaya usted a saber por qué.
1. Hay gente honesta porque tiene claro qué es el bien y qué el mal.
Para la gente honesta no hay confusión posible: lo malo, lo incorrecto no puede confundirse con lo bueno, lo correcto y lo aceptable para todos. En Jerusalén una muchedumbre asombrada siguió el juicio de Adolph Eichman, el responsable de los millones de muertos para los que había ordenado, con precisión de cirujano una operación mortalmente eficaz, eufemísticamente llamada “solución final”. Al seguir las largas sesiones de presentación de pruebas, acusaciones y discursos de la defensa y del acusado, la filósofa Hannah Arendt reflexionó y anotó que así como en los países civilizados la voz de la conciencia dice a todos “No matarás”, la ley común de Hitler exigió que dijera: “debes matar”. Traigo a cuento este hecho porque al escuchar las voces de los corruptos de hoy, sean los autores de matanzas en nombre de la política, los responsables de desapariciones, encarcelamientos, secuestros o de grandes estafas y defraudaciones, lo mismo que los falsificadores o traficantes de armas, seres humanos, o drogas, todos ellos parecen obedecer a la misma persuasión: lo que hacen ha sido ordenado por alguien, fuera de ellos, sea ente físico, el jefe, el amo, el patrón, algún señor de los cielos o por una entidad política o moral,: el partido, la nación, la necesidad, la revolución o la protesta contra la injusticia.
Agregaba Arendt que el caso Eichman ofrecía una arista siniestra: la misma que aparece en la corrupción de hoy. Escribió: “lo más grave hubo muchos hombres como Eichman, y estos hombres no eran pervertidos, ni sádicos sino que fueron y siguen siendo terroríficamente normales. Normalidad terrorífica, mucho más que las atrocidades juntas por cuanto implicaba que cometían el crimen en circunstancias que les impedían saber o intuir que realizaban actos de maldad”. (Arendt 403)
A esta confusión en que lo malo puede parecer bueno, a esa confusión la llamó la filósofa la banalidad del mal.
Los honestos lo son porque consideran que el mal, en cualquiera de sus formas, nunca es un hecho banal. Sus acciones están guiadas por la certeza de que lo malo es malo y lo bueno es bueno y de que la medida de lo bueno es el bien para el otro y la de lo malo es el daño que otros sufren.
2. La gente honesta desconfía del ethos del pragmatismo; algo propio de la cultura digital regida por el resultado inmediato de todo. Esos honestos que estamos describiendo son los que desconfían de lo deontológico, o sea esa reducción de lo ético a las fórmulas codificadas y prácticas de lo que hay que hace y se acogen, más bien, a la concepción teleológica del largo plazo moral.
No esperan que la ética les diga qué hacer, sino cómo vivir, Por eso se sitúan en un plano al que no llega la fiebre devastadora del utilitarismo que mide todo lo que existe por su capacidad de producir provecho inmediato. Dos antiguos procuradores colombianos coincidieron en un foro sobre corrupción cuando señalaron como característica del funcionario corrupto: “llegan a lucrarse del poder, no a servir”, dijo uno; el segundo agregó: “actúan como hombres de negocios para maximizar sus ganancias”.
Hay en cambio funcionarios honestos: esos seres humanos que aman la dignificación y el regocijo que dejan a largo plazo las tareas de cuidado y de servicio. Su existencia aparece presentida en la definición de Aristóteles sobre el político como alguien que, superados sus problemas inmediatos de supervivencia, dedican su tiempo al servicio de lo público para labrar su inmortalidad.
3. Hay gente honesta, en tercer lugar porque hay una parte de la humanidad orgullosa de su condición humana. Anota Adela Cortina que la moral requiere una asunción personal, precisa una convicción arraigada y coherente de lo que significa ser hombre. Solo cuando el hombre se comprende a sí mismo como lo absolutamente valioso, como lo que tiene dignidad y no precio, su propia humanidad se le convierte en fundamento de su acción, en motor del quehacer ético”.
La deshumanización, esa colectiva pérdida de la fe en lo humano, es toda una explicación de la propagación de la corrupción con la celeridad eficaz de una peste. Si uno no piensa más que en su propia supervivencia, acaba no reconociendo más que la ley de la selva, es decir la ausencia de toda ley.
4. Hoy hombres honestos porque hay quien no se deslumbra ni toma como modelo al hombre de mundo, ese triunfador efímero que llega a lo alto entre codazos y zancadillas. Los llama esquizoides, George Devereux: “son seres impersonales en sus relaciones humanas, de fría objetividad, indiferentes en lo afectivo y aislados en las grandes ciudades, sin sentimientos ni compromiso con el mundo social, incapaces de tener una verdadera personalidad”.
