Este 6 de diciembre conmemoramos el natalicio número 92 del maestro Javier Darío Restrepo, quien falleció en 2019 dejando un legado invaluable para el periodismo iberoamericano. Su pensamiento crítico, sus reflexiones profundas y sus consejos sobre ética periodística fueron fundamentales para dar vida a nuestro Consultorio Ético y a la Red Ética, y siguen siendo para nosotros una guía en momentos en los que, como hoy, la verdad enfrenta serias amenazas.
Es por esto que compartimos sus reflexiones sobre “La ética del recuerdo”, un discurso que fue presentado ante la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), en Santander, España el 25 de julio del 2010, y que hace parte de Pensamientos, un libro póstumo que recoge algunos discursos de ética y periodismo de Restrepo.
Este texto no sólo explora la memoria y el olvido como una dimensión ética del periodismo, sino que resalta el deber de la prensa de mantener vivo el pasado como un acto de justicia, especialmente en sociedades marcadas por la violencia y la impunidad.
Mientras los gobiernos antidemocráticos avanzan y los negacionistas buscan borrar la memoria de las guerras, dictaduras y violencias que marcaron nuestras historias, el periodismo tiene el deber de preservar la verdad. Las víctimas y los desaparecidos nos reclaman esta labor ética: defender los recuerdos que incomodan y resistir al olvido que, como mencionaba Javier Darío, favorece la impunidad.
A través de estas palabras de Restrepo, conmemoramos entonces su legado aún vigente y reflexionamos sobre el poder del periodismo para dar vida a “las memorias transformadoras del futuro”.
La ética del recuerdo
Javier Darío Restrepo
Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE),
Santander (España), 25 de julio del 2010
El profesor Avishai Margalit en una de sus lecciones de ética se refirió a la historia de un coronel que en una entrevista de prensa no logró recordar el nombre de uno de sus soldados que había muerto en un trágico incidente de fuego amigo. Ese soldado había muerto así, y él no recordó su nombre. Ese soldado estaba bajo su mando, y él no recordó su nombre.
La reacción indignada que siguió a ese olvido partió de la idea de que él, su superior, tenía el deber de recordar su nombre y de que, al ser aquel el único que había muerto merecía que su nombre se conservara en la memoria.
“Me extrañé mucho por la indignación moral contra alguien por el solo hecho de haber olvidado un nombre”, escribió el profesor Margalit en su libro Ética del recuerdo, título que he tomado prestado para este texto que hoy comparto con ustedes. Ese olvido del coronel es similar al que padecemos los periodistas cuando, tras la información detallada de una catástrofe o de una guerra, caemos en el olvido gradual del hecho hasta convertirlo en dato perdido en el pozo oscuro de nuestras amnesias; por eso nos estamos preguntando sobre esta poco usual dimensión de la ética, que es la ética del recuerdo.
Acumularemos datos y reflexiones sobre el tema del recuerdo y del olvido, para llegar, por camino llano, a unas conclusiones y aplicaciones fundadas en una visión más profunda y exigente de nuestro quehacer periodístico. Como en todo trabajo académico será necesario que partamos de las definiciones de los términos que concentrarán nuestra atención ahora que hablaremos de ética, de recuerdo y de olvido, las tres piezas que, puestas sobre la mesa de estudio, nos dejarán entender el papel que la memoria y el olvido tienen en nuestro ejercicio profesional.
La ética
Es un modo de vivir. Más que unos códigos o un conjunto de normas, definición muy común, la ética implica una actitud ante la vida en la que todo cuanto es un ser humano se pone al servicio de la realización de sus posibilidades.
En todo humano está latente un ser posible, distinto, desde luego, de su ser real actual. La ética no permite que el ser humano se instale ni se conforme, más bien lo mantiene en tensión hacia un deber ser, como persona y como profesional.
El calibre de ese deber ser lo da la naturaleza de la relación con el otro. La ética no permite la narcisista contemplación de las virtudes individuales, es por el contrario proyección hacia el otro. De esa ética estaremos hablando, la que siempre hace el inventario de las posibilidades, la que desecha la pasividad, el estancamiento y la autosatisfacción de los seres humanos. En vez de eso, la ética nunca deja de proponer metas, nunca acepta como definitivas las metas alcanzadas. Para la ética siempre queda algo por hacer.
