Eso de que de un gesto de tus manos dependa lo que va a ocurrir a continuación está reservado para unos pocos: para los entrenadores de béisbol, para los antiguos emperadores romanos, para los titiriteros que con los movimientos de sus dedos logran que una marioneta se incline o salte o corra. Cuando Lina Rodríguez, la Gerente General de la Corporación Festival de Cine de Cartagena hace esa especie de ondulación de sus dedos, moviéndolos de arriba abajo como el pianista que ejecuta un trémolo, los que la conocen bien saben lo que eso significa: “no hay que hablar más”, “no hay tiempo para discutir”, “parece difícil pero hay que hacerlo”, “resuélvanlo ya”. Mil órdenes dadas en un par de segundos, sin que haya que levantar la voz ni dar miradas delatoras. Los envidiosos llaman a eso poder. Los justos, liderazgo.
Un camino lleno de dificultades
En 2007, cuando Lina supo que la organización que realizaba el proceso de selección que la había hecho llenar decenas de formularios y contestar preguntas mientras descansaba de su trabajo en la Cámara de Comercio de Bogotá era el Festival de Cine de Cartagena, se desconcertó. Ella, como todos los cartageneros, sabía que el Festival era comandado por el inagotable Víctor Nieto, que aparecía en las fotos de los momentos legendarios del certamen, en los setenta y ochenta, junto a Marlon Brando y Roman Polanski.
Lo que no sabía era que la Junta del Festival había comenzado un proceso para aligerar el peso de las responsabilidades de Nieto, creando el cargo de gerente general del Festival, vacante por aquellos días. Era el comienzo del plan que se habían trazado para mejorar la pobre presencia que Cartagena tenía de lo que en la actualidad se necesita para que un festival sea prestigioso: estrellas que desfilen por la alfombra roja, directores prestigiosos con sus películas, productores interesados en hacer negocios, distribuidores que quieran llevar nuevos títulos a sus países, público.
“La bendición de Víctor, el apoyo de Salvo Basile y la reunión con la junta directiva fueron claves”, dice Jaime Abello Banfi, uno de los miembros de la junta, que recuerda todavía el impacto que les produjo aquella mujer joven, llena de ideas, que viajó con su esposo y su hija de 8 meses para aquel encuentro. “Y además era cartagenera. Era perfecta”, añade Abello. No es un dato menor. En una ciudad como Cartagena, donde todos se conocen y la familia a la que perteneces sigue siendo una carta de recomendación, aquel que viene de otra parte es percibido como un intruso. Lina no tiene apellidos de rancio abolengo pero cuenta con ese acento sutil, musical, que le recuerda a todos de dónde es y que le daba la credibilidad del que defiende lo que le pertenece, cuando tuvo que enfrentar el problema más urgente, unas arcas exhaustas. Por lo que se mostraba en los estados contables, no había cómo cancelar la nómina del siguiente mes. En la cima del montón de cuentas por pagar, encontró la de su propio proceso de selección.
Pero eso no la arredró. Comenzó renegociando contratos, pidiendo anticipos de patrocinios, ganándose la confianza de todos aquellos que en el gobierno y en la empresa privada, necesitaban volver a creer en un Festival que parecía haber vivido sus mejores días hacía ya mucho tiempo. Como ella misma lo dice cada vez que da apertura a alguno de los eventos privados a los que debe asistir, el apoyo de la Organización Ardila Lulle, el primer patrocinador que creyó en su energía y en sus planes, fue y sigue siendo fundamental. Porque a pesar de lo que muchos románticos creen, un festival de cine no se hace a punta de buenas intenciones y voluntad. Para lograr realizar la edición del 2014 se invirtieron casi 9000 millones de pesos que permitieron pagar alojamientos y tiquetes de invitados, alquilar equipos para proyectar películas, construir escenografías para las distintas ceremonias, hacer fiestas. Todo ese dinero es necesario especialmente cuando, como lo hace Cartagena, la audiencia del festival puede entrar gratis a cualquier función, lo que implica que no haya ningún tipo de recursos que se consigan con venta de boletería. Hasta un festival mediano en el contexto mundial, como el FICCI, es una maquinaria gigante cuyos engranajes se aceitan con billetes.
Lo primero que hizo la organización Ardila Lulle fue mandar a Lina a Cannes para que se empapara de lo que significa organizar este tipo de eventos que, como muy pocos, combinan glamour, arte y negocio por partes iguales. “Estábamos caminando —recuerda Benjamín Román, su esposo— cuando ella vio unos Renault, que se usaban para mover a los invitados y me dijo, completamente convencida, que implementaría eso en el FICCI. Me daba pesar tener que decirle que debía aterrizar en sus ambiciones, que no debía soñar tanto”. Siete años después, Lina Rodríguez llega al almuerzo con el que la Corporación agasaja a algunos de los más de 130 patrocinadores del festival, en un Volswagen negro, uno de las decenas que recorren Cartagena por estos días. En la parte de atrás de todos ellos hay una calcomanía grande con el logo del FICCI.
