De regreso a Mantilla había que pedalear de subida. Los quince kilómetros desde La Habana le sacaban goterones de sudor mientras su estómago exprimía las calorías del arroz y los frijoles del almuerzo. Una vez más de vuelta a su barrio, en donde Leonardo Padura era conocido como Nardito, el niño que quería ser pelotero o, cuando menos, cronista de beisbol. Siempre a Mantilla. Y a su lado, pedaleando contra la puesta del sol, Lucía López Coll montada en otra bicicleta china. La novia de los tiempos de estudiante: Lucía. Con Lucía durante el decenio gris de los setenta y Lucía en las penurias del Periodo Especial de la década de 1990. Y treinta años después, todavía, Lucía. En Mantilla. Siempre en Mantilla.
En la planta alta de la casa de sus padres, en Mantilla, Leonardo Padura Fuentes construyó la vivienda que ha cohabitado con Lucía, su compañera de pedaleos, su interlocutora nocturna en las discusiones sobre las novelas de Alejo Carpentier. En esa casa recibía —y recibe— a sus amigos cubanos, mexicanos, españoles y rusos para las cenas de fin de año o reuniones de celebración por la sobrevivencia en las postrimerías de los huracanes que cada año azotaban —y azotan— la isla de Cuba.
Porque Padura le rinde culto a la amistad. Parco con los desconocidos —que ahora se acercan por decenas en busca de autógrafos, entrevistas y consejos— Leonardo Padura es un hombre de fidelidades: a Lucía y a Mantilla, siempre y todavía. Al ex detective Mario Conde, protagonista de sus siete novelas policiacas. Fiel a sus amigos, a quienes regala tiempo, dinero, libros y favores. Al equipo de beisbol Industriales de La Habana y a los cigarrillos Populares con filtro. A sus perros. A la máquina de escribir y, ahora, a la computadora: cinco horas diarias por la mañana. Y fiel a la siesta después del almuerzo y a sus tres horas de lectura por las tardes.
Leonardo Padura Fuentes (Mantilla, Cuba, 1955) se ha convertido en el escritor cubano más leído, traducido y premiado en décadas. Acaso sea también el primer líder de opinión independiente que resida en la Cuba de los hermanos Castro. Leo —como lo llama su amigo mexicano Miguel Díaz Reynoso—, o Nardito, como lo conocen en el barrio de Mantilla, pertenece a la generación cubana que vio el derrumbe de las expectativas de la revolución de Fidel Castro: cortó caña en las zafras intensivas, perteneció a talleres literarios afiliados al Partido Comunista, se enroló para servir en Angola —donde fue periodista durante la guerra de liberación— y sufrió las sanciones políticas y laborales por sus diferencias ideológicas con el régimen.
Amante de la salsa y el jazz, el joven Padura viajaba con frecuencia en autobuses abarrotados hasta la playa de Santa María del Mar en donde se tumbaba a leer a quienes serían sus mayores influencias literarias, los estadounidenses del siglo XX: Hemingway, Dos Passos, Salinger, Faulkner, los escritores del boom latinoamericano. En esa misma playa, un hombre de acento indeterminado acudía a pasear a dos hermosos galgos rusos. Se trataba del catalán Jaime López, general emérito de la KGB y uno de los poquísimos hombres que conocían las claves de la muerte de León Trotski, el revolucionario ruso asesinado en la Ciudad de México el 20 de agosto de 1940 por el agente estalinista Ramón Mercader.
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Iván había viajado hasta Santa María del Mar para acostarse en la playa a leer “El hombre que amaba a los perros”, un cuento del norteamericano Raymond Chandler. Iván era un escritor todavía joven, pero ya en el filo de la frustración literaria y vital. Su primer libro había sido acogido con entusiasmo por la crítica cubana, pero Iván sabía que no se lo debía a sus méritos creativos, sino a que sus cuentos exaltaban a los personajes comprometidos con la revolución: campesinos y obreros en la construcción de su identidad de hombres nuevos.
Sus cuentos posteriores, más escépticos de los logros del nuevo régimen, habían sido rechazados con furia por los editores de las revistas literarias de la isla. La vida de Iván se había terminado de arruinar cuando el Estado lo mandó como jefe de una emisora radial en el perdido pueblo de Baracoa —como un correctivo— en donde dejó definitivamente la pluma y se tornó en cínico y borracho.
