Es miércoles de fiesta y en Cartagena de Indias el jazz no solo se escucha; se baila.
La guitarra, imparable. El bajo, preciso. La batería, constante. Las trompetas y el saxofón, que provienen desde una vieja laptop, suenan frenéticas, electrónicas. Notas y acordes que aparecen con una puntualidad única, como si no quisieran perderse el concierto que acaba de empezar en un ambiente del hotel Media Luna, ubicado en el barrio de Getsemaní. Bienvenidos a la zona más bohemia de esta ciudad.
— ¡Con ustedes, el nuevo jazz colombiano! —grita Humberto Barrios alzando las manos desde su batería. Él lidera la banda Open Mind Groove, encargada hoy de la música.
Cerca de 200 personas, en su mayoría extranjeros, se han congregado en el último piso de este hotel. En una pista de baile de discretas dimensiones, los asistentes se han juntado en parejas. Mano en la cintura, pie derecho adelante. Con pasos muy similares al merengue, cada quien improvisa como puede para disfrutar del jazz de manera diferente: en una danza tan caliente como el calor de la noche cartagenera.
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El sonido de las tubas, saxofones y bombardinos llamó notablemente la atención de quienes vivían en Cartagena de Indias a principios del siglo XX. Músicos provenientes de Cuba y Panamá arribaron a la costa colombiana para interpretar un nuevo ritmo en el que mandaban los instrumentos de viento.
Los artistas pioneros viajaron en orquestas de formato big band e incluyeron en su repertorio otros géneros musicales de los Estados Unidos como el fox trot, el swing y el charleston. Pese a la diversidad musical que ofrecían, los residentes locales los bautizaron simplemente como ‘los muchachos del jazz’
Para la década de 1940, el jazz era un ritmo colombiano más, pero pronto tuvo que enfrentarse al vendaval de ritmos locales, como el vallenato o el porro, que evolucionaron y se convirtieron en parte importante de la identidad cultural de la región del río Magdalena. El uso de instrumentos de origen africano brindó a la música local un mayor arraigo entre la población. Con el paso de los años, el jazz quedó relegado.
Hoy, el género musical por excelencia del otro río, el Misisipi, vive un resurgimiento en la Colombia del siglo XXI. Y muchas agrupaciones de Cartagena de Indias han decidido darle una segunda oportunidad.
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Open Mind Groove es una de estas bandas. Desde su creación en el año 2010, todos los miércoles se presenta religiosamente en el hotel Media Luna. Cada uno de los cinco músicos que componen el grupo tiene diferentes raíces musicales: unos están influenciados por el jazz más tradicional y otros por la música afrocolombiana.
«Creo que eso hace que nuestro sonido sea único, como de fusión», explica Barrios, quien confiesa que busca vestir a su propuesta musical con la misma informalidad de su atuendo para el show: un bivirí multicolor, una bermuda y unas sandalias
Ellos llegan al hotel una hora antes del concierto, programado siempre a las 11 de la noche. Deben hacer una prueba de sonido para verificar que todo salga perfecto. Hoy la entrada costará cinco dólares y tienen pensado tocar unas diez canciones.
— ¡No queremos sonar como una banda de los años noventa! —exclama Christian Salazar, bajista de Open Mind Groove, mientras afina su instrumento—. Casi todos han optado por tocar el jazz en su forma original y no han explorado aún las bondades de la improvisación y la fusión.
Esta tarde tenían un ensayo, pero la electricidad les jugó una mala pasada y debido al corte de luz tuvieron que postergarlo. Pese a ello, los nervios no han sido invitados al concierto.
Eso sí, ningún integrante de la agrupación deja pasar la oportunidad para mencionar a Miles Davis y Thelonius Monk como sus máximos ídolos musicales.
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Patricia Medina dirige la única escuela particular de música en Cartagena de Indias. En una pequeña casa de un solo piso, ubicada en el barrio de El Cabrero, ella da lecciones diarias a los niños cartageneros desde hace más de veinte años. Su objetivo: que se perfeccionen en el jazz.
En una de sus paredes, resalta un recorte periodístico a página completa. Es una entrevista a Melissa Pinto, quizás su alumna más exitosa, quien el año pasado lanzó su primera producción discográfica titulada “Oí Na’ Ma”. Diversos críticos musicales catalogaron al disco –donde se fusiona el jazz tradicional con sonidos caribeños– como uno de los cinco mejores de la escena colombiana en el 2014.
—Ella es la prueba de que existe el jazz colombiano —se apresura a decir Patricia—. Nuestra propia versión del jazz no se distingue por el uso de instrumentos locales, como la caja o el acordeón, sino por el ritmo. Es un ritmo bailable.
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Desde hace cuatro años, el jazz no hace bailar a nadie en Santa Cruz de Mompox.
En esta localidad de herencia colonial, ubicada al margen del río Magdalena y a 350 kilómetros de Cartagena de Indias, el pomposo festival que organiza el gobierno local desde el 2011 se ha convertido en uno de los más requeridos por los amantes del género en Colombia. Sin embargo, para la mayoría de momposinos, el evento solo es sinónimo de hoteles llenos y calles abarrotadas de turistas.
—El jazz no nos representa. Aquí se goza más el porro y el pasillo —dice don Víctor Rafael Pérez, un músico local que lleva más de 50 años dedicado a tocar su fiel y viejo trombón.
Pérez es también el profesor de música de la Casa de la Cultura de Mompox. En la última edición del festival, decidió preparar a cuatro jóvenes momposinas para formar un cuarteto de jazz y tentar así una participación activa en el evento. Según dijo, las intérpretes ensayaron durante meses para ser finalmente relegadas a un concierto a puertas cerradas.
—Eligen a dedo quién se sube al escenario principal y quién no. Es un festival hecho para todos, menos para los momposinos— concluye el septuagenario músico.
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Cada octubre, el Festival de Jazz de Mompox reúne a innumerables figuras internacionales del jazz y de la música popular colombiana. Artistas como el saxofonista Justo Almario, uno de los músicos más solicitados en la escena jazzística de los Estados Unidos; el cuarteto de la Big Band de la Universidad de Tennessee; y bandas más contemporáneas como Monsieur Periné, entre otras.
No hay hotel vacío durante los dos días que dura el evento. «Vienen de todas partes del país, pero sobre todo de Cartagena de Indias», explica el administrador del hotel Casa de España, uno de los más grandes de la localidad. La demanda por el alojamiento sube a tal punto, que muchos negocios locales no se dan abasto para ofrecer sus productos a tanto visitante. Es un potencial turístico para Mompox.
—Sí, es beneficioso para las arcas de la ciudad, pero no sé qué tanto para nuestra identidad cultural— afirma don Agustín Martínez, un respetado músico local. Él es hijo del ‘Chanto’ Martínez, el pionero del uso de los instrumentos de viento en el sonido momposino.
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En una de las principales calles de Mompox, un colorido mural que celebra el festival de jazz local resalta entre los demás muros. Unos adolescentes conversan cerca de esa pared, sin prestarle mucha atención. Ante la inevitable pregunta, uno de ellos responde:
—El mural está y no está. ¿Es sobre jazz, cierto? Eso es solo para los cartageneros. No, yo prefiero la música colombiana de verdad —sentencia el joven momposino, al mismo tiempo que se retira del lugar caminando, cansino, sin ritmo alguno.