A pesar del volumen elevado del sonido del vecino, que andaba tronando Olímpica con el Char gritando a toda máquina, el sol picante del mediodía palenquero había condenado al sueño largo a un perro color trocha, a un gato café con leche y a un cerdo negro en torno al botánico. Sentado ahí en su Rimax a la sombra de un árbol solitario, en medio de los animales y en aquella calle polvorienta frente a su ranchito rosa, lila y azul cielo, el viejo parecía justo como lo que era. Como un Doolitle del subdesarrollo. Como un Merlín del caribe colombiano.
Firmado por Musicología El Flecha, discotienda principal del movimiento enclavada en el popular mercado de Bazurto, uno de los lanzamientos más recordados de El Sabor fue uno del Grupo Kuwait, al mando de los cantantes Melchor y Braudilio. Lanzado en 1996, el disco trae un tema icónico llamado “Los Power Rangers”. Atendiendo a las formas del género naciente, este cuenta con una precaria producción que a nivel rítmico comienza a sugerir ese dembow caribeño característico, presente en ese entonces en la plena panameña y el dancehall jamaiquino, con golpes percutivos del pianito SK-5. Líricamente y, como es ley, bien desafinado, su autor Braudilio aborda un tema cotidiano para darle un twist humorístico, en este caso, la historia de los famosos superhéroes, “porque era lo que en ese momento estaba pegao’”. El resultado: la interpretación barriobajera de una fantasía televisiva, toda una tradición en la champeta de primera generación que también le cantó a Los X Men, a Los Caballeros del Zodiaco, a Sailor Moon y hasta a Las Tortugas Ninja, provocando en la verbena un baile infantil y juguetón.
La primera vez que fui a San Basilio de Palenque, hace alrededor de tres años, conocí un tambor muy grande, tan grande que doblaba en tamaño al tambor alegre. Alguien me dijo que sonaba tan fuerte que su sonido alcanzaba a llegar hasta otros pueblos. “Este es el tambor pechiche”, dijeron. Pechiche en la costa quiere decir mimado, consentido, el pechiche de la casa. “En la casa siempre hubo pechiche… yo no sé quien lo hizo” dice Tomás. Ese era el pechiche que yo había visto, en toda la puerta de la casa de Graciela Salgado, quien para ese entonces ya había muerto. En ese momento preferí contemplarlo, pero desde hace un tiempo tuve la curiosidad por indagar sobre ese tótem de metro y medio hecho de madera y cuero de chivo.
“Eso es nativo, eso es como una tradición que tenemos allá y la mayoría, casi todo el mundo, sabe hacer trenzas”. Le pregunté sobre esa historia de las mujeres que trenzaron mapas en las cabezas, y dijeron que era así, que era verdad, que eso le contaban sus madres en San Basilio de Palenque, ese otro lugar que visitaría. Traté de que abundaran, pero no fue posible. Estaban concentradas en su trabajo.
Pedro Pablo Julio Miranda se disfraza de mujer para llorar a sus muertos. Cuando la tragedia llega a San Basilio de Palenque, no se viste del tradicional negro. No. Agarra sus trapos rojos, verdes, amarillos y naranjados alucinantes, collares estrambóticos y se maquilla como si fuese para un fandango fantástico. Va al sepelio y llora, pero también sabe bailarle y cantarle al ataúd… por eso tanto colorín.
En las mañanas, Moraima da clases a pequeños de cuarto grado, en la primaria de la Institución Educativa San Basilio de Palenque, pero siempre que hay muerto en el pueblo debe arreglárselas para ir al velorio y rezar tres veces al día. Su misión: alimentar el alma del difunto y garantizar su paso al más allá. Nada fácil –dice ella-.
Juan reunió a sus amigos en el arroyo y les contó un secreto: estaba enamorado. La Chica, una niña de 12 años que todavía jugaba a las escondidas, a la ronda y a reconde conde la sortija, le había dicho que él también le gustaba pero que no quería casarse con nadie, ni siquiera pensaba en esas cosas. ¿Y cuál es el problema?, le preguntaron a Juan sus amigos. Él se quedó callado. Por un momento, incluso, se sintió tonto y se arrepintió de haber dicho lo que había dicho. Quedaron en jalársela esa misma tarde.
La primera vez que vi una mención al bleo fue en un libro de cocina que cayó por casualidad en mis manos. Se llamaba Kumina ri Palenge pa tó paraje y lo abrí porque me atrajo el nombre, la alusión a Palenque, y porque me gusta cocinar. La receta que abría el tomo era “Aló ku toro prieto”, y al lado aparecía una foto del autor, un hombre de mediana edad, mandíbula cuadrada y mirada pícara que sostenía una muestra del plato. De nuevo, el nombre de la receta me pareció pintoresco y me causó curiosidad. Me imaginé que significaba “arroz con toro prieto”, algún tipo de arroz con carne de res, pero la traducción al castellano decía en cambio “arroz con bleo”. En 2013, el libro había sido seleccionado como mejor libro del año en el certamen internacional para libros de cocina Gourmand World Cookbook Awards, celebrado en Beijing, gracias en parte a ese, su plato estrella.
La Sala de Belleza Reina del Kongo es el único salón del Palenque San Basilio. Aquí no se viene a guardar el negro detrás de la oreja, como se dice en el Caribe, o a dejar el pelo lacio y chinito. No hay secadores de pelo, ni tenazas. Tampoco hay rolos ni orquillas. En La Reina del Kongo lo que se hace es trenzar.
En Palenque no es difícil encontrar a nadie. Basta con andar un par de cuadras, voltear a la derecha y preguntar «Disculpe, ¿la casa de perenjano?» para que alguien, apoyado en el portal te diga «sí, cómo no» o «no, dos cuadras más abajo. A la izquierda». Por las calles de tierra pisada merodean con libertad cerdos y caballos y, como en tantos pueblos del trópico, la gente se sienta alternativamente en los aleros de las casas para coger fresco y mirar lo poco que pasa en la calle en frente, o en la penumbra de las salas, donde ven en cambio televisión.
Imortalizada por Gabriel Garcia Márquez, a heroica Cartagena das Índias é traduzida em uma realidade menos fantástica além das muralhas que enclausuram a cidade. A poucos metros do cenário descascado de cartão postal, é Pedro Blas Júlio Romero quem circula à vontade como autoridade das letras. Responsável por retratar em versos a violência das guerrilhas e do exército colombiano, o poeta de 67 anos é também um dos principais ativistas a denunciar o flagrante processo de gentrificação em Getsemaní, bairro histórico da cidade, alvo da voracidade da especulação imobiliária que o faz “castrado de sol”.
Uma jovem se aproxima pelo pórtico do quintal, onde roupas penduradas secam ao sol. Sua camisa impecavelmente branca e a cruz vermelha na mala impõem uma condenação: a doença habita aquela casa. Está ali para aplicar vacinas, explica à mulher recaída numa cadeira. Não há resposta, apenas um resmungar inaudível, descrente. À sua frente, uma idosa de corpo esquálido e cabelos brancos se entretêm com os fiapos de seu vestido maltrapilho. Sem esboçar contrariedade ou compaixão, a enfermeira puxa uma cadeira, rabisca anotações e oferece as ampolas como se vendesse enciclopédias.