Sobrevivía como corrector de artículos académicos sobre veterinaria. Esa mañana en Santa María del Mar lo impresionó un hombre que paseaba en la playa a dos hermosos galgos. Por un texto leído recientemente, identificó que los galgos eran unos borzois, los favoritos de los zares rusos. Hasta donde sabía, esa raza de perros era —hasta entonces— inexistente en Cuba. Picado por la curiosidad, dejó de lado su libro de Chandler y se dirigió al hombre que paseaba a los galgos: un viejo de unos setenta años con un acento muy difícil de adivinar (¿español, francés, mexicano?) que se quejaba de una dolencia.
El frustrado escritor regresó a Santa María del Mar a encontrarse con el hombre de los perros. Le contó de sus aspiraciones derrotadas de convertirse en escritor y el viejo, poco a poco, tras varios encuentros y muchas charlas, le dijo que se llamaba Jaime López, y que le contaría —con la promesa de que no debía escribirla— la extraordinaria historia de su amigo Ramón Mercader del Río.
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El frío estival estremeció a Leonardo Padura esa mañana de octubre de 1989. Escuchó el crujido de las hojas secas derramadas sobre el césped y recorrió las habitaciones cubiertas de polvo de la vieja casona de Coyoacán, un barrio residencial al sur de la Ciudad de México. Con su cámara fotográfica retrató las altas paredes de hormigón, la garita de la puerta, el túmulo en medio del jardín. Le conmovió la lejanía y la soledad en la que había muerto su antiguo habitante, León Trotski, resguardado en el fin del mundo detrás de una fortaleza inútil hasta donde la mano de Stalin había llegado a destrozarle el cráneo. Muchos años después recordaría esa casa como un monumento al miedo, la zozobra y la victoria del odio.
En la Cuba castrista —de donde provenía Padura— León Trotski había sido borrado de la historia. En las bibliotecas de La Habana, Padura sólo había conseguido tres títulos: Trotski el renegado y Trotski el traidor —editados en la Unión Soviética— además del segundo volumen de Mi vida, las memorias de Trotski, quien había dirigido, al lado de Lenin, la revolución rusa de 1917 y, en la década de 1930 se había convertido en el principal opositor al dictador Iosif Stalin.
“Trotski era tan malo, tan malo y había hecho tanto daño a la revolución mundial que yo me dije: ‘quiero saberlo todo sobre este hombre’”, me contó Leonardo Padura en una conversación en enero de 2013 en Cartagena, Colombia. “Me provocaba una cierta simpatía porque había perdido la contienda contra Stalin. Cuando fui por primera vez a México mis objetivos fundamentales eran ver las pirámides de Teotihuacan, a donde no llegué, y visitar la casa de Trotski, a la que sí llegué”.
En 1989, Leonardo Padura tenía 34 años y no era, siquiera, “un escritor cubano sato y sin pedigree” porque aun estaba por verse si, en verdad, habría de convertirse en escritor. Su viaje a la Ciudad de México se lo debía al novelista Paco Ignacio Taibo II, que lo convocó a un encuentro de autores de género negro: una invitación generosa porque Padura no había escrito ni una sola historia de detectives, más que ensayos sobre el género policial.
En la Ciudad de México, Padura se montó en un Volkswagen remendado en tres colores distintos y al que le faltaba una salpicadera de su amigo cubano-mexicano Ramón Arencibia, quien lo llevó al Museo-Casa de León Trotski, que entonces estaba semiabandonado y sucio.
Veinte días después de la visita de Padura a la casa de Trotski, el 9 de noviembre de 1989, ciudadanos alemanes derrumbaron a martillazos el Muro de Berlín, que arrastró en su caída a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), disuelta definitivamente en diciembre de 1991. La mayor utopía del siglo XX estaba muerta y enterrada debajo del desprestigio de sus líderes, en especial Stalin, dictador de la Unión Soviética (1922-1953) y uno de los mayores genocidas de la humanidad. Casi todos los regímenes prosoviéticos se colapsaron. Fidel Castro, sin embargo, se sostuvo al frente de un régimen estalinista en Cuba, en donde la figura de León Trotski se mantuvo bajo el anatema de la traición hasta que Leonardo Padura sacudió la vida literaria de la isla con El hombre que amaba a los perros (Tusquets, 2009).
