Llevo más de quince años viviendo en Bogotá y creo que no he podido evitar contagiarme de las maneras de esa ciudad. A pesar de que no soy bogotano de nacimiento, la larga convivencia con las estrictas formas sociales de los Andes me ha convertido en un verdadero “cachaco”, con los mismos prejuicios y los mismos resfriados continuos de estos.
Una de las cosas que he aprendido a odiar es el ruido. En Bogotá el sonido extremo es visto como un signo de vulgaridad, un rezago de barbarie sin domesticar. Aunque en la capital el colchón sonoro de todos los días es el ruido de un tráfico sofocante, la gente suele ser silenciosa y taciturna, sin mucha propensión a levantar la voz, excepto cuando van a tocarle la puerta a un vecino para pedirle que le baje el volumen a su equipo de sonido.
Es común que cuando uno busque un apartamento en Bogotá una de las preguntas que surja al visitar las opciones sea: “¿En este edificio hay costeños?”, una clave que sirve para dar a entender que no se está dispuesto a aceptar como vecinos a gente del Caribe que habla a los gritos y pone música a todo volumen hasta la madrugada. Yo mismo hice la pregunta cuando me mudé al lugar donde ahora vivo. La agente de la inmobiliaria pareció entenderme y llegó con rodeos a la respuesta final: “Aquí es muy silencioso. Usted sabe que a veces hay costeños, pobrecitos, que molestan un poco. Pero aquí no”.
Por esta tradición amante del silencio que he aprendido de los descendientes de los indescifrables muiscas cada visita que hago a la ruidosa costa caribe es un verdadero tour de son que debo asumir con paciencia y autocontrol para no sucumbir ante la desesperación sonora. Los costeños son conocidos por hablar fuerte y subirle el volumen de sus radios a un nivel como para compartir su música con las estrellas. Y ambas cosas para mí con insoportables.
El día de mi llegada pasé una tarde espléndida en el Hotel El Prado de Barranquilla, caminando por sus espaciosos, solitarios y sorpresivamente silenciosos corredores mientras soñaba con quedarme a escribir allí por varios años para que fuera mi versión del Hotel Ambos Mundos, de Cuba, donde Ernest Hemingway escribió algunas de sus mejores novelas.
Sin embargo, pronto fui despertado de mi sueño, literalmente. A las 11 de la noche me asaltó repentinamente un bajo de parlante que hacía vibrar las paredes de mi habitación y de alguna manera complicaba la digestión en mis entrañas. Las risas y gritos que escuché después me confirmaron que había caído en mi temida trampa: había alquilado en un edificio lleno de costeños, y además en fiesta.
Llamé indignado a la recepción y al otro lado de la línea escuché la cálida voz de una mujer que me invitaba a tranquilizarme porque, después de todo, el matrimonio que se realizaba en el salón de eventos del hotel “solo iba a estar hasta las 3 de la mañana”. Exigí el cambio inmediato de habitación y me fui refunfuñado cómo carajo había hecho Hemingway para escribir rodeado de costeños.
En los días siguientes las cosas no mejoraron. Para colmo, había llegado unos días antes de un partido de la Selección Colombia de fútbol. A mi hotel habían llegado varios medios a cubrir el mini carnaval que se arma en la ciudad con cada partido y mi café de cada mañana se vio interrumpido sin remedio por el retumbar de las papayeras que se instalaron en la piscina, el ajetreo de las cumbiamberas que desfilaban por el lobby y el escándalo de los fanáticos que gritaban: “¡hoy le ganamos tres cero, tres cero, a Argentina!”, como si tuvieran la seguridad de que su estridencia influiría de alguna manera en los designios del dios de los balones. Para completar mi apocalipsis sonoro no faltaban las personas enfundadas en el uniforme nacional que soplaban incansablemente sus vuvuzelas para sacarle su mugido animal y llamar quién sabe a qué espíritu de la montaña a que viniera en auxilio de su equipo.
