Veinte años atrás, era yo un joven reportero que vivía en Tegucigalpa, la capital hondureña, y reparé en un hombre ya viejo -un personaje muy notorio, vestido íntegramente de negro, con un anticuado traje que hacía juego con su sombrero de ala curva, también negro- que vagaba por las estrechas calles de la ciudad, todos los días a la misma hora. Iba siempre solo, y trasuntaba una inmensa tristeza.
Pregunté quién era el viejo y me dijeron que ya formaba parte del mobiliario urbano: lo llamaban El Cuervo, un antiguo verdugo a sueldo de un dictador particularmente infame de los años treinta. Muchos años antes, El Cuervo, arrepentido de su sangriento pasado, había adoptado las ropas negras del luto y se había consagrado a una vida de pública penitencia. Cuánto tiempo había llevado puesta su vergüenza, ya nadie lo recordaba.
Cuando escuché esta historia, me dije: “¡Esto parece salido de Gabriel García Márquez!” Fue para mí una especie de epifanía. Pude contemplar la narrativa de GGM en un plano completamente distinto. Comprendí que la historia no era una cosa muerta, que se mantenía viva en el imaginario de las personas y que podía seguir obrando sobre este mundo que habitamos de un modo misterioso pero muy elocuente, mucho después de haber sucedido. Quizá la verdad objetiva acerca de la historia del viejo no era tan sustancial como la pintaba la tradición local. Pero aquel hombre venía a encarnar los sentimientos irreconciliables de una nación respecto de su pasado. Esta sencilla idea me ha acompañado desde entonces. Lo que habita la mente de las personas es por lo general más revelador que lo que las apariencias dejan ver.
Creo que no habría llegado a comprender esto si no hubiera leído Cien años de soledad. Pocos autores contemporáneos han acrecido tanto nuestras percepciones, han mejorado nuestra aptitud para ver las múltiples realidades del mundo que nos rodea del modo en que lo ha hecho Gabriel García Márquez.
Soy un periodista, y el hecho de que Gabo haya comenzado su tarea de escritor como periodista significa mucho para mí. El periodismo le brindó un empleo seguro mientras trabajaba en su narrativa. Durante buena parte de los años cincuenta y sesenta, obtuvo a través del periodismo el sustento para su familia, y nunca abandonó por completo el oficio, a pesar de ser conocido en todas partes como el creador de un universo literario basado en la manipulación de la realidad objetiva. El propio Gabo ha dicho que el periodismo es la profesión más bella del mundo, que su mayor nostalgia es la de la época en que era un joven reportero. Entiendo que no se trata de simple retórica para endulzar los oídos. Gabo ha dado generosa sustancia a sus palabras en los últimos tiempos, a través de su participación en la revista Cambio, en Bogotá, y de la creación de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, con sede en Cartagena de Indias, la ciudad caribeña donde dio sus primeros pasos como reportero.
Una vez me explicó su peculiar visión de la Fundación -en un tono de paternal orgullo, pero también con un dejo de irreverencia cómplice- como el núcleo de una simpática especie de “mafia”. La Fundación alienta a los periodistas latinoamericanos -jóvenes cronistas como alguna vez él mismo fue- brindándoles un foro permanente donde aprender nuevas técnicas, reunirse e intercambiar ideas y formar equipos de trabajo fundados en un espíritu de camaradería que, ansía Gabo, será profundo y duradero.
Ha sido uno de los más grandes honores para mí el haber sido partícipe de las actividades de la Fundación en estos últimos años a través del dictado de talleres para pequeños grupos de compañeros reporteros de toda América. Basado en estas experiencias, diría que las expectativas de Gabo han sido satisfechas.
Quienes llegan a la Fundación son llevados allí desde cada rincón de Latinoamérica, desde cada realidad social. Están los periodistas novatos e inexpertos y los avezados veteranos con largos años de carrera. Están los autodidactas, los pobres, los de oscuros diarios de provincia, y los sofisticados periodistas de las grandes urbes, que han disfrutado las ventajas de una educación de alto nivel, que han viajado por el mundo y tienen buenos ingresos. Algunos de ellos ya son estrellas en los medios, nombres reconocidos en sus países. Pero en Cartagena son iguales, y se sientan uno a la par del otro, alumnos todos. Lo que los lleva allí es su deseo de aprender, de mejorar sus herramientas a la hora de comunicar sus diversas realidades y, sin duda, la esperanza común de contagiarse un poco de la magia de Gabo.
Con gran alegría -y estoy convencido de que Gabo comparte este placer- he visto cómo muchos de estos “estudiantes” permanecen en contacto tras su paso por Cartagena, y cómo, de muy diferentes modos, han comenzado a dar forma precisa a esa suerte de “mafia cordial” que Gabo tenía en mente: se alientan unos a otros, comparten ideas, información, contactos, y hasta se embarcan en proyectos conjuntos. Los une la evidencia del ejemplo de Gabo, y la certeza de que sólo es posible pensar las cosas parándose delante de ellas, mirándolas bien de cerca. De ese modo comenzó Gabo, si bien acabó por interpretar la realidad histórica según su particular genio. Pero nunca perdió el respeto ni el espíritu de camaradería por aquellos que trabajamos exclusiva y afanosamente en el plano de lo literal. Su estímulo, su respaldo material y su ejemplo moral constituyen una ofrenda invalorable.
5 de noviembre, 2003
Traducción de Pablo Taranto y Virginia Poblet.