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La cola era tan larga que parecía que estuvieran regalando comida. Pero esa mañana del 15 de febrero de 2011, a las puertas de la sala Nicolás Guillén de la Feria del Libro de La Habana, cientos de cubanos se disputaban el derecho a comprar uno de los 400 ejemplares que se vendieron de una novela que contaba tres historias entrelazadas: el exilio del revolucionario ruso León Trotski; la (probable) vida de su asesino, el agente estalinista Ramón Mercader, y las memorias de Iván, un frustrado escritor que padeció censura y miseria en los años de mayor escasez y autoritarismo del castrismo.
La novela, El hombre que amaba a los perros, convirtió a su autor, Leonardo Padura Fuentes, en el escritor cubano más reconocido desde la generación de Orígenes (a la que pertenecieron Virgilio Piñera, Eliseo Diego y Cintio Vitier, entre otros). Padura ha recibido los premios Roger Caillois 2011 y la Orden de las Artes y las Letras de Francia en 2013. Aun cuando la novela sobre Trotski contiene una dura crítica al régimen de Fidel Castro, el Estado cubano lo reconoció con el Premio Nacional de Literatura en 2012, el más importante para un escritor cubano, que sólo se otorga a residentes en la isla.
“A través del asesinato de Trotski y la preparación de ese crimen, además del destino anterior y posterior de los personajes que se vieron envueltos en él, se podía hacer una radiografía de la utopía socialista”, me dijo Padura en enero pasado mientras fumaba un cigarrillo marca Populares que había sacado de su cangurera, en donde además cargaba unos lentes de sol y sus dos pasaportes, el cubano y el español, éste último concedido por el Reino de España en 2011.
Padura ha explicado que el asesinato del revolucionario ruso tiene un significado metafórico: ocurrió cuando Trotski era menos importante y, a pesar de ello, Stalin se obstinó en ejecutarlo. De acuerdo con Padura, Trotski fue el último gran teórico del marxismo. Su muerte significó el asesinato de la inteligencia y el fin de la posibilidad de alcanzar la utopía en el siglo XX.
Padura: “Trotski deja una obra que me resulta indispensable para entender lo que ocurrió con el ideario socialista en la Unión Soviética. Nadie como él tuvo la percepción de hasta qué punto la política estalinista había sido culpable prácticamente directa del ascenso del fascismo”.
Trotski no sólo fue el dirigente político de la revolución rusa al lado de Lenin, ni solamente el jefe del Ejército Rojo que combatió a la contrarrevolución. Fue también el pensador que propuso la teoría de “la revolución permanente”: una propuesta de democracia obrera pluripartidista sobre la que debería asentarse un sistema socialista. Mientras Stalin defendía la tesis del “socialismo en un solo país”, Trotski sostenía que la revolución socialista debía ser mundial o estaba condenada al fracaso.
En México, El hombre que amaba a los perros se convirtió en una lectura de referencia para los distintos espectros de la izquierda, desde los grupos trotskistas hasta los ex estalinistas que ahora dirigen el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
El interés que despertó El hombre que amaba a los perros, sin embargo, trascendió a la izquierda, como lo ilustra la siguiente anécdota: el ensayista mexicano Pável Granados se tomaba un café con Carlos Slim Domit, heredero de la fortuna más grande del mundo, la amasada por Carlos Slim Helú, empresario mexicano de telecomunicaciones y uno de los grandes beneficiarios del capitalismo mundial: el mismo capitalismo que Trotski se propuso abolir.
Al término de la charla, Slim Domit mandó a un ayudante por un ejemplar de la novela de Padura. No tuvo que desembolsar un peso porque a unos cuantos metros estaba una tienda Sanborns —propiedad de los Slim— de donde obtuvo el libro. Le insistió en que no se perdiera su lectura. La de Pável Granados no es una anécdota rara. Slim Domit hizo de El hombre que amaba a los perros su regalo habitual a intelectuales y periodistas mexicanos.
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En 1976, Padura trabajaba como mecanógrafo en la oficina de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Al término de una jornada de trabajo, le pidió a uno de sus compañeros que leyera su primer cuento, que contaba la historia de un hombre quien, al despertar de un sueño, encontraba que todo a su alrededor había cambiado: los colores, las formas y las funciones de las cosas. Y se asombraba mucho.
“Fue tan amable y elegante que mintió descaradamente al decirme que mi relato le gustaba, pero debía tener cuidado con el uso excesivo de los signos de admiración”, recordó Padura años después. Ese primer lector se llamaba Abilio Estévez.
