En mi país hay un periodista que se levanta antes que el sol y los gallos para amasar y hornear fragantes canastas de pan que, luego, en las primeras horas del día, distribuye entre su clientela. Después, a lo largo del día, amasa y hornea hermosas crónicas que condimenta con un lenguaje noble, con una intensa visión humana de los hechos y con un profundo sentido poético de la vida.
Cuando me lo encontré por primera vez en la Universidad de Antioquia, me dio a probar sus dos productos: en una bolsa de celofán, panes frescos; y en uno de sus libros, sus crónicas. Para escribir las crónicas, que publica en distintos medios, encontró que la independencia que le ofrecía un empleo de redactor en los periódicos, era insuficiente, así que decidió ser panadero en las madrugadas y periodista durante el día para darle a su profesión el máximo aire de independencia.
Si la Escuela de Periodismo de la Universidad Internacional de la Florida me hubiera hecho caso, él sería quien estuviera en este lugar para recibir este premio. Y si ahora traigo a cuento esta cordial discrepancia con nuestros amables anfitriones es porque quiero explicarles que un honor como éste, puede representar, como a mí me sucede, un agobio.
En efecto, sé que en cada mesa de trabajo de cada sala de redacción de todo el continente, todos los días se libran calladas batallas éticas en las que las victorias y las derrotas transcurren en silencio. Son esas victorias las que un premio como este quiere estimular, pero a la hora de seleccionar candidatos, los jurados deben enfrentar la dificultad de romper esa discreción en que se envuelve, como en su ambiente natural, el ejercicio de la ética. Un elemental sentido de las realidades me indica que soy la coyuntura para traer a cuento ese culto callado – frecuentemente limítrofe con lo heroico– de los valores éticos de la profesión. Lo reconozco así y sólo pensarlo convierte este título en un estremecedor honor.
Sobre todo, si se piensa que los actos más elocuentes y ejemplares de fidelidad a la ética profesional son los que han conducido a decenas de periodistas a la muerte. Cuando se recuerda la muerte de José Luis Cabezas, en Buenos Aires, o la de Juan de Dios Unahue en Nueva York, o la de Guillermo Cano en mi país, siempre surge una inquietante reflexión que perturba radicalmente la escala de valores del hombre común, porque en estos tres casos –unos pocos dentro de una larga lista de víctimas– se impone como una evidencia que los tres vivirían si hubieran optado por la prudencia de callar. Pero los tres encontraron insoportable el peso de vivir entre la celda estrecha del silencio impuesto; es decir que más allá del valor de la vida y superior a él, estos tres hombres decidieron que estaba el valor de la verdad como servicio a la sociedad. Ese fue el valor ético que resolvió sus perplejidades ante el dilema de callar y vivir, o de decir la verdad y poner en riesgo la vida. Cada una de esas muertes de periodistas se convierte, por eso, en un testimonio ético y en una lección de esas que este premio quiere hacer explícitas y perdurables. Sentir que, en cierta forma, me entregan la representación y vocería de esos gigantes de la ética, aumenta mi confusión y el peso de este honor.
Menos evidente que el de estos mártires es el contenido ético implícito en el peso histórico que adquieren los medios de comunicación en los tiempos de crisis. Hay una presencia orientadora, o de estímulo, o de ejemplo en la prensa y en los periodistas de un continente signado por las crisis. Pienso en la prensa argentina y en la del Brasil enfrentadas hoy a la corrupción, como ayer lo estuvieron en defensa de los derechos humanos; pienso en el talante democrático que difunde la prensa chilena, paraguaya o uruguaya; pienso en el papel que están cumpliendo en su difícil coyuntura histórica los colegas de Perú y de Ecuador; siento, por más cercano, el papel que les ha correspondido a los colegas de Venezuela, Bolivia y Panamá; lo percibí directamente en el proceso de paz de los países centroamericanos, y en el papel que ahora cumple –contra todos los obstáculos– lo mejor de la prensa mexicana, y soy testigo del trabajo cumplido por la prensa colombiana en el curso del proceso "8 mil" y de la crisis política, y sé que en todos los casos, aunque con diferente intensidad, la prensa ha ejercido un liderazgo y ha sentido que debe estar por encima de los niveles éticos promedios de la sociedad porque su credibilidad así lo demanda. Ciertamente, la credibilidad de la prensa en todos los países crece en proporción directa del ejercicio de un os valores éticos. Es abrumador el pensamiento de que esos valores que sustentan la credibilidad de la prensa en América Latina, están eventualmente representados en este premio.
Por eso prefiero pensar que hoy estamos aplaudiendo la vigencia de unos principios que están en el origen de la respetabilidad y credibilidad de la prensa continental. Prefiero creer que nos reunimos para valorar y celebrar todas esas silenciosas e individuales decisiones éticas que diariamente se toman en el ejercicio profesional y que le dan al periodismo de nuestra América todo su aval y peso moral; decididamente creo que hoy rendimos homenaje a esas acciones cumbres de la ética periodística que nuestros muertos subrayaron con su sangre; estoy convencido de que hoy han resultado convocados en este lugar, como impalpables presencias bienhechoras e inspiradoras, todos los grandes del periodismo latinoamericano porque fueron ellos quienes construyeron esta vigencia de los principios éticos del periodismo. Al cabo de los años y de la experiencias uno entiende que en cada uno de esos grandes ha admirado y aprendido –más que técnicas– un espíritu.
El que eventualmente y de modo accesorio mi nombre figure en este formidable evento, es un honor indecible y una exaltación superior a cuanto podía imaginar o esperar. Muchas gracias. (Palabras pronunciadas durante la entrega de los V Premios PROCEPER, que tuvo lugar el pasado abril, en la Ciudad de Panamá.)