La memoria
Digamos con Ricoeur que la memoria es la facultad síquica con la que se retiene y recuerda el pasado. A su vez Jacques Le Goff la ve como “el complejo de funciones síquicas con cuyo auxilio el hombre está en condiciones de actualizar impresiones e informaciones pasadas”. El pasado, en efecto, deja huellas que le permiten a la memoria seguirlo y reconstruirlo. Ricoeur encuentra tres clases de huellas: “la escrita, convertida en el plano de la operación historiográfica en huella documental”, es la que los periodistas trazamos con nuestra actividad. La segunda huella, continúa Ricoeur, es la huella síquica que dejan los acontecimientos; y, finalmente, la huella cortical, en el cerebro, de la que se ocupan las neurociencias. Nos interesa la primera huella, la escrita.
El jefe de redacción de El Comercio de Lima lleva a los redactores nuevos de su periódico a una sala donde se conservan los volúmenes oscuros, con letras de oro en el lomo, de las ediciones del periódico desde 1838. El mensaje para el redactor novel es que en esos volúmenes se conserva la historia del Perú, escrita por legiones de periodistas encargados de registrarla y de librarla del olvido. “Desde hoy usted hace parte de esa legión constructora de memoria. Los que vinieron antes de usted fueron custodios y constructores de memoria”, les dice.
La memoria es importante porque lo suyo es “explorar las raíces, las posibilidades y las dudas del presente y aprender a medirlo por su relación con el pasado, implicarse en la historia más allá del tiempo en que vivimos. El pasado no es lo acabado, sino una pluralidad de líneas truncadas que hemos de heredar, continuar y concluir”. Son las palabras de Marta Tafalla, profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, en el libro La ética ante las víctimas. A las anteriores ideas agrega la profesora que la memoria nos implica en la historia, pero también en la utopía, porque “no es solo recuerdo de lo que fue sino de lo que pudo haber sido”. La memoria, además, “hace la diferencia entre la muerte y la nada, porque nos salvamos cuando recordamos y cuando nos recuerdan”.
La conciencia de estos papeles de la memoria solo se ha adquirido gradualmente, como explica Le Goff en El orden de la memoria. Fue importante en las sociedades sin escritura, y cuando esta apareció, la memoria quedó en las inscripciones y en los documentos; para el cristianismo, cuyo culto es de conmemoración, la memoria es pilar fundamental; los cartularios, las genealogías, los archivos urbanos, en la Edad Media se combinaban con la tradición oral; en el siglo xix, la memoria fue proyecto de gobierno, se tecnificaron los archivos nacionales y los museos; y a comienzos del siglo xx, la Primera Guerra Mundial masificó el culto a la muerte y cambió las condiciones de contar la historia y de comunicar las experiencias, reflexionaron Jeffrey Ollick y Joyce Robins.
El citado Le Goff ve el año 1950 como el de la “revolución de la memoria”, porque en esa fecha apareció la memoria electrónica, al mismo tiempo que el concepto de memoria se abre a nuevas realidades con las ciencias de la biología molecular sobre la memoria hereditaria; de modo que en los años ochenta surge la memoria como preocupación central de la cultura y de la política. Entonces se unieron tres elementos: la cultura de la memoria, el procesamiento de la memoria por los medios de comunicación, y las nuevas tecnologías que amplían la capacidad de almacenamiento de datos, para producir la amnesia por exceso de recuerdos. Un fenómeno similar al del exceso de información que degenera en la desinformación, común en nuestros días.
Algo similar al olvido. Parecería que al hablar del olvido nos situáramos en la orilla opuesta, en el antónimo de la memoria.
Cuando uno pulsa la opción erase en el computador personal, la máquina, habitualmente tan fría, experimenta un estremecimiento, no obedece la orden de inmediato y se toma su tiempo para asegurarse, y pregunta en el cuadro de diálogo: “¿Está usted seguro de querer borrar?”. Borrar algo requiere reflexión, según la máquina, lo que le atribuye una especial importancia al hecho de arrojar un archivo al pozo sin fondo del olvido.
Marc Augé en Las formas del olvido se vale del diccionario para definirlo: es la pérdida del recuerdo. Y pregunta Augé: “¿Qué es recuerdo? El recuerdo es la impresión que permanece en la memoria”. Y agrega: “No lo olvidamos todo. Tampoco lo recordamos todo. Recordar u olvidar es hacer una labor de jardinería: seleccionar, podar”.
Trabajan juntos la memoria y el olvido. En tanto selecciona, la memoria requiere la fuerza supresora del olvido, encuentro escrito en una tesis de maestría de historia. La autora ve en la memoria y el olvido “procesos dinámicos e intencionados, solidarios y necesarios”. Y agrega Augé: “El olvido moldea los contornos de la orilla. Permite transformar, asimilar el pasado, cicatrizar las heridas, reparar sus pérdidas”.
