Pedro Julio no vende sus lágrimas

Pedro Julio no vende sus lágrimas

Pedro Pablo Julio Miranda se disfraza de mujer para llorar a sus muertos. Cuando la tragedia llega a San Basilio de Palenque, no se viste del tradicional negro. No. Agarra sus trapos rojos, verdes, amarillos y naranjados alucinantes, collares estrambóticos y se maquilla como si fuese para un fandango fantástico. Va al sepelio y llora, pero también sabe bailarle y cantarle al ataúd… por eso tanto colorín.
Laura Anaya

En su alma habitan cientos de mujeres.

Pedro Pablo Julio Miranda se disfraza de mujer para llorar a sus muertos. Cuando la tragedia llega a San Basilio de Palenque, no se viste del tradicional negro. No. Agarra sus trapos rojos, verdes, amarillos y naranjados alucinantes, collares estrambóticos y se maquilla como si fuese para un fandango fantástico. Va al sepelio y llora, pero también sabe bailarle y cantarle al ataúd… por eso tanto colorín.

Pocos saben que se llama Pedro Julio, todos le llaman ‘el Niño’, es que en el pueblo son más célebres los apodos que los apellidos. ¿Y de dónde la fama? Es el único hombre que se disfraza de mujer para participar en el lumbalú, un ritual fúnebre heredado de esclavos africanos que pretende despejar el camino al más allá a los difuntos palenqueros a través de música, cantos y danzas.

Guillermo Valencia –gran amigo y vecino suyo- dice que dentro de Pedro hay muchas mujeres y –a lo mejor- ahí está el secreto para que cante y baile como solo las mujeres lo hacen en lumbalú.

***

‘El Niño’ no es ni tan “niño”. Nació el 19 de julio de 1950 en el barrio El Bosque, en Cartagena.

Es tan seguro que raya en lo arrogante. Se dice famoso. Se proclama lo más grande que tiene Palenque…más palenquero que el palenquero. Y en ese pueblo libre y negro todo el mundo lo conoce.

“Me introduje en Palenque desde que era pequeño, tengo más de ese pueblo que de Cartagena, porque aprendí su idioma de los grandes. Soy más palenquero que el palenquero. Soy lo más grande que tiene ese pueblo y si muero mañana me tienen que enterrar allá. Ya tengo la bóveda comprá…vea, viví en San Basilio mucho tiempo y ahora estoy aquí, en el barrio Ceballos –Cartagena-, con mi mamá Neftalina porque ella tiene más de noventa años y está muy enferma, pero cuando ella coja camino me devuelvo pa’ Palenque”, dice con vehemencia.

Tanto pasó en Palenque y tanto anduvo con su gente, que a Pedro se le pegaron hasta las tradiciones. No lee ni escribe. Gracias a sus oídos agudos y a una memoria prodigiosa, aprendió los cantos del lumbalú de maestras como la cantadora Graciela Salgado Valdés y siempre que se entera de la muerte de un “paisano” rebusca los pasajes y se va a llorarlo. “Tengo cincuenta años en esto, el que sabe de lumbalú soy yo”, agrega.

En Palenque pregunté por él. Algunos lo aman por su desparpajo. A otros, los que le dicen maricón, les fastidia su solo nombre.

“Ahora que lo dices es que me entero que se llama Pedro, pero desde pequeño conocí a ‘el Niño’. Me sorprendía, porque sabía que era hombre pero lo veía con polleronas de mujer. Me daba mucha curiosidad. Veía que bailaba fandango como nadie en las fiestas y en procesiones de San Basilio”, me cuenta el etnógrafo John Jairo Cáseres Flórez, mientras levanta los brazos y se tira un pase y una carcajada.

“Siempre lo he dicho: ‘el Niño’ es como una reencarnación de esos tipos que vienen de África, es como si él hiciera parte de ‘África Occidental’”, asegura Guillermo Valencia. Ríe.

Pero la muerte no tiene ni la más mínima pizca de gracia para ‘el Niño’: “eso es algo natural y el que no se quiera morí es mejor que ni nazca”, agrega, sentado en una silla plástica. Usa pantaloneta negra a rayas blancas verticales, camisa azul, ruana…¡Imposible obviar su sombrero plástico! Es amarillo, azul y rojo, de esos que usan en las horas locas de las bodas. Como está sentado al lado de la puerta, la brisa traviesa se lo vuela de vez en cuando. “Ummmda”, dice siempre, y siempre se agacha a agarrarlo y vuelve a ponérselo.

¿Siempre usa ese sombrero? –pregunta Rafael, el fotógrafo-.

-No. Tengo muchos más –sentencia-.

Mira la cámara y el fotógrafo dispara una ráfaga.

Pienso que es demasiado serio. Es como si estuviera desafiando al lente.

Ahora, cuando por fin le miro a los ojos -sólo habíamos hablado por teléfono-, luce serio como uno de esos sepelios a los que asiste. Parco. Es un hombre de pocas y contundentes palabras. Cada rato repite que en su vida no cabe el arrepentimiento. “De lo que comí gocé y de lo que dejé no sé”.