¿Qué era lo que tanto disfrutaba esta caterva al alterar la belleza del silencio con sus pitos? ¿Era acaso un acto de sadismo, una broma consciente contra los otros? ¿O simplemente se trataba de algún tipo de fascinación su niño interior experimentando con el sonido como si hubiera encontrado un juguete prodigioso?
Lo que más me escandalizaba de toda la situación no era el ruido, sino la naturalidad con que todos asumían el terremoto sonoro. Por un momento estuve seguro de que alguien del hotel iba a aproximarse a pedirme disculpas por la bulla y a asegurarme que no se trataba más que de una infortunada coyuntura debida al deporte. Pero no, eso nunca pasó. Por el contrario, todos parecían complacidos, incluso orgullosos, de que el edificio se remozara con la buena salud que le daba el azote de los decibeles.
Unos días después comentaba toda la situación con una amiga puertorriqueña y ella me decía muerta de la risa que no entendía que yo no entendiera. “Cuando en el Caribe estamos contentos y ponemos música queremos compartirla con los demás”.
Mi respuesta fue que se imaginara qué pasaría si usáramos ese argumento sonoro al momento de hablar de olores: “¿Solo porque me gusta un olor, por horrible que sea, debería compartirlo con todos simplemente porque estoy contento?”. La discusión con ella tuvo que terminar porque no pudo parar de reír.
Por supuesto entiendo que la música que a uno le gusta se escuche a un buen volumen. Yo mismo acompaño mi transporte al trabajo cada día con una selección de mis canciones favoritas. Pero lo hago con audífonos y si por algún motivo los auriculares se desconectan y el teléfono queda sonando para todos en el bus siento como si les hubiera echado un baldado de pintura en la cara. Nunca se me ha ocurrido que les haría un favor a los demás si les pongo a escuchar mi canción más querida para callar sus desafortunados pensamientos.
Pero justamente así es que parece gustarle la música a los costeños, que son conocidos por bailarse hasta el sonido de una gota de lluvia. A más de uno vi en mi estadía cantando a todo volumen por las calles alguna vieja canción que entonaban para acompañar su paso por las calles (no importa a qué hora) y que, supongo, debía ser la delicia de los ciudadanos acostados en sus camas que estaban esperando ese arrullo venido de la ventana para suavizar su sueño.
Creo que ese exceso de volumen de la música es echarle demasiada sal a la comida: al final ya nada es suficiente. Cuando fui a La Troja, un tradicional establecimiento de salsa barranquillero, me di cuenta de que la música estaba tan alta que el sonido simplemente se distorsionaba y que lo que se sentía con más claridad no era el sentimiento en la voz de Héctor Lavoe sino el rechinar de los agudos en la rejilla metálica del amplificador Behringer. Y a juzgar por la cara de los bailarines, eso estaba espléndido.
Cuando varios de estos establecimientos coinciden en una calle o cuando más de dos generosos melómanos están cerca en una playa del Caribe con su música a todo volumen lo que se crea es una mezcla ininteligible de reguetón, salsa y vallenato sonando al mismo tiempo que parece haberse convertido en la banda sonora de la costa: la definición exacta de la música “fusión”.
A pesar de todo decidí no sucumbir a la turbamulta de sonidos que me mareaba y alterara la coherencia de mis pensamientos y me dirigí a Cartagena a un encuentro de periodistas. Allí no encontré nada distinto. Mientras iba en el taxi hacia el hotel, este recibió un fuerte cornetazo del vehículo que venía detrás pidiéndole vía, algo a lo que está acostumbrado cualquiera que viva en una gran ciudad. Lo que quebró realmente mi calma fue la estruendosa voz de mi conductor cuando le gritó a su colega que nos sobrepasaba: “¡Pita, pita más duro a ver si mi carro vuela!”.