En esto se fundan las teorías y prácticas de duelo: en olvidos que moldean el recuerdo. Es paradójico, pero “el olvido puede estar tan estrechamente unido a la memoria, que puede considerarse como una de sus condiciones”, anota Ricoeur. Sin embargo, observa el mismo autor: “El olvido sigue siendo la inquietante amenaza que se perfila en la fenomenología de la historia”. Más aún: “el olvido es percibido primero y masivamente como un atentado contra la fiabilidad de la memoria. La memoria se define al menos como lucha contra el olvido”.
Tanto la memoria como el olvido están atravesados por una dimensión ética. Hablar de esa dimensión es darle al tema su aplicación concreta; al fin y al cabo, la ética es un saber práctico, según la expresión irreemplazable de Aristóteles.
Entramos, pues, en un nuevo capítulo de esta reflexión, y lo hacemos a través de cuatro proposiciones, complementarias entre sí, que nos conducirán finalmente a unas conclusiones aplicables al quehacer periodístico.
Primera proposición: el ser humano necesita el recuerdo. Aparece por tanto el deber ético de recordar
Recordar fue una necesidad para las víctimas del Apartheid en Sudáfrica. Así lo entendió la omisión de la verdad de ese país, que dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a la tarea de recordar, que se transformó en catarsis. En Colombia las víctimas de las distintas violencias a veces se van detrás de las comisiones de Medicina Legal dedicadas a descubrir fosas comunes. Unos pocos afortunados encuentran los restos de sus parientes y así inician una recuperación del pasado. Pero el hallazgo de los restos no les basta; para ellos es una necesidad saber qué pasó, por qué pasó y quién fue el asesino. Alegan su derecho a saber, porque el recuerdo es una necesidad, llega así a crearse el deber ético de ofrecer a los demás el acceso al recuerdo, como una exigencia de justicia. El conocimiento mismo está hecho de recuerdo. Se formula, pues, en voz activa, que necesitamos el recuerdo, y en voz pasiva decimos que necesitamos ser recordados.
Lo pedían los patriarcas bíblicos en sus oraciones: “Júrame que no borrarás mi nombre en la casa de mi padre”, le dijo Saúl al rey David. Ser recordado es una bendición que se implora.
El monumento conmemorativo de los judíos muertos en Europa, ubicado en Jerusalén, lleva el nombre de Yad Vashem, expresión tomada del versículo de Isaías sobre el nombre que no será borrado, especie de desafío contra los asesinos que quisieron borrar a un pueblo de la faz de la tierra. En mi país los campesinos de San José de Apartadó, Antioquia, han levantado un muro con piedras pintadas que llevan, cada una, el nombre de alguno de sus más de ciento cincuenta muertos; en Trujillo, Valle del Cauca, los habitantes del lugar han construido un centro conmemorativo en el que se conservan los nombres de los asesinados por paramilitares y narcotraficantes. Algo parecido ocurre en San Carlos, también en Antioquia, al inscribir los nombres de sus muertos en placas que semejan gotas de agua, insertadas en la fuente del parque principal. “Si perdura el nombre, perdura de alguna manera su esencia”, apunta Margalit.
Este mismo autor pregunta a los destinatarios de sus conferencias, a manera de test: “¿Qué preferirían ustedes, si fueran forzados a escoger: que una obra importante hecha por sus manos —un libro de crónicas, por ejemplo— le sobreviva en forma anónima, o que solo sea su nombre el que sobreviva?”. Y anotaba Unamuno que “fuerte es incluso el anhelo de una inmortalidad tan dudosa como la que ofrece la mera perduración del nombre”.
Hay otras exigencias de recuerdo que parecen triviales comparadas con las anteriores. ¿Por qué llega a ser tan importante recordar una fecha de cumpleaños, o de un aniversario de matrimonio? Cuando se reclama por el olvido de alguna de esas fechas, implícitamente se alega el derecho al recuerdo, que es parte de los deberes que crea la relación con el otro. En este sentido se entiende la polémica mencionada al principio, del coronel que no recordó el nombre del soldado bajo su mando, muerto por fuego amigo. El olvido del coronel, calificado de ofensivo por los parientes del soldado muerto y aun por sus compañeros de milicia, implica el desconocimiento e incumplimiento de un deber de relación con el otro. Allí comienza a perfilarse la ética de la memoria. En efecto, cuando aparecen el otro y sus derechos, hace su entrada la ética.
