Las coordenadas aparecieron una tarde lluviosa a principios del mes de agosto en el pueblo de Loíza.
Llevaba semanas pensando en una propuesta para un reportaje que trabajaría en Cartagena de Indias y en San Basilio de Palenque, en Colombia, sobre el tema de África en el Caribe. Pero nada me convencía. Hasta esa tarde en Loíza, durante un taller de turbantes que forma parte de un proyecto de reafirmación de la afrodescendencia de las mujeres en Puerto Rico. El propósito era escribir una crónica sobre el evento, pero todo cambió cuando escuché a la poeta Gloriann Sacha Antonetty, quien me hizo pensar en una nueva travesía.
Ante una muchedumbre, la poeta habló de las trenzadoras de Cartagena, ese lugar que visitaría en las próximas semanas. Bastó ese nombre para que dejara de copiar en mi libreta y la escuchara atentamente.
“La escritora Mayra Santos-Febres me dijo una vez que averiguara qué fue lo que pasó con las trenzadoras en Cartagena y así fue que llegué a la historia de estas mujeres negras en Colombia que memorizaban las rutas cuando se iban con sus amos y luego trenzaban en los cabellos de los hombres o de sus hijos el mapa para que pudieran cimarronear. Así se formaron muchas comunidades, los primeros palenques”, aseguró ante el asombro de las mujeres que se encontraban en el taller, organizado por la joven Lenis Mariana Ramos.
Antonetty conoció esa historia haciendo la investigación para su poemario “Hebras”, dedicado al pelo rizo y afro, al que han catalogado de “malo” por no cumplir con el epítome de la belleza blanquecina. En un país donde muchas de las microagresiones que enfrenta a diario la mujer negra comienzan por el pelo, -que se convierte en un campo de batalla de historias muchas veces dolorosas y silenciadas-, que se mirara hacia ese Caribe colombiano ofrecía nuevas rutas de empoderamiento.
Los ecos de la historia de las trenzadoras de Cartagena llegaban a este pueblo afrodescendiente de nuestro país provocando la curiosidad de una comunidad de mujeres que claramente se ha rebelado contra los alisados que se imponen en esta Isla, donde cualquier atisbo de negritud se trata de amansar.
Desde Loíza, Puerto Rico, se creaba un puente de hebras que conectaba con otras experiencias de mujeres afrodescendientes de este Caribe, distante y diferente, pero al mismo tiempo tan similar.
La poeta Gloriann Sacha Antonetty regalaba, quizás sin saberlo, una “brújula trenzada” que me dirigía hacia otros caminos. Y salí a explorarlos.
Bocagrande, Cartagena – San Basilio de Palenque
La primera parada fue en Cartagena, donde llegué despelucada. Sin una idea clara por dónde iniciar el trayecto. El propósito era conocer en profundidad sobre la historia de las trenzadoras de esta tierra. Así que luego de varias preguntas, me ofrecieron algunas direcciones. Para encontrarlas solo hay que buscar la Bocagrande. Es fácil, me dijeron, solo hay que observar la costa de edificios altos, esos con cristales azul narcotraficante. Una vez ahí, las verá enseguida, al cruzar la acera. Exacto. Donde está el mar.
Las instrucciones fueron precisas y ahí las encontré. Las primeras que vi en esa larga línea de agua salada y arena fueron a Margarita Cassiani, Bernarda Reyes y Luz Marina Reyes. Las identifiqué enseguida porque llevaban un cubito -como los que usan los niños para hacer los castillos de arena- con un poco de agua y una peinilla. Se encontraban al lado de un quiosco de bebida y comida para los turistas, justo debajo de unas palmeras, donde una mujer velaba un caldero de arroz con pollo, el cual insistía en venderme.
La tarde era calurosa y el sol implacable. El sudor era la constante entre todos los que allí estaban, incluyendo a los turistas que disfrutaban de esta playa, una de las más concurridas de la ciudad, que se abre en una larga costa urbana, precisamente como una boca grande.
Me acerqué a ellas para conversar y conocer su historia. Me dijeron que eran de San Basilio de Palenque, pero que hacía más de dos décadas que vivían en Cartagena, por allá arriba, me dijo una estirando un brazo, en una invasión llamada Nelson Mandela. Relataron que llevaban 22 años trabajando en el mismo pedazo de playa. Casi todas empezaron a trabajar trenzando cabellos desde niñas, a los ocho o nueve años. Aprendieron ese arte en su pueblo.