La década de 1970, conocida como “el decenio gris” —por la marcada intolerancia oficial contra disidentes, homosexuales y creyentes— había sido traumática para la vida literaria cubana por el “Caso Padilla”, el encarcelamiento y destierro del poeta Heberto Padilla, tras la publicación de un libro crítico al régimen.
Para contrarrestar el desánimo por el Caso Padilla, la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) había encargado al joven y prometedor poeta Alex Fleites que reuniera a los escritores de su generación en la Brigada Hermanos Saiz. Padura no publicaba aún, pero asistía como observador a las reuniones de la Brigada y al taller Roque Dalton.
En pago a sus estudios universitarios, los cubanos debían cumplir con dos años de trabajo en el puesto que les asignara el gobierno cubano. Hombre de suerte, Padura llegó así a revista cultural más importante, El caimán barbudo, y se convirtió en el crítico literario de la revista.
Al lado del poeta y narrador Arturo Arango preparó una antología de cuento de sus contemporáneos. Padura le pidió a Chinolope —el autor de célebres fotografías de Julio Cortázar y José Lezama Lima— que retratara a cada uno de los antologados. La antología nunca se publicó y sus originales se perdieron, pero expresó una primera tentativa de construir una identidad generacional.
Los años dorados de Padura en El caimán barbudo, sin embargo, tendrían un fin abrupto. El director de la revista nunca era un escritor, sino un comisario político designado desde la burocracia estatal. Padura entrevistó a la bailarina cubana Caridad Martínez y publicó su nota sin la debida autocensura. Martínez mencionaba a su maestro de ballet, Joaquín Vanegas, quien poco antes había tenido algún problema con la burocracia cubana.
A Padura se le sancionó con su salida de El Caimán Barbudo y se le impuso una “reeducación” por su conducta ideológicamente desviada. Su castigo era dejar la sofisticada revista literaria y someterse a los rigores del diarismo en el periódico vespertino Juventud Rebelde, órgano oficial de la Juventud Comunista.
Pero, como dice Padura, el castigo resultó un premio: “A todo mundo se le había olvidado que a mí me habían mandado a reeducarme. Posiblemente había un policía que tuviera determinados informes en la mano, pero a la mejor se le traspapelaron, o hacía demasiado calor, la guagua no pasó, se fue la luz, o sus cigarros no estaban buenos (y no transmitió el mensaje)”. El hecho es que a Padura lo integraron al equipo de reporteros especiales que disponían de viáticos y boletos de avión para viajar a provincias, reportear historias y contarlas como les diera la gana en dos planas enteras de la edición dominical.
De una revista literaria con un tiro de 10 mil ejemplares mensuales, transitó a un vespertino que imprimía 300 mil ejemplares diarios. Durante seis años, Padura se dedicó a la crónica de largo aliento. Contó la historia de la Virgen de la Caridad del Cobre, el barrio chino de La Habana, la emigración franco-haitiana a la Sierra Maestra y otros reportajes que se recopilaron en El viaje más largo.
Y escribía. Además de crónicas, se arrojó a la hechura de la primera novela, Fiebre de caballos. Desde la graduación de la universidad, en 1980, se hizo novio de Lucía López Coll, una estudiante de filología cuatro años más joven, que se graduó con una brillante tesis sobre la evolución de “lo real maravilloso” en la novelística de Alejo Carpentier. Lucía era una mujer callada, habituada a observar: “¡Lucía, con tanto escándalo que haces no nos dejas oír a los demás!”, bromeaban los amigos de Padura por la presencia discreta de la también guionista y periodista.
“Pero ya en los años 1989 y 1990 me siento harto de ese periodismo. Sentía que tenía que escribir mi literatura. Empiezo a trabajar en una revista en donde tenía más tiempo y comienzo a escribir mis novelas de Mario Conde”, recordó.
La última parada periodística de Padura fue La Gaceta de Cuba, la revista literaria de la Unión de Escritores y Artistas, entonces dirigida por su contemporáneo y amigo Norberto Codina, en donde Padura, además de jefe de redacción, era el encargado de entrevistar a los escritores que visitaban la isla, como el alemán Günter Grass o el norteamericano Norman Mailer. Pero de repente se cayó el Muro de Berlín, y un par de años después la Unión Soviética se desmoronó como la ceniza de un cigarro. Se cortó el subsidio que le daba vida artificial a la economía cubana y la isla cayó en una escasez generalizada y en un desánimo social que el régimen de Fidel Castro llamó con un eufemismo: “el Periodo Especial”.