Segunda proposición: la sociedad necesita el recuerdo; por tanto, recordar puede llegar a ser un deber social
Enseña Waldo Ansaldi en “La memoria y el olvido como cuestión política” que no se recuerda solo, se recuerda con otros, de modo que cada recuerdo tiene una inscripción colectiva. Vuelvo a los campesinos de San José de Apartadó y a los habitantes de Trujillo: unieron sus dolores individuales e hicieron un recuerdo colectivo, frente a lo cual, explica Marta Tafalla, “el encuentro con otras víctimas los libera del resentimiento, que crece cuando el propio dolor encierra dentro de sí mismo; en cambio, unir el dolor propio al dolor de otros crea el clima propicio para la solidaridad”.
En la misma línea de pensamiento, Margalit encuentra que el recuerdo colectivo logrado por la comisión de la verdad en Suráfrica trajo consigo la reconciliación. También pudo traer la venganza; y ello plantea un dilema ético difícil para el periodista que maneja recuerdos como material informativo. Ocurre entre ustedes con los materiales de la era franquista, les pasa a los argentinos con su guerra sucia, nos sucede en Colombia con los abundantísimos materiales de nuestras violencias. Pueden servir para encender odios y venganzas, algo así como soplar y avivar entre las cenizas la brasa que dormía, o convertir el recuerdo común en punto de encuentro.
También puede ser un efecto de ese recuerdo conjunto, la mirada crítica sobre el pasado que se revela como la historia que no debe repetirse nunca más. Los visitantes del parque monumento de Trujillo obtienen la convicción de que la violencia que hizo posibles los trescientos cuarenta crímenes padecidos por esa comunidad no debe repetirse. Con una fuerza semejante, el relato periodístico, o el análisis, pueden convertir el recuerdo en pieza pedagógica. “El objeto de la memoria de las historias será el dolor, pero no para reducirlo a mero luto. El dolor es una fuente privilegiada de conocimiento que permite desautorizar los discursos legitimadores de la realidad”; Tafalla señala así la dirección posible de las informaciones que pueden enderezar la conciencia colectiva hacia el nunca más, como sucedió con el informe Sábato sobre la violencia en Argentina. Vuelvo a Tafalla: “El recuerdo consciente y crítico del mal permite instaurar un orden más justo; el recuerdo de las víctimas, de los ausentes, nos enseña a construir una comunidad más libre”.
A la prensa, amigos, le corresponde impulsar ese recuerdo consciente y crítico, con su información.
Steven Knapp, citado por Restrepo, agrega otra razón que valida esta segunda proposición. Dice él que “el pasado es una fuente de valores de resonancia simbólica. Por ello el recuerdo incide en el presente. La relevancia ética del pasado depende de la disposición de los actores a identificarse con un futuro colectivo común”. Parte de esa relevancia ética proviene de la incidencia del recuerdo sobre la indiferencia frente al otro, frente a los otros.
Los que reprocharon a aquel coronel el olvido del nombre del soldado muerto fundaron su crítica en la actitud de indiferencia que supone ese olvido. Olvidar es, pues, una forma de indiferencia. Recordar, hacer memoria, tener presente, son actitudes que suponen interés por el otro.
Lo natural es que los humanos seamos indiferentes frente a los demás. Lo que debe ser construido es el interés por el otro. En el interés por el otro se impone una manera de ver, una forma de percibir. Es una creación de la persona que se hace con elementos como la memoria, y el desprendimiento que es, a su vez, una forma de libertad. Parecen crecer a la par, en cambio, el egoísmo colectivo y los olvidos que tienen que ver con los intereses del otro.
La reflexión nos ha llevado hasta la evidencia de la relación existente entre el recuerdo y la ética. Margalit propone un triángulo relacional en el que uno de los lados une recuerdo a interés y el segundo, interés a ética, que permiten finalmente, relacionar recuerdo y ética.
Cada vez que estimulamos el interés por los hechos del pasado que avivan el interés por el otro, o por un mundo más justo, o por una sociedad respetuosa de los derechos humanos, potenciamos el recuerdo y lo convertimos en un factor constructor de la historia. En cambio, esa forma de olvido, expresión elocuente de la indiferencia, que es actuar como si nada hubiera sucedido en el pasado, implica una corrupción de la mente y del corazón.
