La bailarina armenia Ayşe Nanà improvisó un voluptuoso streaptease durante la celebración de un cumpleaños de la condesa veneciana Olghina di Robilant en el pomposo club nocturo romano Rugantino. Era el 5 de noviembre de 1958. Un policía invitado a la fiesta incautó todos los rollos usados esa noche, pero Tazio Secchiaroli (fundador de la agencia Roma Press Photo) burló la censura al esconder un carrete en la ropa de alguien más. El fotógrafo vendió sus fotos al periódico L’Espresso, que llenó su primera plana con los senos de la artista nacida en Estambul y conmocionó a Italia. De paso, inspiró la película La Dolce Vita.
Por supuesto, Federico Fellini no los inventó, pero les dio un nombre que se hizo tan popular como peyorativo. El paparazzo. Significa mosquito en un dialecto del norte italiano, la región donde nació el cineasta. De niño, Fellini tuvo a un compañero de clase tan molesto que así le llamaban y decidió usar ese apodo en 1960 para caracterizar a un personaje central de su obra maestra, inspirado a su vez en Secchiaroli, a quien algunos llaman el primer paparazzo, en un momento en que la Vía Venetto estaba “llena de fantasía”, como lo describió Gay Talese.
Han pasado casi 60 años de ese episodio, recreado en la escena final de La Dolce Vita por Marcello Mastroiani y Anita Eckberg, y los paparazzi no dejan de alimentar los tirajes de las revistas y programas televisivos rosas y de farándula. Cazadores de episodios incómodos, invasores de la intimidad, ladrones de la propia imagen de cuanta figura pública exista, su único objetivo es lucrar con el escándalo, a veces propiciado como maniobras de marketing. Todos hemos visto escenas de actores o músicos famosos repeliendo a golpes a estos molestos zancudos de la lente. Tampoco escapa a la memoria la muerte de Diana Spencer, princesa de Gales, el 31 de agosto de 1997, en un choque en un túnel de París cuando era perseguida por fotógrafos ávidos por retratarla junto con su nueva pareja, el egipcio Dodi Al-Fayed, tres días después de haberse cumplido el primer año de su divorcio con el príncipe Carlos de Gales. El vodevil.
Parte de la cotidianidad de Diana Spencer fue ser acosada por los paparazzi y ver su imagen reproducida en los medios durante los momentos más íntimos o más banales de su vida, algo que ocurre a otros famosos en el mundo y hasta a muchas personas irrelevantes, pero que forman parte de la farándula y resultan explotables para cierta prensa.
En los tiempos que nos tocan ahora, internet es el moderno paparazzo que se asoma a la vida de todos, trátese de celebridades o de gente ordinaria. No hace falta una nube de paparazzi, nosotros mismos exhibimos nuestra vida en las redes sociales, pero algunos lucran con su propia imagen de manera profesional y no permiten que cualquiera se beneficie de ella sin su consentimiento.
Eso acaba de suceder con una modelo mexicana de 45 años de edad, María Teresa Alessandri, apenas conocida por su breve paso por un reallity show en 2013. En el primer semestre de 2011, la revista H para hombres publicó una serie de fotografías de Alessandri en topless, tomadas sin permiso de las páginas promocionales de la propia modelo. Son tres imágenes de ella, posando en alguna playa, el mar hasta sus rodillas mientras extiende una mascada a su espalda con los brazos abiertos, lo que levanta y expande su pecho desnudo. Ella sonríe. Sonríe y mira a la cámara.
El fotógrafo no es un paparazzo. Es alquien cuya presencia es consentida o contratada por Alessandri. Está ahí para hacer esas fotos, que la modelo y su representante decidirán cómo explotar comercialmente, en pleno uso de sus derechos. Quien no podía es el Grupo Editorial Notmusa, editora de H para hombres, que el 18 de octubre de 2012 fue condenada a pagarle una indemnización de 4.6 millones de pesos (cerca de 350 mil dólares en ese momento) como reparación del daño moral y material por considerar que había violado el derecho a la propia imagen de Alessandri. Notmusa apeló la sentencia, por supuesto, y fue eximida del pago, pues un juez consideró que la revista estaba en ejercicio de su libertad de expresión. La modelo interpuso un amparo en 2016. El caso fue atraído por la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuya Primera Sala concedió el amparo a la quejosa y ordenó la revaluación de las sentencias previas, lo que abre la puerta a una indemnización.
Lo trascendente del affaire son los considerandos de la Suprema Corte.
1.- Alguien como María Teresa Alessandri es “una persona privada con proyección pública”, definición que permite establecer quién es un personaje público, es decir, un deportista o un artista o un periodistas o una celebridad, que son el sujeto de la norma.