Se acabó la carne cerdo, el papel de baño, el aceite comestible, la tinta para imprimir La Gaceta de Cuba, la gasolina para las guaguas, los textiles para los pantalones y las camisas. Los apagones podían durar hasta doce horas en algunos barrios: había que correr a pedir prestado un espacio en el refrigerador de algún amigo para evitar la descomposición de la escasa comida. Con el Periodo Especial se derrumbaron las ilusiones de la generación de Leonardo Padura. Las promesas de una revolución munificente con sus ciudadanos se revelaban como un espejismo. Los profesionistas se mudaron en taxistas, jineteras, traficantes de los productos extraídos de las fábricas del Estado.
Miles de cubanos se embarcaron en precarias balsas en busca de las costas de Florida. “Lo que me salvó de la desesperación y la locura en esos años terribles fue la posibilidad de encerrarme a escribir”, recordó en enero pasado. Entre 1990 y 1995 Padura escribió tres novelas, un ensayo sobre Carpentier de 600 páginas —inspirado en la tesis de licenciatura de Lucía López Coll— hizo el guión de una película, organizo dos libros de periodismo y coordinó una antología de cuentistas cubanos. “Eso me salvó. Los resultados de ese trabajo me ayudaron después a mantenerme como escritor”.
La Gaceta de Cuba dejó de imprimirse durante dos años, en los que sus editores sobrevivieron con trabajitos en diversas instituciones del Estado. Padura tenía derecho a un boleto diario para comer los frijoles y el arroz del comedor de la UNEAC —en donde almorzaban viejas luminarias de las letras cubanas como Antón Arrufat y José Rodríguez Feo— pero la mayoría de la veces le cedía su boleto a su amigo Arturo Arango y engullía un pan con tortilla que traía de su casa.
Si Padura trabajaba en La Habana durante el día, por las tardes montaba su bicicleta china al lado de Lucía. La pareja en ocasiones hacia un alto en la casa del agregado cultural de la embajada mexicana, Miguel Díaz Reynoso, con quien habían trabado amistad y en donde descansaban un rato, picaban algo de comer y reemprendían la marcha hasta Mantilla. De vez en cuando, conducían el viejo Plymouth del padre de Padura.
Esos años vieron nacer a Mario Conde, el detective cubano de sus novelas policiacas. Con Máscaras, la tercera novela de Conde, Padura ganó el premio Café Gijón en España y llamó la atención de la editorial Tusquets. Los años de trabajo rindieron frutos. Sus novelas de detectives gustaron en Europa y América Latina, y Padura empezó a vivir de sus regalías. Para mediados de los noventa ya estaba en condiciones de comprarse un coche de segunda mano. Pidió el permiso al Estado, y para cuando le fue concedido, ya le alcanzaba para un coche nuevo. A partir de 1996 la bicicleta china fue reemplazada por un Subaru, el mismo Subaru azul con cientos de miles de kilómetros que sigue rodando hasta Mantilla.
Y escribía. Leonardo Padura se embarcó en una gran empresa literaria: la historia ficcionalizada del poeta José María Heredia. Con La novela de mi vida Padura Fuentes adquirió las herramientas narrativas y de investigación que le permitirían escribir, una década después, la historia entrelazada de un revolucionario asesinado en México, un agente de la NKVD llamado Ramón Mercader, y un frustrado escritor cubano que una tarde se encontró en la playa de Santa María del Mar a un hombre misterioso que llevaba a pasear a dos hermosos galgos rusos.
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Leonardo Padura revisó el legajo de fotocopias que le había llegado desde la Ciudad de México. Se detuvo en unas hojas escritas a máquina en caracteres cirílicos, oscurecidas por unas gruesas salpicaduras en color negro. Cuando se comunicó con Miguel Díaz Reynoso —quien le había enviado los papeles— le preguntó por esas sombras presionadas y oscuras.
—Es la sangre de Trotski —le respondió su amigo desde la capital de México.
En 1939 el agente estalinista Ramón Mercader había llegado a México con la falsa identidad del ciudadano belga Jacques Mornard. Durante meses Mornard estudió los hábitos de la familia Trotski; convenció a los guardias, a los amigos íntimos y a los extraños de que era un hombre rico sin inquietudes políticas cuya presencia en la casona de Coyoacán obedecía a la casualidad: estaba enamorado de Sylvia Ageloff, una norteamericana fea y flaca que era una de las colaboradoras más cercanas y leales al revolucionario ruso.