Tercera proposición: sin embargo, hay olvidos que son necesarios
Se pregunta un sociólogo e historiador colombiano, Gonzalo Sánchez: “¿Cuánta memoria y cuánto olvido requiere una sociedad para superar la guerra?”. Y comenta Restrepo sobre “la posibilidad de un uso ejemplar de la memoria que, sin negar la singularidad de los sucesos permita comprender lo que pasó y proyectar situaciones nuevas. Se trata de convertir el pasado en un principio de acción que transforme el presente, de liberar el presente del trauma”. El pasado no puede convertirse en causa tan onerosa que impida planear y construir el futuro. Hay, en efecto, “memorias tóxicas” de la guerra y el sufrimiento, que “prolongan en el tiempo los traumas y sus efectos distorsionadores de la realidad y de la experiencia”.
La comprobación de Freud sobre “los recuerdos reprimidos que se comportan como agentes subversivos que pueden producir trastornos del comportamiento y hasta síntomas corporales enfermizos”, la aplican los médicos que luchan contra la somatización de los recuerdos. Fue el caso de la paciente española que estaba cubierta en todo el cuerpo, menos en la cara, por una soriasis que se le había convertido en una coraza protectora contra cualquier intento de acercamiento de otra persona. Un médico colombiano detectó la acción de un recuerdo tóxico en esta mujer: la paciente, cuando tenía diez años, había sido violada por su padre. Y antes de proceder a una curación dermatológica —que era lo que ya se había intentado sin éxito— el médico con ayuda de la paciente se propuso liberarla de la toxicidad del recuerdo, mediante el fortalecimiento de una actitud decidida de apertura al otro.
Marc Augé ve estos recuerdos tóxicos como cárceles que inmovilizan e impiden el presente y el futuro. Es entonces cuando, dice este antropólogo, “el olvido nos devuelve al presente, aunque se conjugue en todos los tiempos en futuro, para vivir el inicio; en presente para vivir el instante; en pasado, para no repetirlo. Es necesario olvidar para estar presente, olvidar para no morir, olvidar para permanecer siempre fieles”.
Hay, pues, olvidos necesarios. En Funes, el memorioso, Jorge Luis Borges describe como monstruoso a Funes, quien a fuerza de recordarlo todo pierde la capacidad de olvidar. Podía reconstruir todos los sueños. El presente era tan rico y tan nítido y también las memorias más antiguas y triviales. “Mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras”. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo. Ante este hombre incapaz del olvido, sin esa facultad de desechar los recuerdos tóxicos y de diferenciarlos de los recuerdos sanos, reflexiona Borges: “No era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles casi inmediatos”.
Hay, pues, el deber ético de eliminar los recuerdos dañinos y de conservar los sanos, es decir los que impiden que la vida se estanque, y que estimulan el cambio.
Marc Augé ve una sugestiva imagen de quien ejerce la sabia práctica de deshacer los recuerdos tóxicos de cada día, en Penélope, que dedicaba las noches a deshacer el curso del tiempo, a hacer y deshacer su labor.
Cuarta proposición: la medida ética del recuerdo y el olvido la da el otro
Se conoce como ética del cuidado la que revela como un deber hacerse cargo del otro. Todorov reflexionaba sobre la situación de los prisioneros en los campos de concentración y encontraba allí, en ese medio deshumanizador, la práctica del cuidado, esa acción moral por excelencia, “acciones mediante las cuales un yo toma por objeto el bienestar de uno o más tú”. Es una ética elemental que, sin embargo, admite grados. Uno es el cuidado sobre los hijos para que no corran peligro, otro el cuidado sobre el enfermo desconocido, y otro el cuidado del maestro para que sus alumnos aprendan a usar su inteligencia. En el caso que nos ocupa no hablamos de medicinas ni de alimentos, ni de ropa ni de enseñanza para el otro, sino de memorias o de olvidos, de preservar del mal que memorias u olvidos pueden hacer, o de fomentar el bien que unos u otros pudieran causar.
La obra de teatro recordada por Margalit sobre los niños llevados al campo de concentración, sin identificación porque, acosados por el hambre durante el viaje en un vagón de ganado, los niños se habían comido los cartones de identificación que llevaban colgados del cuello, promovió una reflexión sobre distintas posibles actuaciones.
Un comportamiento ético regido por el respeto y el amor de esos otros habría agotado recursos para lograr su identificación bajo la conciencia de que tener un nombre está unido a la esencia de las personas, de que tener un nombre, ser recordado con ese nombre, hace parte de procesos de autoestima, de integración en la vida social. No hay de por medio nada tangible y, sin embargo, ese nombre marca la vida de las personas.