“Eso es nativo, eso es como una tradición que tenemos allá y la mayoría, casi todo el mundo, sabe hacer trenzas”. Le pregunté sobre esa historia de las mujeres que trenzaron mapas en las cabezas, y dijeron que era así, que era verdad, que eso le contaban sus madres en San Basilio de Palenque, ese otro lugar que visitaría. Traté de que abundaran, pero no fue posible. Estaban concentradas en su trabajo.
Las trenzas para ellas son su modo de sobrevivencia y prefirieron hablar sobre su brega diaria. Se quejaron del gobierno, de la poca ayuda, y de que las querían sacar de ahí para privatizar la playa.
Indagué si era por discrimen, pero una contestó que no, “aquí, no”. Otra la miró. No parecía estar de acuerdo con esa contestación porque hizo un comentario entre dientes.
“Póngase a cantar ahí”, le ordenó su colega temiendo a la fuga de posibles clientes que se pudieran escandalizar por comentarios inapropiados que llegaran a sus oídos rubios.
La que cantaba, aunque no cantó, guardó silencio. Cuando sus amigas se alejaron, habló del sacrificio de su trabajo. Estudió hasta el tercer grado, pero después se tuvo que dedicar a trabajar y tuvo hijos, cuatro hijos. Confesó que se hizo daño en la cervical por estar desde los nueve hasta los 30 años cargando frutas en la cabeza y que por eso ahora hacía trenzas. Lo dijo sentada en una silla de plástico, mientras miraba a lo lejos, como imaginando lo que está al otro lado del mar.
-Si no hubiese hecho trenzas ¿qué otra cosa le hubiese gustado hacer?
-Me gusta la medicina, la enfermería.
Lo dijo con una media sonrisa, mientras dibujaba círculos en la arena con sus pies.
-Nunca es tarde, -la animé con imprudencia.
-Pero nunca es tarde, -repitió despacio, para luego soltar un grito: “Oye, cógete a esa que viene por ahí”.
Fue el aviso de que el trabajo tenía que seguir y no me quedó otra que despedirme. Mientras abandonaba la playa, pensé en la complejidad de esa ruta de salitre que se alargaba como una trenza infinita. Pensé en las mujeres que han tejido y tejen su propio camino de sobrevivencia.
De regreso a la ciudad amurallada de Cartagena, observé un cartel enorme de una campaña del gobierno en la que aparecía una fotografía de una mujer negra con mirada cansada, despeinada y luciendo una corona. Abajo decía #SerNegroEsHermoso. Las contradicciones se asomaban, surgían nuevas preguntas y decidí buscar otras direcciones.
San Basilio de Palenque – Cartagena
El movimiento del autobús me despertó de un brinco. Fueron alrededor de dos horas de viaje y no pude evitar cabecear hasta quedarme dormida. Lejos había quedado la ciudad de Cartagena y la costa, ahora despertaba a un paisaje bucólico. La vegetación se asomaba por las ventanas y observé casas modestas, algunas hechas con bajareques y techos en paja.
El autobús se abría paso por un recto camino en tierra hasta que llegó a la plaza de San Basilio de Palenque, que consta de una iglesia sencilla y el monumento a Benkos Bioho, líder de la rebelión de esclavos cimarrones en Colombia.
Esta comunidad, fundada por esclavos fugitivos en el siglo XVII, y declarada como Patrimonio Oral e Inmaterial por la UNESCO en el 2005, fue de la que hablaron las trenzadoras en Bocagrande. Me bajé del autobús con la curiosidad en la lengua, interesada en conocer más sobre las mujeres valientes de esta tierra que tejieron los caminos del cimarronaje.
Fue así como llegué hasta donde Emilia Reyes Salgado, conocida como “La Burgo”. Ella es hija de Graciela Salgado, una de las principales representantes del folclor africano de Palenque, ya fallecida. Es una mujer alegre, a quien le baila hasta la voz. Tiene 54 años y es la que ha continuado la tradición musical de su madre con el grupo Las Alegres Ambulancias.
Me senté a conversar con ella en la Casa de la Cultura en Palenque, un microcosmos en medio de la pobreza de esta comunidad, donde se encontraba vendiendo sus alegrías, unas pelotas azucaradas que de solo probarlas despiertan felicidad.
