Santa Cruz de Mompox se mantiene hoy como el fantasma del gran puerto sobre el río Magdalena que alguna vez fue. Durante la Colonia, Mompox fue un próspero punto de llegada de metales preciosos y productos artesanales que bajaban por el río en su paso hacia Cartagena, lo que le permitió crear una importante comunidad de artesanos y joyeros, así como mantener un acaudalado patriciado local que fácilmente competía en poder y riqueza con la aristocracia cartagenera.
El pueblo ribereño incluso quedó para siempre como pionero en la historia republicana de Colombia, pues fue la primera villa en declarar la independencia absoluta de España, el 6 de agosto de 1810, mientras las otras provincias todavía discutían la conveniencia de mantenerse como parte del imperio ibérico.
Pero todo esto fue antes de que el caprichoso río Magdalena decidiera cambiar a mediados del siglo XIX el curso de su torrente y el brazo que llegaba hasta el puerto momposino fuera perdiendo afluencia hasta convertirse en un raquítico riachuelo que ya no permitía la navegación de gran calado. A partir de entonces Mompox se quedó sin su gran comercio del Magdalena, mirando la puesta de un sol que ya nunca más volvería a tener la fuerza del mediodía.
Es fácil percibir esta situación cuando uno llega a Mompox por el río. Ya no hay viajes directos desde el próspero puerto de Magangué y para llegar en lancha hay que alquilarla directamente o hacer un rodeo parando en otras poblaciones.
Cuando la embarcación finalmente atraca frente a un ancho edificio republicano recientemente remodelado de amplias galerías, el visitante es recibido con un aviso que dice “Mercado de Mompox”. Pero el mercado no se ve por ninguna parte. Algunas pocas tiendas siguen abiertas entre sus arcadas con muestras de la conocida joyería de filigrana del pueblo y otras artesanías típicas de la región para los turistas que siguen visitando el lugar, pero más allá de eso hay muy poco.
Se ve un poco más de actividad en los bares y restaurantes que rodean la plaza de la Inmaculada Concepción, ubicada justo después del edificio del antiguo mercado, y que es la plaza principal del pueblo.
Algunos vecinos me cuentan que durante muchos años esta plaza y este mercado estuvieron realmente activos, pues en sus galerías se vendían los productos traídos de otros municipios aledaños y en la plaza aparcaban buses y colectivos de transporte intermunicipal.
Veo algunas viejas fotografías de esa época en la casa de Miguel Taguada, uno de los últimos vástagos de las ricas familias de Mompox que vive en una de las casas ubicadas muy cerca del marco de la plaza. En ellas se puede ver una plaza de piso de tierra pelada pululante de gente y garitas de venta junto al imponente edificio del mercado, inaugurado en 1910 para festejar el primer centenario de la independencia. En otras se ven las canoas que llegaban hasta sus orillas trayendo pescado, arroz o piezas de cerámica desde Chicagua, La Bodega o Magangué.
“La plaza era el punto central de movimiento”, me dice Miguel mientras estamos sentados en su casa al anochecer y los mosquitos nos acechan. Sin embargo, las gentes que se aglomeraban en la plaza también eran una fuente de descontento para las casas vecinas. “Eran malhablados, eran fastidiosos”, continúa Miguel, “los choferes incluso se lavaban las manos con el agua bendita de la iglesia después de comer y eso para nosotros los cristianos es sacrilegio”.
¿Dónde se venden estos productos ahora entonces?, pregunto a Miguel, y este no puede llegar a una respuesta. “La verdad, ahora no sé dónde los están vendiendo” me dice.
El viejo edificio del mercado tuvo una primera remodelación en 1947, pero varios vecinos se quejaron porque consideraban que habían cambiado el diseño original del edificio. Después de esto, el edificio se fue convirtiendo poco a poco en el lugar de cantinas y antros de mala muerte donde aparcaban algunos de los compradores y vendedores que hacían sus intercambios en los puestos de madera que proliferaron a la orilla del río. El edificio del mercado quedó a la buena de dios, secándose poco a poco como el río a cuyas orillas se erige, y ganó una nauseabunda reputación en la ciudad por terminar convertido en el baño improvisado de muchos lugareños.
Esto empezó a cambiar en 1995, cuando la Unesco declaró el centro histórico de Mompox patrimonio de la humanidad y la alcaldía del municipio se propuso tomar las medidas necesarias para hacerse merecedora de este reconocimiento. A pesar de que se destinaron varias partidas presupuestales para emprender la renovación del lugar, fue poco lo que se hizo por más de una década.
La única medida tangible que se cumplió a cabalidad fue la sentencia, expedida en Cartagena en 1997, en la que se declaraba que los numerosos vendedores y transportadores que se agolpaban en la plaza estaban invadiendo el espacio público y debían ser reubicados. “Nos echaron como ganado. Con 300 soldados”, me cuenta Carlos Flórez, un vendedor de ropa que todavía mantiene su negocio, aunque ahora al otro lado de la ciudad.