Con esa llave entró con naturalidad a la casa de Trotski. Esa mañana sorbió el té que le sirvió Natalia y estuvo a solas en el estudio del Pato —como llamaban a Trotski los servicios soviéticos de inteligencia—. Su pretexto: quería incursionar en la escritura de artículos de opinión y le pedía a Trotski que le hiciera correcciones a un borrador.
Mientras el revolucionario tachonaba las líneas que Mornard había escrito en francés, Mercader sacaba el piolet de su gabardina. El ruso alcanzó a ver de reojo la mano del verdugo una fracción de segundo antes de que machacara su cráneo y, como recordó el propio asesino: “saltó como si se hubiera vuelto loco. Dio un grito como de loco. El sonido de su grito es una cosa que recordaré toda la vida”.
Los documentos manchados de sangre que habían llamado la atención de Padura eran los papeles en los que trabajaba el revolucionario ruso cuando Ramón Mercader le encajó el hacha de nieve en la cabeza, la tarde del 20 de agosto de 1940. El escritor cubano tenía en sus manos el expediente judicial del caso Trotski, un documento inédito que Díaz Reynoso había rastreado en los archivos de los despachos de abogados en México.
Mercader pasó 20 años en el penal de Lecumberri de la Ciudad de México. Tras su liberación, se radicó en la Unión Soviética con su esposa, la mexicana Roquelia Mendoza, quien lo había visitado en la cárcel. Nikita Jruschov, heredero de Stalin y líder de la Unión Soviética, lo condecoró como general honorario de la KGB y héroe de la Unión Soviética. Pero el frío de Moscú y la nostalgia del mundo latino compelieron a Mercader a pedir su traslado a Cuba, el satélite de la URSS en Mar Caribe.
Cuando a Padura le confirmaron que Mercader se había refugiado en Cuba —escondido y bajo un nombre falso como un zapato embarrado de mierda— la semilla que se había incubado en 1989 en la casona de Coyoacán por fin germinó. La historia de un judío ucraniano, teórico marxista, líder de la revolución rusa y jefe del Ejército Rojo, era también una historia cubana. Padura pudo haberse encontrado con Mercader en la cola de los helados Coppelia o, más probablemente aún, en la playa de Santa María del Mar, en donde Jaime López —nombre que usaba Mercader en La Habana— paseaba a dos hermosos galgos rusos, los únicos de la raza borzoi que habían pisado la isla.
Desde La Habana la investigación era casi imposible. Para la historiografía cubana Trotski había sido casi borrado, y su nombre se asociaba apenas al de un traidor sin mayor mérito que su colaboración con los gobiernos fascistas de Alemania y Japón, o bien con la inteligencia inglesa, cargos falsos que le imputaba el estalinismo. Padura se benefició de la red de amigos que había cultivado durante décadas: para empezar, los mexicanos Miguel Díaz Reynoso, ex agregado cultural en la embajada mexicana en Cuba, y Gerardo Arreola, corresponsal del diario mexicano La Jornada. Y los amigos de los amigos: rusos, franceses, españoles, catalanes, daneses, sudamericanos y cubanos.
Durante dos años, Padura estudió la Guerra Civil Española, los archivos de Moscú, la política mexicana de la década de 1930 y la vida de León Trotski. Viajó a España, Francia y Rusia —gracias a su carnet de la UNEAC Padura tenía el privilegio de salir de la isla, a diferencia de la mayoría de los cubanos— aunque no regresó nunca más a la Ciudad de México porque en su último viaje la altura de 2 mil 200 metros sobre el nivel del mar, en 1998, le había hecho estragos.
Tres décadas después de su muerte, el nombre de Ramón Mercader todavía despertaba temor: sus familiares se negaron a hablar con el novelista cubano. Hubo quien de plano le mintió, como el célebre músico cubano Harold Gramatges, quien negó conocer la historia de Caridad del Río —madre de Mercader y también agente de Stalin— a pesar de que había estado bajo sus órdenes como empleada de la embajada cubana en Francia en la década de los sesenta. Padura: “Si tú cuentas las palabras que aparecen en la novela, la que más se repite es miedo”.
