Ninguna señal explícita permite dimensionar el impacto que está provocando en Colombia y más allá de sus fronteras el Informe Final de la Comisión de la Verdad que se acaba de conocer. Como una bomba de racimo su contenido se ha ido expandiendo por ciudades pueblos, universidades, colegios, calles, oficinas, casas y grupos diversos en una onda expansiva profunda. Difícil de masticar. Más aún de digerir. A ningún pueblo le gusta mirar de frente al monstruo que llevamos dentro. Así ha pasado en Alemania, Sudáfrica o Chile cuando ha irrumpido la verdad. La historia que arroja un conflicto armado de más de seis décadas abofetea, estremece. Interpela. Más aún a los periodistas.
“Mujeres y personas LGBTIQ+ contaron cómo sus cuerpos fueron usados como campo de guerra y terreno simbólico de disputa por unos y otros para consolidar la dominación patriarcal. Otras tuvieron el coraje de relatar la violación sexual por varios hombres, delante del marido y de hijos, bajo exigencia de silencio absoluto y amenaza de matar a su familia, muchas veces con el fin de despojarlas de sus tierras. Algunas tuvieron el valor de compartir cómo las forzaron a abortar dentro de las filas… Hubo quienes se abrieron a relatar ensañamientos de tortura sexual cuando las empalaron por la vagina o les cercenaron los senos, u otros que compartieron estremecedoras sesiones de corrientes eléctricas o castración a las que los sometieron siendo detenidos políticos. Mujeres adultas relataron cómo, siendo escolares, paramilitares las convirtieron en esclavas sexuales con anuencia de los directivos del colegio. Muchas contaron cómo en distintos pueblos se hizo normal la obligación de satisfacer los apetitos sexuales de los jefes armados cuando a ellos les venía en gana…”
Hay que parar de leer. Respirar profundo antes de saber que, al menos desde 1982, el número de desaparecidos ya rebasa los 110 mil. Que la violencia extrema obligó a huir a ocho millones de colombianos porque los iban a matar (“no había lugar para ellos en esta falsa «casa de todos» protegida por los organismos de seguridad”). Que otro millón de colombianos resultó diseminado en una diáspora de dolor por el mundo. Que también están los que resistieron al terror y a la amenaza permanente en campos, montañas y resguardos indígenas. Algunos diezmados hasta el exterminio…
La avalancha de imágenes paraliza. Es brutal lo que vivieron los campesinos. De la violencia feroz de la contrarreforma agraria habla el despojo de ocho millones de hectáreas -parte del botín de guerra- a un campesinado “perseguido, marginalizado y estigmatizado”. Las palabras sobre el conflicto colombiano de quien desde su nacimiento acompañó los pasos de la Fundación Gabo, el escritor Tomás Eloy Martínez, son un cuchillo afilado: «Rara vez los adversarios combaten entre sí. Su campo de batalla es el cuerpo de los campesinos».
El Informe Final no elude el meollo de los actores de la violencia. Se constataron “iniciativas empresariales protagonistas en el conflicto que pagaron a grupos paramilitares con el fin de desplazar y despojar de las tierras y territorios a las comunidades, e implantar negocios de agroindustria o minería, o son cómplices de asesinatos de centenares de sindicalistas”. Está también la “evidencia de empresas que pagaron a los grupos armados grandes cantidades de dinero para mantener activos sus proyectos”; otros que “buscaron a los paramilitares para que trajeran su seguridad de terror” y “los que se aprovecharon de las tierras abandonadas en medio del terror para comprar con testaferros”.
Cómo no recordar aquella fosa común con 50 cuerpos que emergió en Dabeida, en diciembre de 2019. Todos sabían que eran víctimas de una práctica ilegal ya extendida en el ejército, de asesinar especialmente a jóvenes, para luego presentarlos como “guerrilleros muertos en combate”. Una vía exprés para obtener ascensos, condecoraciones, sobresueldos. Otro poderoso ejército, el de complicidad y protección, denostó e incluso acosó a los periodistas que investigaron y publicaron una brutal verdad: que los “falsos positivos” eran varios miles.