La falta de esa ética, es decir, de esa sensibilidad que permite detectar los derechos y las necesidades de las personas, da lugar a episodios como el que la obra de teatro recordada por Margalit destacaba: los guardianes del campo de concentración aprovecharon la falta de sus nombres para eliminar a los niños sin que de ellos quedara rastro alguno. Se puede hacer uso de la memoria y del olvido para dar vida y para quitarla, tal es su poder y tal su dimensión ética, puesta de manifiesto a la luz de la presencia del otro.
Se unen allí el cuidado y la justicia como componentes para una decisión ética.
Vuelvo al caso planteado al comienzo y le agrego esta consideración de los deberes éticos para con el otro, en el manejo de la memoria y del olvido, y encuentro que tenía fundamento la polémica alrededor del olvido del coronel que había olvidado veinte años después el nombre de su soldado muerto. Había una proximidad para el soldado con el coronel: estaba bajo su mando; por tanto, se había creado una exigencia de respuesta, es decir, era un soldado bajo su responsabilidad, condición que se acentúa por el hecho de que la ocurrencia de un fuego amigo le concierne al comandante, conductor de la operación bélica.
El otro, por el solo hecho de ser, genera responsabilidades que intensifican la importancia moral del olvido y del recuerdo.
Es sin embargo factible que después de veinte años, la memoria flaquee. Admitir sin más, el olvido suena y tiene el carácter de menosprecio; lamentar el olvido y aprovechar la coyuntura para rendirle homenaje al soldado, es un acto de justicia con él y con sus familiares quienes también tienen derecho a la memoria.
Resulta así que memoria u olvido se califican moralmente según su relación con los derechos del otro. Vale así, individualmente, pero también desde el punto de vista social.
Permítanme tomar un ejemplo colombiano. En la mente de mis compatriotas es claro que tenemos un deber de conciencia con los secuestrados que la guerrilla mantiene en la selva. Cada vez que uno de esos secuestrados huye, o cuando es liberado, es evidente el imperativo de conciencia que traen consigo: que no se olvide a los secuestrados que aún permanecen en su cárcel verde. Esa conciencia se ha difundido a buena parte del país que siente, como sociedad, que tiene una deuda moral pendiente, de recordarlos y de actuar en consecuencia.
Es la misma deuda social que se reconoce en el homenaje al soldado desconocido. A pesar de que se trata de soldados sin nombre, la sociedad siente que frente a ellos hay un deber de memoria. Cada uno de ellos es ese otro con quien nos sentimos en deuda.
Frente al periodismo
Es la hora de preguntarnos por las aplicaciones que tiene para el quehacer periodístico una ética de la memoria y del olvido.
Hay un hecho inicial: contribuimos a la creación de memorias y de olvidos. La tesis para la maestría en historia de Gloria Inés Restrepo, varias veces citada en este texto, tiene como punto de partida la pregunta: ¿Cuál es la memoria que se está formando en las poblaciones de San José de Apartadó y San Carlos, dos municipios colombianos castigados por la triple violencia de guerrilleros, paramilitares y militares?
Al explorar en las colecciones de los periódicos y en las versiones de los pobladores, la autora encontró que la memoria colectiva tiene entre sus elementos más determinantes la versión de la prensa. Al conversar con las víctimas, comprobó que muchos de ellos conservaban los recortes de prensa que daban cuenta del hecho violento que los había afectado. Era para ellos a la vez una constancia y un registro de los datos que habían incorporado a su memoria. Los periodistas, al escribir nuestras versiones, creamos memoria. Pero también olvidos y silencios. Son distintos los recuerdos que se olvidan y los que se silencian. Y en una crónica periodística la falible memoria, o el tambaleante interés, pueden determinar olvidos, mientras las decisiones dictadas por los intereses pueden inspirar silencios. Somos, pues, responsables de una presentación de los hechos
que contribuye o a la memoria o al olvido, o al silencio.
Continúa la responsabilidad del periodista con el seguimiento de los hechos que mantiene viva su memoria, o con el no seguimiento que contribuye a su olvido. El seguimiento abre la posibilidad de conocer sus causas, de explorar salidas y soluciones para que los hechos trágicos, o se prevengan, o no sucedan nunca más; crea también la coyuntura para conocer la verdad. Una de las mujeres víctimas de nuestra violencia colombiana, en una de las sesiones de los procesos de Justicia y Paz, obtuvo la confesión del asesino de su esposo y de sus hijos, supo dónde podía encontrar sus cadáveres, pero aún necesitaba saber por qué. Desde luego, las víctimas necesitan reparación, pero también necesitan saber.