Estamos en casa de su hermana, Carmen. Nos sentamos en una sala pequeña. Cuatro mecedoras y una grabadora vieja -Pedro dice que no sirve-. Habla de la muerte. Habla de su vida. Que nunca estudió porque no quería ni podía. Que descubrió su homosexualidad de niño y a doña Neftalina le cayó la gota fría, pero terminó aceptándolo.

-¿Y por qué no vamos a su casa? Allá podemos tomar las fotos y salen mejor -digo-.

-Es que mi mamá se pone nerviosa, pero bueno, vamos.

Llegamos. Fue cosa de tres minutos a pie. Pedro saca tres sillas plásticas y nos sentamos en la terraza. Mientras él habla de su magia, doña Neftalina, que está en un cuarto -asumo, porque Pedro no me deja entrar-, lo llama. Primero, despacio, insiste y termina gritando: “¿Quién es la señorita? ¡Que quién es la señorita!”.

‘El Niño’ se hace el sordo. La mamá no se rinde. De pronto sale con un bastón rústico de madera y una bata blanca gastada. La señora es negra y gorda. Cada paso parece un esfuerzo descomunal para ella y sus noventa años.

-Buenas -saluda ella. El fotógrafo y yo respondemos. Pedro apenas la mira.

-Mira, niño, ¿y ya tú le pediste permiso a tu hermano Jorge? ¿Lo llamaste? ¿Esto pa’ qué es? Usted tiene que pedir permiso.

Le explico: soy periodista, quiero resaltar la historia de vida de Pedro. Hablé con Jorge por teléfono antier. Ella parece calmarse.

-Es que ‘el Niño’ está enfermo y tengo que cuidarlo.

-Mamá, ya, no diga más ná. Yo ya no estoy enfermo.

-Sí estás. Figúrese que él se me perdió un año, me tocó poné a alguien que me lo buscara, y lo encontraron en un hospital. Le dio una isquemia y estaba flaquito, flaquito. Tengo que cuidarlo.

***

Pedro vuelve a mirarme y le pregunto qué es el lumbalú.

“Lumbalú es una cosa lastimosa pa’ el que sabe de doló, porque el que sabe de doló termina llorando. El que lo sabe cantá, como yo, hace que todo el mundo llore. Yo sí lo sé cantá porque tengo el conocimiento y apenas llego -a los velorios- todo el mundo arranca a llorá”.

El dolor sale del alma de los palenqueros en forma de canto. Y todos los días, cuando hay muerto, se canta lumbalú hasta tres veces.

John, el etnólogo, me lo explica en términos más distantes del dolor. “Lumbalú es el canto fúnebre del negro palenquero. Muchos creen que el lumbalú empieza con la muerte, pero en realidad comienza antes, cuando la persona está agonizando”.

Amigos y familiares del moribundo llegan a acompañar. Suena la música que le gustaba, puede ser del Sexteto Tabalá o de Diomedes Díaz. Pero ojo: solo se le hace lumbalú a quien haya pedido que lo despidieran con música y a los músicos.

Los dos coinciden en que aquí no hay pantomima. Nadie tiene por qué arrastrarse a llorar…

¿Usted vende sus lágrimas? ¿Le pagan por llorar en los velorios?

-Nunca en la vida –contesta tajante.

Cuando le preguntan cuánto vale una hora de sollozos y lamentos, él lo toma como un insulto. No pide un peso por sus lágrimas y sólo las derrama cuando le nace, porque el muerto era su conocido, porque de verdad le duele. “No tengo hijo, porque todo el mundo no nace con la intención de tener hijo…pero cuando lloro siento como si se me hubiera muerto un hijo”.

La pregunta que sigue: ¿entonces de qué carajos vive?

“Es muy dado a los negocios, lo que no te sirve a él le sirve y te lo vende. Dice que es un gay organizado. Aquí vivió en todos los barrios porque él no tenía casa, entonces cuando llegaba a un velorio se quedaba en esa casa hasta dos y tres meses, moría otra persona y se mudaba para allá, también alquilaba casas y así pasó años en Palenque”, explica John Jairo.

Guillermo Valencia cuenta que ‘el Niño’ lleva el comercio en las venas. Su papá, que murió hace cuarenta años, tenía un local en el Mercado de Bazurto, y ‘el Niño’ vende desde comida en fiestas patronales, puercos, gallinas, radios y televisores hasta artesanías y magia.

Un momento… ¿magia? Ajá.

‘El Niño’ se levanta, me dice que lo espere un momentico. Entra a la sala, escarba en un armario viejo y escueto, y saca un bolso negro percudido. Regresa. Se sienta. Saca tres cuadernos viejos y amarillentos, remendados con cinta pegante. Parecen tener cien años.

“Con estas oraciones –en el primer cuaderno hay 56- yo hago buena plata en San Marcos –Sucre-. No las escribí yo, las escribió un amigo mío”.

-¿Y cómo las reza, si usted no lee?

“Pongo a los clientes a leerlas. Yo le traigo el amor a las mujeres o traigo a los hombres que se van”.

Y sí, parece imposible, pero ‘el Niño’ tiene un poder más. Descifra sueños… Y pesadillas.

Comentarios

©Fundación Gabo 2024 - Todos los derechos reservados.