Y es que así se habla en las calles del Corralito de Piedas: a los gritos. En el restaurante en el comí mi primer almuerzo fui sorprendido por un inesperado alarido que salió de la mesa junto a la mía. “Un incendio o alguien que advierte sobre una tragedia inminente”, pensé. Pero no, pocos segundos después me di cuenta de que no se trataba más que de una conversación entre amigos que se sostenía sin ningún problema a veinte metros de distancia sin que ninguno de los dos interlocutores pensara que era mejor acercarse un poco. Miré con la cara más molesta que pude al estentóreo vecino, pero nada pasó, la indirecta no llegó a ninguna parte. Mandar a callar a alguien porque está vociferando debe ser un hecho tan esporádico en la ciudad como el avistamiento de un ovni.
Fue también en Cartagena que me tocó vivir el partido que amenazaba con tumbar los muros que no pudo derribar Vernon si el equipo nacional llegaba a ganar. Finalmente, toda la expectativa de los días previos desembocó en dos horas de juego acompañadas con el usual murmullo que se crea en las calles cada vez que juega la Selección.
Esta misma ola sonora contenida se percibe en casi todas las ciudades de Colombia cada vez que hay un partido importante y se suele quebrar de dos maneras: o llega hasta un punto en el que las gargantas, preparadas para gritar, se contienen y solo alcanzan a expeler una lastimoso “uuuyyyyyy” si el jugador colombiano ha fallado el gol; o la creciente marea se revienta en gritos de júbilo con la celebración de la anotación y es acompañada por la pedorra clave morse de las vuvuzelas y el retumbar de la palabra ¡hijueputaaaaaa! por todas partes.
Tuve la “suerte” de que al final el equipo nacional perdiera, pues esperaba poder descansar bien esa noche, acogido por el silencio de una ciudad derrotada. Pero pronto comprendí que cuando los costeños sufren una derrota no pasan a un silencio depresivo sino que simplemente vuelven a los niveles de ruido “normales”. Ahora los aullidos de alegría se habían convertido en la discusión a gritos de las incidencias del partido e, increíblemente, todavía había autos envueltos con la bandera de Colombia pintando por las calles.
Al día siguiente el ruido cotidiano de la ciudad parecía haberse renovado como lo hace la marea que llega todos los días a sus costas, pero ya yo me había entrenado para escuchar solo el ruido de mi cabeza. Di un último paseo por la ciudad y, de repente, percibí un fuerte sonido que no parecía venir de una fuente humana. Me acerqué y vi una poderosa retroexcavadora levantando con un taladreo infernal el pavimento de la Calle de la Amargura, cerca de la Torre del Reloj, cuyos vecinos parecían ahora mucho más amargos por los trabajos inconclusos que se estaban haciendo sobre su calle.
A un lado del cráter estaba un vendedor de sombreros todavía con su mercancía en el piso, y la esperanza al mismo nivel. Se le notaba la desesperación y hartazgo ante la omnipresencia de las máquinas y su retumbar. En su cara vi un fenómeno poco recurrente: un costeño angustiado. Se llamaba Willson Dallas (sí, ese fue el nombre que me dio) y después de algunas preguntas me reveló todo el peso de su desazón por el ruido constante. Me sentí identificado con él, por fin alguien en la costa a quien parece molestarle el ruido.
Pero su caso era diferente. Estoy seguro de que él mismo cada fin de semana pone los amplificadores de su casa a un volumen que para mí sería una violación a los derechos humanos. Pero ahora está desesperado por otro tipo de ruido, el que venía de las endiabladas máquinas del progreso que espantaban su clientela y amargaban su mediodía.
En Bogotá, la llegada de una máquina para arreglar una de las muchas calles dañadas podría ser fácilmente una fiesta en cada barrio. Allá no se lamentan las máquinas, se las anhela. Pienso entonces por qué nunca me ha molestado el sonido de los carros, el rugido de bulldozers o el aleteo de los helicópteros como me exasperan los gritos de la gente y el retumbar de la música.
Entiendo entonces que lo que he aprendido en la neurótica ciudad en la que vivo no es a odiar el ruido, sino a no soportar a la gente.