La elegancia de unas manos
Cada uno de esos patrocinadores tiene sus propias exigencias, sus condiciones únicas. Y con todos Lina llega a un acuerdo porque no debe haber nadie en este mundo que sea capaz de decirle que no a una mujer como ella, que aún se vería elegante si se vistiera con harapos, que tiene una palabra amable para todo aquel que le ayuda, que se recoge el pelo en una moña porque en estos días de agenda milimétricamente calculada para lidiar con el tráfico de Cartagena y cumplir al mismo tiempo con todos los compromisos (que la cena con Alejandro González-Iñárritu, que la función de cine bajo las estrellas en San Basilio de Palenque, que la rueda de prensa) no hay tiempo que perder en una cita en la peluquería.
Y si algo le ocurriera, si alguna congestión en el tráfico impidiera que Lina llegara adonde necesita para revisar todos los detalles con un movimiento de cabeza que recorre el espacio en pocos segundos, sus colaboradoras, todas cartageneras, todas mujeres, saben muy bien qué hacer, porque desde hace mucho tiempo conocen lo que significan los gestos de sus manos. Gina Romero, la encargada de los premios televisivos India Catalina, que también hacen parte del Festival, lo dice claramente: “cada vez hay menos revisiones sobre los planes, porque todas vamos aprendiendo a saber cómo actuaría Lina si estuviera en nuestro lugar”.
Aunque a veces, cuando la situación se complica, tienen que preguntarle. Como en el momento en que descubren que una de las empresas de equipos que apoyan las proyecciones, metió en el comercial que debe ir antes de cada película del festival, la imagen de una botella gigante que no es de Postobón, el principal patrocinador del FICCI. El rostro de Lina se tensiona. Las pecas alrededor de sus ojos, desaparecen bajo el rubor de la cólera. Pero jamás se descompone intuyendo que todos la están viendo. Comienza a buscar soluciones, se reúne con Lorena y con Juliana Rojas, la jefa de protocolo del festival. Llaman al dueño de la compañía descuidada, que exige que su comercial esté en las proyecciones. Lina puntualiza, con la misma suavidad con que hace unos minutos había pedido un vaso de agua: “el comercial va cuando quiten esa imagen. Punto”. Cuando cuelga, las pecas vuelven a aparecer. Todos a su alrededor respiran tranquilos.
Además de Lina, que es el corazón del mecanismo del Festival, hay otras dos mujeres que son fundamentales para que el FICCI sea hoy uno de los principales referentes del séptimo arte en Latinoamérica, Diana Bustamante, la productora general, y Mónika Wagenberg, la directora artística, indispensable en la alta calidad de la programación. En varias entrevistas Mónika, que luce orgullosa sus ocho meses de embarazo, ha repetido la misma declaración: “el Festival es como un hijo que necesitara doce meses de embarazo”. El parto, por lo menos en las últimas ediciones, gracias a esas mujeres y a los más de 200 colaboradores bajo su mando, ha salido bien.
Cuando uno abre el catálogo de la edición 54 Festival de Cine de Cartagena, se encuentra con varias declaraciones oficiales que sirven como presentación de las instituciones que hay detrás del tinglado del FICCI: la del presidente de Colombia, la de la ministra de cultura, la del presidente de la junta y otras más. De todas ellas, la única persona que no está directamente mirando a la cámara y al lector en la foto que las acompaña, es Lina Rodríguez. No porque no quiera que reconozcan su importancia para que el festival de cine más antiguo de Latinoamérica haya renacido. Todos en Cartagena la saben y respetan la autoridad que se ha ganado a pulso. Es más bien porque en ese momento, mientras los demás están concentrados en posar frente a las cámaras y en gozarse merecidamente su trabajo, Lina está mirando hacia otro lado. Hacia adelante, hacia las próximas ediciones del festival a las que espera traer a sus adorados Martin Scorsese y Woody Allen.
La mano derecha de Lina Rodríguez se mueve de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, haciendo un movimiento de cruz sobre el papel que Lorena Oscuengoitia, su jefa de producción le acaba de pasar. Siempre es el mismo gesto con los cheques que superan cierta cifra, como si con su bendición asegurara que en los próximos meses, cuando deberá viajar por toda Colombia “vendiendo” la próxima edición del FICCI, ese cheque volverá a sus manos en forma de donaciones, patrocinios, apoyos. Ese es el trabajo que la gracia de Lina Rodríguez hace parecer tan fácil: correr el telón para que otros se asomen al escenario, mover los hilos sin que nadie la vea, hacer cruces que se conviertan en bendiciones. Agitar sus dedos.