El no seguimiento, por su parte, da lugar al olvido y con el olvido a la impunidad, y con la impunidad a la injusticia frente a las víctimas. La tarea que se han impuesto en Argentina las Madres de la Plaza Mayo y en Colombia las Madres de la Candelaria es la misma que debieran cumplir los medios de comunicación: hacer un seguimiento, mantener la lealtad al recuerdo, comprender que el olvido, como las yerbas que crecen y sepultan los antiguos monumentos, llega a ocultar e invisibilizar la memoria.
Toda noticia es una interpretación de los hechos; se interpreta el pasado, también el presente, e igualmente el futuro. Al dar la noticia el periodista lleva consigo la responsabilidad de silenciar, de alterar o de mutilar la memoria de los hechos. También es posible falsearla o usarla para bien o para mal.
Una buena interpretación es la que se ajusta a los hechos y los enmarca en el pasado y en el presente y, además, prepara su futuro. En cita que debo a Restrepo, Stephen Van Evera, dice que las narrativas de la guerra son determinantes para mantenerlas o justificarlas o terminarlas. En su memoria del conflicto árabe israelí, este autor establece la relación causa-efecto entre “glorificación de algunos y la culpa de los oponentes y la generación de nuevos ciclos de confrontación que van a moldear las percepciones e intenciones de los nuevos combatientes”. La investigación previa de esta historiadora del presente, me refiero Restrepo, demostró que la información periodística sobre la violencia —fueron más de setecientas noticias escritas— tenían partido tomado. Así se legitimó la violencia de los paramilitares y la de los militares, y se condenó la de los guerrilleros, al relatar los hechos sangrientos y explicarlos como resultado de una vaga “ola de violencia”, cuando era clara la acción paramilitar.
Ese sesgo interpretativo pudo darse deliberadamente y con intencionalidad política, o sin deliberación y por incapacidad profesional para analizar o investigar, o para hacer uso de los materiales recolectados. En cualquier caso, ese torpe manejo del pasado —también se los llama antecedentes— a veces justifica la violencia, a veces agravia a las víctimas, a veces hace posible la impunidad, o propicia la repetición de los crímenes, y lo que es peor, puede inducir la resignación y pasividad ante el mal.
Es, pues, una interpretación que bajo el signo ético del bien y del respeto al otro beneficia a todos; lejos de ese signo, el periodismo daña y tuerce la historia de los humanos.
El periodista tiene el poder de convertir el pasado en un recuerdo bueno y dinámico. Afirmaba Todorov que “se trata de convertir el pasado en un principio de acción para transformar el presente y liberar el presente del trauma”. A eso llamo un recuerdo bueno, que es el que extrae de los hechos del pasado materiales de reconstrucción.
En el año 2000, en el curso de un taller de ética en la sede del fnpi en Cartagena de Indias, oí una propuesta inspiradora del periodista brasileño Geraldinho Vieira: la del periodismo de propuesta, que partía del hecho de que toda noticia crea una coyuntura para explorar las propuestas que crecen en el terreno de lo posible. ¿Por qué —nos preguntábamos— la propensión a informar hasta el cansancio sobre derrotas, catástrofes y males irremediables, y la cierta renuencia a buscar la luz al final del túnel? Ese pensamiento nos llevó a vislumbrar la posibilidad de un periodismo distinto, del que se regodea en la presentación de catástrofes y solo ve en ellas la derrota de los humanos.
Ese periodismo de desesperanza puede y debe ser sustituido por un periodismo de esperanza, lúcido para la exploración de lo posible, fuerte y creativo para la formulación de propuestas. Es un ejercicio que supone una investigación más profesional, que desecha los lugares comunes y las fuentes viciadas por la incompetencia o por los intereses, que exige una independencia radical del periodista y sobre todo que se nutre de un apasionado afán por el bien público; es un periodismo que despoja a la memoria de sus cargas negativas y las convierte en motivación y energía creadora. No se trata de negar u ocultar lo negativo, sino de descubrir lo posible y positivo.
Agrega Margalit: “Hay un deber moral del recuerdo que asegura la no repetición de los hechos, que transforma los sentidos del pasado y fundamenta de nueva manera las comunidades del recuerdo”.