Bastaron dos preguntas para que en pocas palabras esta vivaracha mujer revelara el misterio de esa cartografía del cabello que andaba buscando desde que salí de Puerto Rico.
“Ve, mija, es que el mensaje iba acá”, me señaló, dándose dos toquecitos en las sienes con su dedo índice.
-¿En la cabeza?
-En la cabeza. Siempre ha estado en la cabeza.
La Burgo estiró una sonrisa y estalló en risas saltonas, a la vez que se acomodó coquetamente con su mano el turbante amarillo que lucía.
“Teníamos las estrategias ahí, en las trenzas”, insistió. “A veces uno se las hacía y uno se metía semillas, hasta unas monedas, unos billetes envueltos y pasaba tranquila”, explicó estirando la i con una voz ronca, arenillosa, refiriéndose a las tácticas que usaron las esclavas para sobrevivir, y que luego ayudaron en la formación de los primeros palenques.
Dijo que era cierto lo de los mapas en los cabellos porque su madre y abuela le “echaban el cuento”. Ahora es ella quien comparte esa tradición, repitiendo esos relatos abre caminos de las mujeres de su tierra.
Mientras La Burgo hablaba sentada bajo la sombra de un árbol en el centro cultural, me fijé en un cartel escrito en palenquero que decía, “Motiao Kabeo Suto Ané Se Kumbessa” (Nuestros peinados también comunican), donde aparecían varias jóvenes luciendo distintos tipos de trenzados.
Luego estiré mi mirada hacia los caminos de tierra que dividen esta comunidad entre barrio arriba y abajo, y observé varias niñas que corrían riéndose con sus trenzas libres, mostrando nuevas rutas de escape.
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Fueron ellas las que eventualmente me llevaron hasta la Reina del Kongo, el salón de belleza más popular de Palenque.
Ahí conocí a Elida Cañate-Díaz, de 25 años, y su hermana Yadelsis, propietarias de este negocio que queda en el barrio abajo, cerca de la plaza.
El lugar es modesto, con apenas una silla para peinarse y sin aire acondicionado. Ahí no se lavan cabellos, ni se secan, solo se trenzan. Tampoco se regalan peinados porque como queda claro en un cartel: “Ni mi mamá se peina grati”. Apenas uno llega le dan unas revistas caseras con las imágenes y los nombres de los posibles trenzados. Es así como se descubren los poemas que ahí se tejen y que llevan nombres como el gusano, hundiditos, la puerca paría, la tinaja, mil y un camino, el rodillero, la estera, el moño y su velo, el tapete, el punto, los borreguitos, el amanecer, la fila de la hormiga y el clásico afro
En Palenque, así como en Cartagena, muchos saben de este espacio. La fama que tiene este salón de belleza no es gratuita, sino que es producto del trabajo que hacen las dueñas con la cabeza de toda mujer u hombre que llega hasta ahí y se sienta en su trono fucsia.
“Nosotros brindamos toda la información de cómo llegaron las trenzas, qué significados tienen. Su origen, su historia”, explica Elida.
En apenas 15 minutos esta mujer delgada ofrece una charla magistral sobre sus ancestros esclavos y la lucha que dieron las mujeres para ayudar en la liberación de su gente. Dice que valiéndose de sus manos crearon rutas, mapas y códigos trenzados con los que los esclavos se podían comunicar sin la necesidad de hablar.
“Estos peinados en África fueron unos estilos para decir ‘qué lindo’, pero acá los utilizamos como estrategia de lucha para poder resignificarnos, rebeldizarnos, comunicarnos y poder escapar”, asegura.
Pero el historiador Javier Ortiz Cassiani, profesor de la Universidad de Cartagena, y quien ha investigado sobre la cultura afrocolombiana, no ha encontrado ningún documento histórico que sustente el mito de las trenzadoras. Indica que se trata de argumentos románticos que sirven para sustentar la construcción del discurso político de la resistencia, y que se repiten en otras partes del Caribe, por ejemplo, en Jamaica.
Ortiz Cassiani, en tanto, reconoce que la mujer negra ha estado ausente de la historia oficial y no descarta que las trenzadoras hayan sido clave en la creación de los primeros palenques, y que sus acciones no se documentaran por no representar el ideal de la rebelión.