Padura agotó las fuentes vivas en La Habana que habían conocido a Mercader. Entrevistó, por ejemplo, a Mirtha Ibarra, la viuda del cineasta Tomás Gutiérrez Alea, Titón, que le pidió prestados a Jaime López los dos galgos rusos para los primeros quince minutos de la película Los sobrevivientes. Titón habría de usar, también, el bastón que dejó el viejo Mercader a su muerte de una extraña dolencia en 1978. Y habló con el médico y el radiólogo que trataron esa enfermedad terminal que —sugiere Padura en la novela— bien pudo haber sido inoculada por los servicios secretos soviéticos.
En la Ciudad de México, Miguel Díaz Reynoso recorría las librerías de la calle de Donceles, en el Centro Histórico, en busca de los libros que le ayudaran a Padura a explicarse el cardenismo y las veleidades de la izquierda prosoviética mexicana. Gerardo Arreola le consiguió un raro libro llamado Así mataron a Trotski, en donde el coronel Leandro Sánchez Salazar, jefe de la policía secreta mexicana, contaba la investigación del magnicidio.
Y caminaron las calles del Distrito Federal para prestarle sus ojos a Leonardo Padura. No les parecía, por ejemplo, que Ramón Mercader se hubiera reunido con su madre Caridad en la cantina El Tío Pepe la víspera del asesinato. Las mujeres no eran todavía aceptadas en las cantinas, así que Arreola y Díaz Reynoso recorrieron el centro de la ciudad hasta que dieron con el vestíbulo del hotel Gillow, sobre la calle de Isabel La Católica, a donde sí hubiera sido admitida una mujer a beber una copa. Preguntaron: el lugar no había sido modificado sustancialmente desde hacía décadas, apuntaron sus características y las compartieron vía correo electrónico con el escritor.
De Trotski se podía contar lo que había sucedido en su vida, biografiado como pocos personajes del siglo XX. De Mercader, por el contrario, sólo se podía especular lo que pudo haber ocurrido. La historia carece de una explicación para la metamorfosis de Mercader en pocos años: de un combatiente raso en la Sierra de Guadarrama a un sofisticado políglota capaz de asumir diversas personalidades, imitar acentos y asesinar a sangre fría de un golpe certero. “Es demasiado perfecto para que fuera un don de transformación: ahí hubo un entrenamiento”, me dijo Padura.
“A Mercader había que investigarlo por las bandas”, agregó. En la novela, Padura retrata al agente soviético aprendiendo a matar en los cuarteles de la NKVD, tal como los testimonios de otros ex espías relataron su entrenamiento en la URSS. Y esa investigación por las bandas lo llevó a más personajes extraordinarios, como Orlov, uno de los mayores espías del siglo XX, el único que fue capaz de negociar con Stalin: su silencio a cambio de que se respetara su exilio y la integridad de su familia. O la vida de África de las Heras, amante de Mercader en su juventud, quien décadas después se casaría con el escritor uruguayo Felisberto Hernández con el fin de infiltrarse en las élites de Montevideo…
Los dos años de investigación le dejaron a Padura un reto narrativo mayúsculo: cómo contar una historia en donde el lector sabía de antemano el clímax: Mercader entra a la casa de Trotski y lo mata de un hachazo. Y el otro problema: tenía que pensar en dos lectores muy distintos: el internacional, que había tenido acceso a la vida de Trotski, y el público cubano, a quien le había sido negada la posibilidad de saber sobre el revolucionario ruso.
Hasta la séptima versión de la novela Trotski hablaba en primera persona. De repente Padura dio un golpe de timón. Reparó en que nunca podría pensar como pensaba Trotski, un judío ucraniano que adquirió la cultura rusa y el pensamiento marxista, revolucionario y hombre del siglo XX.
Padura recordó cuando novelaba la vida del poeta cubano José María Heredia. En uno de sus largos y dolorosos destierros, Heredia le escribe a su madre: “extraño tu sopa de quimbombó”. En ese momento Padura se conectó con Heredia para escribir en primera persona la parte autobiográfica de La novela de mi vida: “Me gusta mucho esa sopa, y cuando me di cuenta de que Trotski jamás la habría probado, decidí que tenía que escribir su historia en tercera persona”.
El personaje de El hombre que amaba a los perros que cubanizó la historia de Trotski fue Iván. Pero Iván iba a madurar hasta las últimas versiones. Arturo Arango me contó que en los primeros manuscritos eran dos personajes: un veterinario y un escritor fracasado. Padura habría de fundirlos en uno solo.