Y allí está en el Informe Final. “Falsos positivos. Fue el nombre que les dieron las mamás a los jóvenes asesinados por miembros del Ejército, donde todo fue falso: oferta de trabajo para reclutarlos, el combate fingido, trajes y botas de guerrilleros, armas sobre sus cadáveres, el dictamen de Fiscalía como «muertos en acción armada» y la acción de la Justicia Penal Militar. Si hubieran sido diez, sería gravísimo. Si hubieran sido cien, sería para exigir el cambio de un ejército. Fueron miles y es una monstruosidad”. Sigo leyendo… Los “falsos positivos” son mucho más que los 6.402 que estimó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). “El crimen se produjo en casi todas las brigadas y están implicados directamente desde soldados hasta varios generales”.
Hay que respirar profundo y volver a leer y detenerse: “La Comisión se pregunta, ¿por qué los colombianos vimos las masacres en televisión día tras día y dejamos que siguieran por décadas como si no se tratara de nosotros? ¿Por qué la seguridad que rodeaba a los políticos y a la gran propiedad no fue seguridad para los pueblos ni los sectores populares que recibieron la avalancha de masacres? ¿Por qué la guerrilla, que se presentaba como la salvadora del pueblo, cometió cientos de masacres en la lucha por los territorios?”.
Pareciera que nos hemos acostumbrado en Colombia, en México o en Chile a seguir de largo cuando seres humanos son convertidos en humo y cenizas (“chimeneas del horno crematorio de Juan Frío”), o encontramos en basurales despojos humanos, o nos informan de un nuevo secuestro o la muerte despiadada de “líderes incómodos”. O de un periodista, como en México.
¿Es válido éticamente para los periodistas pasar de largo frente a los capítulos de horror de nuestra historia?
No. Y por eso, para muchos periodistas el camino ha sido investigar, buscar las huellas y testimonios de los que ya no están, y de quienes los asesinaron. Para que haya justicia y no impunidad. Porque si no lo hacemos, la historia dice que lo más probable es que las masacres se repitan. Para que nunca más impere ese poder letal que cuando es develado por algún intersticio, nos avergüenza.
Como ocurrió en 2010, con un capítulo tan inhumano como secreto que, 64 años después de haberse cometido por importantes científicos y entidades estadounidenses, emergió a la luz.
"Éticamente imposible”
Entre 1946 y 1948, científicos de Estados Unidos infectaron intencionalmente entre 1.200 y dos mil guatemaltecos con sífilis y gonorrea (enfermedades venéreas), sin que jamás supieran lo que les ocurría. Un experimento que contó con la aprobación del gobierno centroamericano. La verdad solo irrumpió a fines de 2010. El descubrimiento de ese bestial experimento fue una casualidad. Al menos esa es la historia oficial. La académica Susan Reverby (de la Universidad de Wellesley), halló los documentos del capítulo Guatemala cuando analizaba archivos de un estudio polémico en Estados Unidos: Tuskegee.
En la época de la Segunda Guerra Mundial, una preocupación médica importante para EEUU fue la gran cantidad de militares que se infectaban de sífilis y gonorrea. Los informes dan cuenta que el tratamiento le costaba a ese país unos US$34 millones. Se decidió entonces observar efectos de la sífilis y otras enfermedades de transmisión sexual y probar si la penicilina era eficaz para prevenir y curar. Se requerían personas sanas a las que luego de infectadas se les haría seguimiento. Como en Estados Unidos eso era imposible, uno de los directores de la investigación, el doctor John Charles Cutler, llegó a Guatemala en 1946.
Lo que descubrió en esos archivos Susan Reverby es el guion de una película de terror. Primero les inocularon la bacteria de la sífilis a presos, luego lo hicieron con niños de orfanatos, enfermos mentales y finalmente a soldados de bajo rango que no pudieron negarse, aunque nunca supieron lo que esos hombres que hablaban inglés les hicieron. Para estos últimos utilizaron prostitutas a las cuales infectaban antes de incentivar sus relaciones sexuales con los soldados. Como aquello no dio resultado (solo las mujeres se infectaban), Cutler comenzó a inyectar la uretra de los elegidos. También utilizó una solución que obligaba a sus “pacientes” a tragar o en inyecciones que iban directo a la médula espinal.
Cuando esta brutal revelación fue difundida, se supo que los entonces presidentes de Guatemala y Estados Unidos, Álvaro Colom y Barack Obama respectivamente, tuvieron una conversación telefónica y Obama le pidió disculpas a toda la nación de Guatemala. También se informó que se creaba una comisión bilateral para investigar todo lo ocurrido y determinar la reparación.