2.- La vulneración al derecho a la propia imagen no es susceptible de repararse a través de una indemnización por “daño moral” en los términos establecidos por la Ley Federal del Derecho de Autor, como pretendía la demanda original de la modelo, porque el daño moral no es un bien comercial sino “la afectación que una persona sufre en sus sentimientos, afectos, creencias, decoro, honor, reputación, vida privada, configuración y aspecto físicos, o bien en la consideración que de sí misma tienen los demás”. Incluso se presume daño moral cuando se vulnera o menoscaba ilegítimamente la libertad o la integridad física o psíquica de las personas, según el Código Civil de la Ciudad de México.
3.- El derecho a la propia imagen protege a las personas de usos no consentidos de su imagen por parte de terceros, y además “para algunas personas también es un bien que puede llegar a tener un valor económico en el mercado”, es decir, se trata de “un derecho inmaterial susceptible de explotación comercial”, particularmente cuando se trata de “alguien que suele obtener ingresos económicos a través de la comercialización de su imagen”. Por ejemplo una modelo.
No es gratuito que la discusión doctrinaria sobre el derecho a la propia imagen surja con el daguerrotipo, en 1839, y se intensifique conforme se desarrolla plenamente la fotografía. La primera legislación en la materia, en la Alemania de en 1876, y las subsecuentes forman parte de los derechos de autor. Es esta dimensión patrimonial lo que explica las demandas civiles cuando un tercero lucra con la imagen de alguien más sin su consentimiento, aun cuando desde 1948 se inscribe plenamente en el ámbito de los derechos humanos.
Pero aquí viene lo más importante de esta resolución:
4.- El periodismo de entretenimiento o de espectáculos sólo puede apelar al interés público para publicar y difundir imágenes “de personas privadas con proyección pública” sin su consentimiento “cuando éstas se relacionan con su actividad profesional”. Es decir, los límites de la libertad de prensa para las publicaciones y programas de farándula son infinitamente más estrechos de lo que estos medios pretenden al usar las herramientas del periodismo como meros instrumentos del espectáculo.
¿Existe y se puede hacer periodismo de espectáculos? Por supuesto. Siempre que sea periodismo. Por eso, la dimensión jurídica de los derechos de la personalidad aquí mencionados es una mala noticia para los paparazi y para los medios que hacen de la farándula el pretexto para las peores prácticas periodísticas, y se suma a los considerandos éticos que las condenan.
Desde el punto de vista deontológico, la resolución de la Suprema Corte rechaza el imperativo categórico kantiano de la libertad de expresión como valor absoluto. También acota la visión utilitarista anglosajona de Jeremy Bentham y John Stuart Mill, pues en este caso el único bien reconocible es el lucro económico de las fotografías, a través de la explotación hedonista, es decir, el supuesto máximo placer inmediato de sus lectores desde una práctica vouyerista. La sentencia pareciera apelar a un modelo aristotélico basado en la virtud, que considera el objeto, el fin, las circunstancias y las consecuencias de la publicación de estas imágenes, es decir, está más cercana al paradigma de la razonabilidad, zanjando los dilemas éticos vinculados a la realidad informativa, la objetividad de los hechos y los intereses legítimos de los informadores y del público al que pretenden servir.
En el periodismo, como en la vida misma, la ética nos guía por los ámbitos que no pertenecen al derecho porque aún no puede o porque nunca debe hacerlo. Ética y derecho no se sustituyen ni contraponen, se complementan, como lo demuestra la resolución de la Suprema Corte mexicana, que nos permite vislumbrar una dimensión deontológica aplicable a nuestras decisiones editoriales cotidianas desde la reflexión y el más elevado sentido de responsabilidad, por el cual consideremos al sujeto y sus intenciones, al objeto de la acción, a las circunstancias personales y a las consecuencias de todo acto informativo. Fellini lo intuía.
Sobre el autor
Gerardo Albarrán de Alba dirige Saladeprensa.org. Es periodista desde hace 39 años y tiene estudios completos de Doctorado en Derecho de la Información. Actualmente es director de la Unidad de Investigación y Asuntos Especiales de Capital Media. Es miembro del Consejo Ciudadano del Mecanismo de Protección Integral de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas de la Ciudad de México. Es Defensor de la Audiencia de Radio Educación. Ha sido el creador de la única Defensoría de la Audiencia que ha existido en México en una radio comercial y fue el primer Ombudsman MVS. Ha sido miembro de los consejos directivos de la Organization of News Ombudsman (ONO) y de la Organización Interamericana de Defensoras y Defensores de la Audiencia (OID). Integra la Asociación Mexicana de Defensorías de las Audiencias (AMDA).
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Las opiniones expresadas en nuestra sección de blogs reflejan el punto de vista de los autores invitados, y no representan la posición de la FNPI y los patrocinadores de este proyecto respecto a los temas aquí abordados.
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Diffing: en la primera publicación de esta columna se usó el nombre María Teresa Alessandrini. Fue corregido por su apellido correcto, que es Alessandri.