Laura está convencida de que en Cartagena de Indias, la omnipresente cocina peruana encuentra uno de sus más grandes retos en cuanto a la fusión. Y no niega que combinar estos sabores tan disímiles se ha convertido hoy en una especie de obsesión personal.
Cerca de 200 personas, en su mayoría extranjeros, se han congregado en el último piso de este hotel. En una pista de baile de discretas dimensiones, los asistentes se han juntado en parejas. Mano en la cintura, pie derecho adelante. Con pasos muy similares al merengue, cada quien improvisa como puede para disfrutar del jazz de manera diferente: en una danza tan caliente como el calor de la noche cartagenera.
Lo más cercano que tiene la región del Caribe a la nieve polar que se invoca en las populares estampas navideñas son los costales de cal desinfectante con que se cubren las fachadas de Mompox, lo que no impide que el colombiano sueñe. En Cartagena, ciudad que visito antes de partir hacia el Magdalena, alcanzo a ver sobre el tapete plástico de un vendedor ambulante que ofrece a los turistas pulseritas y morrales, una bola de nieve, o ese souvenir tan característicamente gringo que en español nos hemos habituado a llamar "un snowball". Un snowball de Cartagena. La fantasía hecha souvenir.
Yosimar Villareal se levanta, toma una pinza de hierro pulida con perfecta simetría. Corta el filamento que había reducido hace unas horas en un aparato de metal que se asemeja a una máquina de hacer pasta. Duda un segundo, murmura y se queja sin hacerse notar mucho. Vuelve a medir el grosor de su hilo en una placa con diminutos orificios.
El sol calienta fuerte en Mompox. La gente quiere aretes y anillos de filigrana de Mompox. Los turistas compran queso de capa en alguna esquina y se sientan en el centro histórico que es, desde 1995, declarado por la Unesco, patrimonio Mundial de la Humanidad. Las casas blancas de ladrillo mezclado con cal y arena, de ventanas que tienen rejas de hierro devuelven a este pueblo a los tiempos de la Colonia, a sus momentos de prosperidad, si bien algunas se ven desgastadas.
Cartagena lloviendo es otra ciudad, aunque la piel siga siendo un pegote por las explicaciones de la humedad. Las calles se vuelven ríos de aguas estancadas y los aviones se retrasan o, como en el que venía yo, asustan a los pasajeros haciéndoles creer que ya van aterrizar y, en un golpe abrupto, el avión vuelve a montarse en las nubes, el piloto explica que es una maniobra sin peligro y una señora grita que ella no entiende que es un viento de cola, que no se quiere morir.
Una de las cosas que he aprendido a odiar es el ruido. En Bogotá el sonido extremo es visto como un signo de vulgaridad, un rezago de barbarie sin domesticar. Aunque en la capital el colchón sonoro de todos los días es el ruido de un tráfico sofocante, la gente suele ser silenciosa y taciturna, sin mucha propensión a levantar la voz, excepto cuando van a tocarle la puerta a un vecino para pedirle que le baje el volumen a su equipo de sonido.
Los viejos vendedores fueron expulsados del marco de la plaza central y para comienzos del nuevo milenio ya estaban reubicados en el Nuevo Mercado Municipal, en el extremo opuesto de la población, cerca de las casas que no pertenecen al centro histórico y al lado de la nueva carretera que se pavimentó para conectar Mompox con El Banco.
El premio Nobel de literatura colombiano regresará a la ciudad donde construyó la única casa que hizo en su vida, a la que en 1948 le dio la oportunidad de trabajar en lo que amaba, pero que también -como él mismo contaba- en un principio lo discriminó por su colorida manera de vestir o su origen pueblerino.
Aunque será una sorpresa que ocurrirá dentro de dos semanas, todos empiezan a murmurar sobre eso. De lo que no saben. De un supuesto submarino, hidroavión o tanque de guerra; de lo que se cocina desde hace días tras los muros que encierran los enormes patios de dos casas del barrio La Cruz, al sur de la ciudad. Lo que casi nadie ha logrado develar es que al medio día del próximo sábado 12 de diciembre gruñirán intempestivamente hasta quedarse sin aliento, una y otra vez, las cornetas de un enorme barco de vapor sobre la corriente expedita y espesa del Río Magdalena, el más largo e importante de Colombia.
Los habitantes aguardan con anhelo el cambio que quizás restaure la gloria que el pueblo perdió antaño cuando una noche el Magdalena optó por un nuevo cauce. Los turistas, en cambio, observamos con apática tristeza el posible fin del aislamiento. Tememos que el pueblo pierda su esencia.
Durante más de treinta años, Leonardo Fabio Jaramillo probó todas las técnicas de pesca. Atarraya, trasmallo, palangre, caña, línea de mano, y tacos de dinamita, los mismos que hace más de una década volaron en pedazos las dos manos de su suegro. De niño, pescaba en las orillas del Río Magdalena con su padre, un hombre que conoció el país viajando de pueblo en pueblo arreglando piscinas. «Mijito, mijito», le decía al llegar en puntas de pies hasta su cama en las madrugadas de su infancia, «¿nos vamos a una pescadita?».
Jaime llegó a Cartagena en 1950, cuando toda la família García Márquez se trasladó desde la ciudad de Sucre, a 400 kilómetros de allí, en el interior de Colombia. Gabo ya había vivido en Cartagena, en 1948, pero entonces estaba en Barranquilla y luego se juntó a sus parientes en una casa donde, a pesar de los dos pisos, los hermanos necesitaban amontonarse en habitaciones compartidas. "Fue la casa más viva de las varias de Cartagena" donde vivieron, escribió García Márquez en su libro de memorias "Vivir para contarla".