En septiembre de 2011 la Comisión Presidencial para el Estudio de Asuntos de Bioética de EE.UU. entregó su informe -"Éticamente imposible"- implacable: además de todos los detalles del abuso con niños, presos, enfermos mentales y soldados, concluyó que solo 678 personas infectadas recibieron tratamiento médico y que al menos 83 guatemaltecos murieron antes de 1953 por efectos de los experimentos a los que fueron sometidos. Nunca se supo cuántas mujeres -prostitutas, esposas o parejas de los infectados- contrajeron enfermedades venéreas de graves consecuencias si no se tratan adecuada y oportunamente. Las mujeres no existieron.
En 2011 un grupo de personas expuestas al experimento se querellaron en Estados Unidos. Fue desestimada: hechos denunciados ocurrieron fuera de sus fronteras. En 2015 se presentó otra demanda, esta vez involucrando a tres entidades que habían permanecido a la sombra del escándalo: Universidad Johns Hopkins, fundación Rockefeller y el grupo farmacéutico Bristol-Myers Squibb (proveyó la penicilina utilizada en los experimentos).
El escrito judicial indica que médicos y científicos vinculados a las dos primeras entidades "participaron, aprobaron, fomentaron, ayudaron y fueron cómplices" de los experimentos en Guatemala y de su posterior análisis. La Universidad Johns Hopkins y la Fundación Rockefeller rechazaron toda responsabilidad. Un reportaje de BBC Mundo (de Elvira Palomo, 14 abril de 2015), consignó las respuestas de ambas instituciones y agregó: “Sin embargo, ni el Hopkins ni Fundación Rockerfeller especificaron a BBC Mundo a quién respondía legal y administrativamente su personal mientras estuvo trabajando en esos experimentos”.
Han transcurrido casi doce años desde que Guatemala y los latinoamericanos nos enteramos de un capítulo espeluznante de nuestra historia. De nuestra memoria del horror. Y a pesar de lo que cualquier ciudadano hubiese imaginado, no hubo consecuencias. Aparte de las disculpas telefónicas del entonces presidente Obama, hasta allí quedó. Estados Unidos siguió comportándose como el patrón de fondo frente a su patio trasero.
No obstante, las imágenes de la guerra civil que durante años despedazó a ese país y cuyas huellas siguen vigentes, tienen la impronta de Estados Unidos. Y desde 1999, cuando una Comisión de la Verdad auspiciada por la ONU reveló que la guerra civil en Guatemala dejó unos 200 mil muertos y desaparecidos. El experimento con sífilis y gonorrea, y sus consecuencias letales, es un capítulo más de esa historia. Así lo ha revelado el buen periodismo de ese país a pesar del acoso, la corrupción y la precariedad. Para que no se olvide. Para que se sepa quién es quién.
Un capítulo aparte merece la historia de los niños robados a las familias guatemaltecas que sufrieron una brutal violencia durante el conflicto. Esa historia ha sido revelada, y sigue siendo contada por el buen periodismo de ese país.
Lo mismo ocurre en El Salvador, donde el buen periodismo de El Faro develó los secretos del asesinato de arzobispo Arnulfo Romero y de los jesuitas españoles que lo secundaban en su intento por detener la masacre que asoló ese país. En su archivo se pueden encontrar varios capítulos ocultos de la guerra civil que también tiene la impronta de Estados Unidos. Todas esas historias forman parte de nuestra galería del terror. Nuestra memoria histórica y colectiva. Allí donde no solo se anidan nuestros muertos sino las debilidades endémicas de nuestra democracia.
Una memoria histórica que volvió a resurgir en estos días.
Los golpes de Estado de John Bolton
“No es un ataque a nuestra democracia. Es Donald Trump cuidando a Donald Trump” afirmó John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional de Donald Trump, al negar que los disturbios del 6 de enero de 2020, cuando una turba ingresó por la fuerza al Capitolio de Estados Unidos, fueran un intento de Golpe de Estado. Al interior del Capitolio tenía lugar el republicano acto de certificar los cómputos de la derrota de Trump frente a Joe Biden. Y Trump hizo un último intento por aferrarse al poder. Bolton estaba frente al periodista de CNN Jake Tapper, quien le respondió: “Uno no tiene que ser brillante para planear un golpe”. La respuesta de Bolton hizo eco en muchos países y revivió cientos de imágenes de una guerra sucia que aún continúa: “No estoy de acuerdo con eso, como alguien que ayudó a planear golpes de Estado, no aquí, sino en otros lugares, se necesita mucho trabajo”.