Los viejos vendedores fueron expulsados del marco de la plaza central y para comienzos del nuevo milenio ya estaban reubicados en el Nuevo Mercado Municipal, en el extremo opuesto de la población, cerca de las casas que no pertenecen al centro histórico y al lado de la nueva carretera que se pavimentó para conectar Mompox con El Banco.
Cuando uno camina desde el viejo mercado de Mompox hasta el nuevo es fácil ver la división tajante de esta ciudad. Las primeras dos cuadras junto al río pertenecen al centro histórico, con sus viejas casas de un planta y altos techos que se reproducen en las postales turísticas.
En un punto, la Calle del Medio divide la ciudad en dos mitades desiguales: del lado de acá están los puntos de venta de joyería para turistas y las casas patrimoniales, y del lado allá, después de la que se llama la Calle de Atrás, está el nuevo Mompox, más parecido a cualquier otro poblado de la costa caribe, con sus puestos de fritanga, sus niños corriendo descalzos y algunas calles destapadas.
Después de caminar por unos diez minutos se llega a la carretera y después de ella está el Nuevo Mercado Municipal. Pero este lugar también se ve sin vida. En él solamente hay algunos puestos de ropa y de discos piratas, y una sección de carnes y pescados que se destaca por sus pobres condiciones de salubridad.
“Antes a todos les habían dado un espacio en la plaza, pero las ventas de verduras y de vituallas se fueron porque aquí no vendían nada”, me dice Nelson Ardila, uno de los vendedores de variedades del lugar. Nelson me dice que vende su mercancía principalmente a habitantes de los corregimientos cercanos a Mompox más que a los propios momposinos. Le pregunto si suele ir al centro histórico. “A veces, a coger el fresco al lado de río”, me dice.
A pesar de las promesas del gobierno de Mompox de hacer el nuevo mercado municipal un lugar vivo y con gran actividad, después de trasladar los vendedores de la orilla del río al nuevo edificio no han vuelto a aparecer las autoridades locales. “Solo vienen en época de elecciones” dice Sandry Guadarra Villanueva, vendedora de zapatos. “Allá [al lado del río] era mejor, aquí nos tienen abandonados”.
Entonces, ¿dónde compra usted su comida?, le pregunto. “Aquí frente a la carretera hay un paisa que tiene un abasto. A él le compro las cosas”.
Salgo de la nueva plaza a recorrer sus alrededores y me encuentro con numerosas tiendas y tabernas que prosperan al lado de la vía, en barrios como San Carlos, San José y San Ignacio. El fuerte olor de las alcantarillas taponadas y del cercano basurero de La Monta se siente varias cuadras a la redonda. La estación de buses de la empresa Coopetrán, al lado de la nueva plaza, está rodeada de cantinas a todo volumen y borrachos que parecen haber terminado su jornada laboral antes de que empezara.
Paradójicamente, mientras la nueva plaza luce vacía y sin vida, los locales a su alrededor no dan abasto de gente y ruido. Pareciera que el movimiento comercial del pueblo ha tomado su curso natural, sin que ninguna medida gubernamental pueda encauzar el torrente de sus vendedores y compradores.
Ahora incluso muchos están volviendo a vender esporádicamente sus productos, especialmente pescados, en las plazas de San Francisco y Santa Bárbara, ubicadas junto al río. Estos nuevos puestos de venta son todavía momentáneos y pasajeros, pero es posible predecir que en el futuro cercano se conviertan nuevamente en puestos permanentes de comercio que tal vez otra vez deberán ser removidos por las autoridades, empeñadas en mantener “limpio” el centro histórico.
Vuelvo al centro histórico de Mompox y ya es de noche. En la plaza de la Inmaculada Concepción, junto al viejo mercado, se ven varios niños jugando con pequeños carros impulsados con el movimiento de sus piernas al direccionarlos. En los bares y restaurantes circundantes se ven personas tomando y conversando que en su mayoría parecen turistas.
Pero las calles alrededor siguen muertas. Aparte de los ocasionales motociclistas que las transitan no se ven personas sentadas en las puertas ni parece haber mucha actividad detrás de sus grandes ventanas cerradas. Imagino a Miguel Taguada en una de esas casas grandes y silenciosas y recuerdo lo que me dijo cuando acabó nuestra conversación: “Llegaste tarde. El mayor interés que despertó el edificio del mercado fue cuando estaba en ruinas. Eso le sacaban fotos y fotos”.
Ahora el mercado y el viejo Mompox están remodelados y listos para mostrarse a los turistas, pero no parece haber mucha energía detrás de sus paredes empañetadas. Sin embargo, hasta estas calles por donde deambulan los espantos de la Mompox colonial sigue llegando el ruido de la parranda al otro lado de la población, así como algunos paseantes que han vuelto a apropiarse de los espacios para inyectarles el movimiento que no se puede simular a punta de reconstrucciones arquitectónicas.
Igual que a la corriente del voluntarioso río Magdalena, es posible que nadie pueda controlar este flujo de vida y de gente.