Elida Cañate-Díaz, sin embargo, no tiene la más mínima duda de su historia y ha viajado a Estados Unidos y Venezuela, entre otros países, para compartirla. Lo más importante, enfatiza, es que ha seguido la tradición del trenzado para “permanecer y salvaguardar nuestra identidad cultural”. Hacerlo es una nueva forma de resistencia para lidiar con la discriminación que ella, como mujer palenquera, ha vivido gran parte de su vida.
“Nosotras fuimos discriminadas por todo: por ser negra, por ser mujer, por hablar diferente y por ese sinnúmero de cosas. Nosotras somos muy discriminadas y por eso en un momento todo eso de las trenzas dejó de utilizarse”. La Reina del Kongo, sin embargo, se ha encargado de seguir tejiendo mapas que muestren nuevos caminos desde este Kongo, en Palenque. Desde el origen.
Cartagena de Indias
De regreso a la ciudad intento buscar otras voces que me ayuden a trazar el final de esta travesía.
Me hablan de una joven llamada Cirle Tatis, creadora del proyecto Pelo Bueno, una iniciativa de reafirmación afrodescendiente, muy similar a la de Loíza.
La conozco una noche en el Museo de Cartagena, donde se ofrece una charla sobre la cultura afro en el Caribe. Tan pronto entra al salón se hace notar. Un hermoso turbante alargado de tela de leopardo le abraza su cabeza.
En el salón hay otras mujeres jóvenes como ella que lucen afros, trenzas y toda clase de estilos que revelan el orgullo por su afrodescendencia. Varias la observan con admiración cuando entra y la saludan entre guiñadas y sonrisas.
Cirle, de 27 años, pretende educar y llamar la atención sobre diversos temas que afectan a la mujer afrodescendendiente en Cartagena. Utilizando la estética, específicamente el cabello como herramienta de resistencia y de reivindicación de lo afro, está logrando que se generen nuevas conversaciones en torno al racismo que se vive en la ciudad.
Afirma que no hay un día que salga a la calle con sus trenzas, turbantes o afro y no reciba comentarios despectivos y ridiculizadores. Las burlas, afirma, vienen en su mayoría de personas negras, como ella, que según opina, no se reconocen en gran parte por culpa de las ideas y prácticas racistas que durante siglos promovieron los colonos.
“La primera que me dijo algo cuando me dejé las trenzas fue mi mamá”.
-¿Qué te dijo?
-Pareces una palenquera.
Relata que en ese momento no entendió el comentario de su madre y pensó que simplemente no le había gustado su peinado, pero luego comprendió que lo que encerraban esas palabras era un profundo discrimen y desconocimiento.
Cirle pausa y piensa en la complejidad del racismo en este Caribe colombiano. Dice que es duro, que han sido siglos y siglos en los que al negro se le ha tratado de blanquear. Piensa en la época de la colonia cuando ser negro era condenado y esboza que quizás en ese entonces ella tampoco hubiese querido ser negra.
“No eras nadie si eras negro básicamente y de ahí viene que nuestras abuelas quieran que tú, como su nieta, en un acto de absoluta bondad, te consigas una persona blanca que mejore tu raza porque ella no quiere que tú recibas el rechazo que sus ancestros y, de repente, que ella misma recibió”.
La abuela de Cirle se casó con un hombre blanco al que no quería y con quien tuvo siete hijos. Después del tercero ya no se hablaban. Él era un mujeriego, bebía y la maltrataba, pero tuvieron cuatro hijos más “aun no queriéndose”.
“Esto es algo que se transmite de generación en generación y está inevitablemente en el subconsciente colectivo, así nos pensamos como ciudad, como etnia y es muy difícil”.
Para combatir tanto dolor, Cirle se ha reapropiado de su identidad y está utilizando el cabello como una forma de reafirmación de su afrodescendencia. Con su trabajo está llamando la atención, sobre todo de mujeres, que con valentía y orgullo han optado por trenzar el discrimen y mostrarse como son.
Ella, así como Lenis Mariana Ramos, la creadora del taller de turbantes en Loíza, Puerto Rico, como las trenzadoras de Bocagrande, como La Burgo, como la Reina del Kongo, es parte de un grupo de mujeres que diariamente inventan nuevas rutas para subsistir en este Caribe tan diverso. Son ellas, desde sus diversas luchas y bregas diarias, las que han seguido el camino de esas mujeres negras de San Basilio de Palenque que hace siglos les mostraron con sus cabezas un nuevo rumbo: El de la libertad. Esa es la ruta final.