Cuando pase la dictadura del clic

Cuando pase la dictadura del clic

Jorge Cardona, editor del diario colombiano El Espectador, debuta como bloguero de la Red Ética con esta columna donde reflexiona sobre el rumbo del periodismo de calidad en la era digital.
Fotografía: Free-Photos en Pixabay | Usada bajo licencia Creative Commons
Jorge Cardona

Jorge Cardona, ganador del Reconocimiento Clemente Manuel Zabala al Editor Ejemplar en el Premio Gabo 2016, hace parte del nuevo equipo de maestros que junto a Javier Darío Restrepo ahora responden a las preguntas enviadas a nuestro Consultorio Ético. Si tienes un dilema de ética periodística, puedes hacer tus preguntas aquí. 

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Se viven tiempos de transición en el mundo. Muchos inamovibles y paradigmas sociales están reevaluados, y se abren paso renovadoras visiones sobre los derechos individuales, la democracia y la libertad. Como todos los momentos estelares de la humanidad, una de las causas de esta apertura sin antecedentes es la comunicación, que, con amplio desarrollo de la tecnología, suma cada día nuevos protagonistas. Con menores excepciones, el planeta hoy está interconectado y parece hacerlo sin límites.

Lo que en su tiempo causó la imprenta en innovaciones para todas las disciplinas o formas de pensamiento, dejando atrás papiros o pergaminos como depositarios exclusivos del saber, hoy lo provoca la revolución del universo digital, la multimedia y el internet. Entre otros factores, eso explica también por qué hoy se advierten más las grietas del poder en todas sus expresiones, que antes permanecían ocultas o estaban controladas. Basta un trino de Twitter o un comentario en Facebook para develar secretos.

Esa realidad al alcance de ciudadanos empoderados en sus derechos, permite constatar a diario y sin intérpretes, cómo muchos organismos sociales viven horas difíciles. Por desvíos hacia la corrupción, el abuso, el despilfarro o el clientelismo, algunas instituciones están en crisis. Los partidos políticos, los gobiernos, las ideologías, las religiones, hasta las familias. Y todo se revela porque la comunicación masiva permite que, a la velocidad de un clic, cualquier desliz de autoridad se vuelva viral e indigne.

A ese tsunami incontenible no escapa el periodismo, que de alguna manera es el espejo en el que se mira la sociedad tras los lentes de la verdad o el engaño. Por mucho tiempo, desde las batallas por la libertad de imprenta, o la de expresión cuando se sumaron la radio o la televisión, los periodistas tuvieron el privilegio de contar lo que iba pasando con los riesgos inherentes a investigar los excesos del poder. En ese ejercicio hubo errores, pero predominó el reconocimiento social basado en una premisa: la credibilidad.

Informar desde los hechos y los hallazgos

En un contexto como el colombiano, eso se tradujo en heroicas peleas contra corruptos, avivatos, mafiosos o violentos, además maniobrando en el laberinto de las normas restrictivas del Estado de Sitio, o defendiendo el derecho a la información frente al secretismo del poder político o económico. El periodismo quedó a salvo y con visto bueno de la gente porque fue creíble, porque supo diferenciar el libre ejercicio de la opinión de la senda que trazaron los reporteros: informar desde los hechos y los hallazgos.

Sin conclusiones fatalistas y con valientes y creativos ejemplos de persistencia en los cánones del oficio, el derrotero del periodismo clásico vive una compleja metamorfosis. Y esa incertidumbre parte de su reacomodo ante el frenesí de las tecnologías de la información y la comunicación. Entre el ímpetu de las redes sociales, también compitiendo con ellas, la línea divisoria entre el deber de informar y la tentación de opinar se está diluyendo. Y la consecuencia no puede ser otra que minar la confianza en los periodistas.

Como reza una vieja consigna, las herramientas cambian, pero los valores deben permanecer.  Si ayer los periodistas vivieron el tránsito de la máquina de escribir al computador con información veraz que permitió encarar al crimen organizado o a los corruptos, ahora constituye un imperativo ético ejercerlo desde lo digital. Cuando pase la dictadura del clic, saldrán bien librados los contenidos editados, sobre todo aquellos en los que prevalezcan los datos, los contrastes, los contextos y el adecuado uso del lenguaje.

Las redes sociales, expresión del siglo de las comunicaciones, avanzan multiplicadas en dispositivos móviles, tabletas o portales. Son escenarios de libertad de expresión, pero no sustituyen al periodismo. Pueden ser complementarios para amplificar audiencias, pero si no resaltan información concisa sobre el fraude público y privado o la violación de derechos humanos, dándole prelación al comentario, equivale a moverse en un campo minado. Es asunto también de autoconciencia, de blindaje, de periodismo raso.

Y en Colombia, donde el esfuerzo colectivo actual apunta a pasar la página de la confrontación armada, política y judicial, el periodismo tiene una misión de apego a su deber ser. La comunicación, en todas sus facetas o disciplinas admite, dentro de la legalidad, todo uso de las nuevas herramientas. Pero el periodismo, para que siga siendo pieza esencial de la democracia, requiere preservar sus principios: credibilidad, independencia, defensa de los que no tiene voz, pluralismo editorial e informativo.

En síntesis, al ritmo comunicativo vigente, con abundancia de noticias falsas, cadenas virales sin verdades, o el juego de quienes informan débilmente y luego opinan buscando aplauso o tribuna, el desafío ético es hacer periodismo para la historia. Con contenidos que ayuden a las sociedades a avanzar en derechos, o adviertan los dolos y abusos que están minando la democracia. Y, ante todo, que representen insumos valiosos para las futuras generaciones y su comprensión de estos tiempos de verdades reveladas.

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