El reto mayor, sin embargo, era la complejidad de la Guerra Civil Española “donde confluyeron todos los puntos que van a condenar el modelo socialista”. El escritor envió la última versión de su novela a sus editores en Barcelona. Padura: “el momento conflictivo en la novela era justamente la visión de la guerra civil. En las demás cosas podía haber desacuerdos ideológicos, pero España es un problema vivo. Cuando los editores me dijeron que estaba bien, respiré.”
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Leonardo Padura lleva a cabo una acérrima crítica al régimen cubano a través de la historia de Iván, el apaleado escritor que se gana la confianza del hombre de los galgos rusos. A través de Iván el lector conoce a una generación atenazada por la censura y el hambre; perseguidos sus hombres críticos con la excusa de su homosexualidad o su fe religiosa; tornada su esperanza en la revolución por el pánico frente a la dictadura.
“En algún lugar del sistema alguien se dio cuenta de que ya era hora de reconocer a Padura”, me dijo Gerardo Arreola, un periodista que cubrió casi dos décadas la política cubana para un diario mexicano. Pero Cuba, como me aclaró Arturo Arango, nunca ha sido monolítica. A Padura le concedieron el Premio Nacional de Literatura 2012. Y la ceremonia de entrega del premio fue, sin duda, la más emotiva de la Feria del Libro de La Habana. Sin embargo, al otro día, 18 de febrero de 2013, el diario oficial Granma apenas le destinó dos párrafos escondidos debajo de una nota dedicada a otros dos autores, ellos sí “intelectuales revolucionarios”.
Cuando nos encontramos el pasado enero en Cartagena, durante el Hay Festival, Padura me habló de Cuba sin cortapisas: consideró que, por ejemplo, la reforma de 2002 que consagró el socialismo como un sistema “eterno” era “un disparate en términos marxistas: El materialismo histórico y dialéctico nos dice que todo cambia y todo fluye y que la evolución de la sociedad no se puede considerar en ningún estado eterno, que todo está en evolución y tránsito”.
Padura enfatizó entonces de su política como intelectual: decir lo mismo en La Habana, Nueva York, Berlín, Colombia o cualquier parte. Su misma crítica al régimen dentro y fuera del país. Pero reflejaba cierto entusiasmo con las políticas de Raúl Castro: “en Cuba están ocurriendo cambios muy importantes”, afirmó. Los ciudadanos dependían menos del Estado para sobrevivir, lo que les daba una autonomía no vista en las cinco décadas anteriores. “El premio a mi novela es un síntoma de apertura”. Y tiene razón. Resulta inevitable pensar que si su madurez como creador y crítico hubiera coincidido con el decenio gris, quizá habría corrido la misma suerte que Heberto Padilla: la cárcel y el destierro.
“Si escribo es no sólo por algo, sino, también, sobre todo, para algo, y siempre que voy a escribir una novela, un cuento, una crónica, me pregunto antes de empezar: ‘¿qué quiero decir con esto?”, le dijo Padura a Gerardo Arreola. Si La novela de mi vida era una reflexión sobre la amistad y la traición a la amistad, El hombre que amaba a los perros se detiene a analizar la utopía del siglo XX y su degeneración estalinista. Cuando Padura y yo conversamos en Cartagena, estaba terminando Herejes, una novela con Rembrandt y Mario Conde como protagonistas con la libertad como el tema de fondo.
Amistad, utopía y libertad. Tres fidelidades abstractas que acompañan a otras tres fidelidades concretas: Mantilla, Lucía López Coll y la escritura diaria. Y una palabra preferida: trabajar. Como le dijo su amigo Abilio Estévez cuando se enteró que le daban el Premio Nacional: “Nadie como tú para poner en evidencia que golpear cada día el yunque saca chispas en el metal más duro”.
Estévez acertó una vez más cuando escribió en 2002, a propósito de La novela de mi vida: “Padura ha ido construyendo su obra en el retiro de su natal Mantilla, todo lo ajeno que ha podido al mundanal ruido (…) El lema de su escudo de armas pudiera ser el mismo de Stephen Dedalus: ‘Silencio, destierro y astucia’”. Tal como Padura lo ha recordado una y otra vez en la dedicatoria de sus obras: “Y treinta años después, todavía, a Lucía”. Y como lo resume al final de sus libros: “En Mantilla. Siempre en Mantilla”.