Bolton sabía lo que decía. Como asesor de Seguridad Nacional en el Gobierno de George W. Bush, que apoyó públicamente la invasión de Irak en 2002, y embajador de Estados Unidos en la ONU entre 2005 y 2006, conoce bien lo que ha sido la intervención de Estados Unidos fuera de sus fronteras. Muchos de esos capítulos aún son secretos.
Por eso extrañó lo que dijo Bolton el pasado 12 de julio. No es un novato. En su libro Surrender Is Not an Option (Rendirse no es una opción), publicado en 2007, dijo que no se enroló en el ejército de su país para la Guerra de Vietnam porque “ya se había perdido, por culpa de los liberales que evitaron que Estados Unidos hiciera lo que tenía que hacer para ganar”. Su respuesta no deja lugar a la imaginación. Ahí se entiende perfectamente lo que ocurrió en Guatemala entre 1946 y 1948 y la necesidad de que el periodismo identifique cómo se corroe la democracia.
La ética está en el centro de la memoria histórica y periodismo. Porque el objetivo principal de investigar, recopilar documentos y testimonios, y difundir con rigor nuestra historia del terror, es evitar que se repita.
Por ello, hay que leer con atención las recomendaciones del Informe Final de la Comisión de la Verdad de Colombia. Al referirse a los orígenes de la violencia, señala la “desigualdad que sitúa a Colombia entre los 10 países más inequitativos del mundo, sumada a la descomunal concentración de tierra que se acrecentó durante la guerra interna y que les arrebató a los campesinos ocho millones de hectáreas, forzándolos a huir a las comunas urbanas”.
Entre los cuatro puntos que marcan el diagnóstico que hace la Comisión de la Verdad de los orígenes y efectos del conflicto, hay que detenerse en el punto tres: el narcotráfico “que hace de Colombia el monopolio mundial de la cocaína y ha terminado siendo una solución perversa que el modelo «a la colombiana» ha encontrado para la exclusión y desigualdad, aceptada tácitamente por quienes conducen, en el Estado y los grandes negocios formales, la economía”.
Así de claro: el sistema que impone el narcotráfico y el crimen organizado se ha instalado como la gran amenaza para nuestras democracias y el derecho a la vida. En el Informe Final se lee: “mantiene activo el conflicto armado en los campos y comunas populares, compra las campañas electorales, disemina la corrupción y hace proliferar el contrabando y la minería criminal”. Y concluye: “después de cuatro años de escuchar el drama de la guerra, la Comisión da por sentado que si no se hacen cambios profundos al modelo de desarrollo económico del país, será imposible conseguir la no repetición del conflicto armado, que se reiterará y evolucionará de formas impredecibles”.
El buen periodismo tiene mucho trabajo en América Latina. La democracia cruje, avanza y entra en ebullición. Y en medio de esta verdad que estremece surge una noticia desde España que señala el camino de la memoria histórica.
47 años después de la muerte de Francisco Franco, que inició la transición democrática en España, se acaba de promulgar una nueva Ley de Memoria Democrática que marca un hito y un avance sustancial en derechos humanos. Por primera vez el Estado se hará cargo de la búsqueda de cerca de 114 mil personas que desaparecieron por la acción de la dictadura de Franco, en el poder desde 1939 hasta 1975. Aunque resulte increíble, de las cerca de 4.652 fosas comunes de cuya existencia hay registro, solo 326 han sido exhumadas totalmente.
La nueva norma califica ilegal la dictadura franquista, sus condenas y su exaltación. Y redefine el carácter de “víctima del franquismo”: toda persona “haya sufrido, individual o colectivamente, daño físico, moral o psicológico, daños patrimoniales, o menoscabo sustancial de sus derechos fundamentales”. Incluye no solo a los muertos y desaparecidos, sino también los exiliados y los miles de niños adoptados sin consentimiento.
Uno de los acápites fundamentales de la nueva Ley de Memoria Histórica y que representa todo un desafío para el periodismo, es que “garantiza el derecho a la verdad” para todas las víctimas de graves violaciones de derechos humanos. Uno de sus principales efectos será la modificación de la Ley de Secretos Oficiales de 1968, impuesta por Franco. Un cúmulo de documentos estará disponible para encontrar los forados de una gran historia. Y el más grande seguirá en las catacumbas: los archivos de la Iglesia Católica de España, que manejó los hilos del poder en el régimen franquista, siguen siendo intocables.