No solo manejamos noticias, manejamos silencios. En la vida de cada día se imponen a veces prácticas de silencio. Hay silencios de compasión, los hay de ternura, de conveniencia, en fin, hay silencios sabios. Todos ellos tienen un elemento común: el cuidado del otro, o de los múltiples otros a los que el periodista llega con su información. Son sospechosos los silencios que solo tienen en cuenta la propia conveniencia; tienen una noble ascendencia moral los que resultan de la consideración del otro, o del conjunto de los otros.
En los códigos de ética y en los manuales de estilo se trae a cuento el silencio obligatorio sobre informaciones que pueden poner en peligro políticas de Estado sobre seguridad nacional. Hay otros silencios que una conciencia ética impone cuando se trata de respetar la intimidad de las personas o de no hacer mal. Hay, pues, silencios buenos y silencios dañinos.
Es un silencio malo el que se hace alrededor de hechos de los que se informa solo lo que sucedió, pero no el proceso del que hacen parte. Pretendían prevenir ese silencio las dobles úes de la pirámide invertida, tomadas del viejo texto latino de Quintiliano, pero las prisas y los reducidos espacios del periodismo de hoy desmontaron incluso esa pirámide y poblaron de silencios informativos los noticieros y periódicos. La citada investigación en los municipios de San Carlos y de San José de Apartadó en Colombia encontró que en los periódicos examinados no se había informado sobre los autores ni sobre las causas; este fue, así, un silencio que favoreció a los asesinos y difundió una pasividad resignada ante el mal inevitable e irreversible. El silencio alteró sustancialmente el relato de los hechos y produjo una memoria contaminada.
Equivale a un silencio el uso casi exclusivo del género noticia, o del breve, y la omisión de géneros más ambiciosos como la crónica o el reportaje, que dejan menos espacio al silencio. Mirada desde el punto de vista de las víctimas, la versión casi mecánica de las noticias no satisface su necesidad de conocer lo sucedido, ni constituye un homenaje a los muertos.
Pero el silencio resulta socialmente dañino cuando asume la forma de cancelación del tema por agotamiento de su importancia, o como se dice usualmente en las gerencias, porque son noticias que ya no venden.
Son tragedias sociales o de la naturaleza, de las que se habla hasta el cansancio durante los días cercanos a su ocurrencia y que después se olvidan por la emergencia de otras noticias que ocupan su lugar en el espacio informativo. Es un silencio que equivale a la notificación de que aquí no ha pasado nada y todo volvió a la normalidad, cuando en la realidad, sobre todo en la de las víctimas, sí ha pasado mucho y nada será igual en adelante.
Aun desde la perspectiva técnica, esas historias mantienen su vigencia y deben incluirse en la agenda mientras dure su impacto social y personal; su memoria arrojada al hueco de los olvidos da lugar a la impunidad de los culpables, a la injusticia con las víctimas y a la repetición absurda de los mismos crímenes o males.
Reflexión final
Aunque aparecen como deberes éticos nuevos, los que he enunciado hasta aquí son los deberes de siempre, con distinto nombre, quizás, pero ciertamente como resultado de un refinamiento de la conciencia de los deberes frente al otro.
Antes llamábamos seguimiento de la noticia el deber de registrar la evolución de los hechos impulsados por la dinámica que les viene del pasado y los proyecta hacia el futuro; veíamos como un ejercicio de información integral la inclusión de los antecedentes, contextos y proyecciones de los hechos en las narraciones periodísticas; de modo más preciso, hoy se habla de una ética de la memoria y del olvido. En ese manejo del olvido, de la memoria y de los silencios están comprometidos unos derechos y la dignidad de los otros, por eso adquieren esa dimensión ética.
Es también exigencia de la misma técnica periodística que no admite informaciones incompletas y que impone al periodista obtener una visión de procesos por encima del facilismo de las historias fragmentadas, desconectadas y sin relación entre sí. Las relaciones temporales de los hechos noticiosos van más allá de su ubicación en el ahora, entre el antes y el después, y asumen una importancia inesperada en cuanto al pasado como memoria que enriquece e impulsa el presente hacia el futuro y no deja campo para el olvido, ni para la resignación.
Son dimensiones de la historia humana que, destacadas e impulsadas por el periodista, contribuyen al crecimiento interior de los humanos y que, privados de ese estímulo, hacen vulgar y decadente la vida de los hombres y de la sociedad.
En fin, son consideraciones que llenan de exigencias el ejercicio profesional y revelan al periodismo como una tarea indispensable en la humanización de la sociedad.