Imaginemos. Un nutricionista tiene sus redes sociales abiertas, públicas. En el perfil pone su profesión y dónde la ejerce. Su modo de ganarse la vida es diciendo a otros qué nutrientes meter en el cuerpo para su óptimo funcionamiento. Imaginemos que esta persona llena sus redes con fotografías de suculentas –y grasosas– hamburguesas, parrillas, bizcochos y chucherías industriales, y constantemente escribe sobre hábitos muy poco saludables para nuestro organismo. ¿Nos fiaríamos igual de su criterio como nutricionista? Como mínimo, miraríamos con suspicacia que pusiera tanta comida-basura.
Sigamos imaginando.
Extrapolemos el ejemplo a un terreno que nos es conocido, el del periodismo. Las buenas prácticas pasarían por poner noticias de calidad, que han pasado por un filtro de verificación, así como escribir de modo correcto, sin faltas de ortografía, no hacer proselitismo. Es algo de perogrullo.
Ahora vayamos a la realidad.
Hay periodistas que escriben con faltas de ortografía. En una ocasión me topé con uno, cometí la imprudencia de decirle y me contestó un “No sabes quién soy yo”. Lejos de conocer su curriculum, lo que sí sabía eran algunos datos básicos que él mismo había proporcionado en sus redes: que era periodista, que tenía a su cargo a otros periodistas en un determinado medio y que había cometido una falta de ortografía grave. Otro argumento bastante común cuando se cometen este tipo de faltas es el de “en mis redes escribo como quiero”.
Hay otras prácticas: periodistas lanzan en sus redes informaciones sin contrastar, rumores o ataques personales a políticos, insultos incluidos. O quienes se hacen selfies en el lugar de una tragedia durante una cobertura y lo postean.
Siguiendo la analogía del nutricionista, podríamos decir que los insultos, las faltas de ortografía, la publicación de rumores, etc. sería contenido-basura. Porque, ¿pondríamos algo así en un texto periodístico? Si en un artículo se supone que aplicamos rigurosidad, ¿por qué no así en nuestras redes sociales? ¿Podría nuestro lector-seguidor mirarnos con suspicacia si publicamos contenido-basura?
El argumento-escudo de que son nuestras “redes personales” tiende a diluirse en un mundo donde todo comunica. Aún más cuando en esos mismos canales se pone de modo explícito que somos periodistas y se hace uso de ellos para compartir trabajos propios. ¿No nos pone en eso en una situación de responsabilidad?
Hay casos en que se pone en el perfil para qué medio trabaja, lo que convierte al periodista inmediatamente en un escaparate de la organización en la que está. Ante esto, hay medios que han tomado medidas tajantes: no se emiten opiniones personales, no se aceptan ciertos comportamientos ni se comparten algunos contenidos. ¿Es un límite sano? ¿Debería ser un límite que se imponga cada profesional independientemente del medio para el que labora?
Un caso venezolano
Hay un caso concreto, este más peliagudo. En Venezuela se organizó en julio del año pasado un firmazo para lograr un referéndum en el que se decidiera si el presidente Nicolás Maduro debía seguir o no en el poder. La convocatoria se hacía desde la oposición. Muchos periodistas llamaron a participar en él. Tenía –y sigo teniendo– mis serias dudas sobre si eso es ético. No así informar del hecho, algo que entra sin ninguna duda dentro del terreno de las funciones del periodista. Recibí en su momento el siguiente argumento a favor de quienes llamaron a la participación: “No hay ningún conflicto ético si, en definitiva, lo pides como ciudadano”.
Haces un llamado a participar como ciudadano en las mismas redes en las que también informas como periodista. ¿Se puede? ¿Es ético? ¿No se está tomando parte por un lado? Cuándo nos ponemos la etiqueta de “ciudadano” y cuándo la de “periodista”.
Puede que la respuesta a todo esto se circunscriba en un artículo que leí recientemente. Lo escribió Leila Guerriero para la Revista Sábado de El Mercurio de Chile (julio, 2012). En él hablaba de un encuentro entre periodistas en el que una mujer –podría inferirse que la autora– leía un texto informal sobre el ejercicio de profesión. Le preguntaron si podría compartir esas líneas por correo y la mujer dice que no, que cada uno debe encontrar su método. Pero días después recibe un correo donde una colega la felicita por los “consejos para periodistas”. Alguien, un periodista, había grabado en vídeo esa lectura y había hecho público en las redes un evento privado.
Habla de que los conceptos de lo público y lo privado evidentemente han cambiado, pero “si un cocinero o un taxista pueden vivir más o menos despreocupados del asunto, el tal asunto es parte esencial de la herramienta de un periodista”.
Escribe Guerriero que “nadie es un ser escindido –periodista por un lado, persona por otro– y que, entonces, no sólo no hay reglas fijas que puedan aplicarse idénticas en todos los casos, sino que cada uno llevará a las arenas de su oficio sus convicciones y sus miserias privadas”.
Pues eso.
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