Para esta clase de personas no existe el Otro a quien solo se tiene en cuenta como medio para el fin supremo de su éxito personal, empresarial o de negocios. Dispuesto a obtenerlo a cualquier precio, el hombre de mundo convierte a todos en medios, de ahí su frialdad y su disponibilidad para cualquier tarea legal o ilegal, honesta o deshonesta, dañina o inocua. Ramonet los definía como “átomos infrahumanos, vacíos de cultura y de sentido del otro”.
Hay quienes rechazan ese modelo y su filosofía de vida: Son los que con un claro sentido de lo humano y de su dignidad viven en función del Otro. Porque hay quien piensa y actúa así, por eso, hay gente honesta.
5. Hay gente honesta porque hay quien no se ha dejado deslumbrar por los guiños de la globalización, la que al convertir al mundo en un supermercado ha dado a las ambiciones de lucro una dimensión global y ha impuesto en la economía y en las mentes la ley de la selva. Que legitima los salarios bajos, o el salario integral que no incluye prestaciones, que busca y privilegia los mercados donde es más elevado el costo de vida. Cada una de estas prácticas es coyuntura para el fomento de la corrupción, visible en la estafa con rostro legal y a nivel global, con un bien sagrado: el trabajo humano que se compra como mercancía barata y en condiciones cercanas a la esclavitud.
Esa parte lúcida de las sociedades, inmune al deslumbramiento de la globalización, capaz de mantener, a pesar de las presiones en contra, el respeto por el trabajo y el trabajador, ese sentido humanitario de excepción es el que explica por qué hay gente honesta.
6. La de los honestos puede ser una minoría abrahámica pero lúcida que detecta lo que las masas no suelen percibir: los regímenes totalitarios. Con la globalización ha aparecido un régimen totalitario que impone su doctrina económica y sus leyes con la misma eficacia de un régimen dictatorial.
Todas las dictaduras han sido cuestionadas en la historia por minorías sociales lúcidas e independientes y han sido derrotadas a pesar de la asimetría de las fuerzas enfrentadas. Estas minorías son las que someten a crítica los tratados de libre comercio y la hegemonía de los comerciantes. La existencia y actividad de estas minorías explica por qué hay gente honesta en el mundo-.
Las seis estaciones de este recorrido revelan que la ética lejos de ser una teoría vive e ilumina a los honestos. Ella es la explicación de la lucidez para distinguir el bien del mal a pesar de todos los esfuerzos para confundirlos; ella sustenta su independencia frente a la fascinación de la riqueza rápida y fácil y frente a los guiños seductores de la globalización; arraiga en el hombre la conciencia de su dignidad humana y del deber enriquecedor de actuar en función del otro y descubre la clave sólida y segura de la confianza como dinamismo de la actividad económica.
Descrita como un cáncer mortal, tenemos que concluir que la corrupción se mantendrá en retirada mientras en nuestra especie brillen como estrellas los hombres que diariamente nos redimen de la vergüenza y de la desesperanza.
No nos acostumbremos a la corrupción
Se puede sumar a esta propuesta la de considerar la forma de presentar la información sobre corrupción de modo, que despojada de todo sensacionalismo y revestida de sobriedad y acompañada con datos contextuales, de antecedentes y proyecciones hacia el futuro por el estilo de ¿qué le pasaría a usted y a su país si la corrupción se convirtiera en ley informal? O sea hacer evidente y tangible el profundo impacto negativo de la corrupción en la vida personal y en la de la sociedad.
Se trata, además, de poner en evidencia esa forma de corrupción que es el acostumbramiento. La corrupción no puede llegar a ser una costumbre, debe ser una consigna de los equipos periodísticos. La indiferencia, y su hermano el acostumbramiento, pueden ser desterrados mediante una campaña informativa de invitación al rechazo público y de invitación a la sanción moral a los corruptos.
No se debe olvidar, por otra parte, que la prensa es la conciencia moral de la sociedad, título que podría sonar pretensioso si no se tuviera en cuenta que lo nuestro no es un negocio sino un servicio público de promoción y defensa del bien de todos al que cada acto de corrupción amenaza y ofende.
Esa vieja definición del periodismo como servicio público es la que, aplicada, garantiza a la vez la dignidad de esta profesión y su papel en la sociedad de defensor del bien de todos.