Cuando filmas una película como director, siempre te dicen que hay que evitar lo siguiente: 1) recrear el pasado 2) trabajar con animales y sobre todo 3) trabajar con niños. Lo del pasado se debe a que siempre encarece la producción. Y hay que evitar trabajar con animales porque son impredecibles y hasta incontrolables: como lo pueden ser ese otro tipo de queribles y salvajes criaturas: los niños.
El director debutante Anthony Chen, artista de Singapur, no sigue el consejo y logra levantar una hermosa, graciosísima y emotiva opera prima que le hizo ganar la Cámara de Oro en el último Festival de Cannes.
Ambientada en 1997 en Singapur, la gran protagonista de esta grata sorpresa del cine asiático es una familia promedio, pero la cámara de Chen la muestra de manera única en el cine: el niño Jiale (Koh Jia Ler), insoportable y travieso infante adicto a recortar del diario los resultados de la lotería y pegarlos en un cuaderno; el padre (Chen Tianwen), un vendedor en tránsito de perder su trabajo debido a una galopante crisis económica del país; la madre, la formidable Yeo Yann Yann como la práctica madre y embarazada de su segundo hijo.
Esta madre con una barriga de varios meses, se mueve pesadamente y trata de estar en varios lados al mismo tiempo: casa, oficina, tipeando cartas de despido, y colegio, porque a menudo la llaman por la mala conducta de su pequeño hijo. Yeo Yann Yann con pequeños esfuerzos físicos construye una madre y esposa práctica y moderna y alguien que necesita ayuda.
Y por eso contratan a la criada Terry (Angeli Bayani). La historia comienza cuando llega a trabajar desde Filipinas y por eso es una especie de ciudadana de segunda clase. La patrona le guarda con llave su pasaporte, para que no se fugue sin avisar y además ella resulta desde el comienzo víctima del bullying y de las extremas travesuras del pequeño Jiale, quien es capaz de esconder en las bolsas de compras de Terry, mercadería sin pagar para que los guardias la detengan.
La madre y la criada forman una relación interesante de poder y subordinación que comienza a transformarse en algo parecido a una sutil sustitución: Terry, la criada, se convierte en cómplice y maternal protectora del niño y esa relación está capturada en juegos donde se mojan en la ducha, en miradas y detalles que definen un estado gravitante y que le da al niño (con unos padres ausentes) y a esta nana (con un niño de un año en Filipinas) algo de lo que ambos carecían: cariño y cariño bueno.
Filmada con un delicado realismo, con cámaras que se mueven sin estorbar, Anthony Chen maneja como los dioses este impresionista retrato coral de los años 90 y que primero aborda esta engañosa tensión inicial entre la criada y el niño para luego convertir este mundo en algo real y tangible y mucho más complejo que esta anécdota. ¿Quién necesita el 3D de Imax realmente cuando estos personajes de Singapur se salen de la pantalla con su tridimensionalidad?
Los cuatro rieles de “Ilo ilo” son estos cuatro personajes que van formando dos equipos reflejados en una escena delicadamente graciosa y emotiva: es el cumpleaños del niño, que ahora adora a su criada (la relación de ambos crece y crece), y hay torta y pollo frito para celebrar. El padre le regala al niño una caja con pollitos vivos para que su hijo los críe en el departamento donde viven, y el niño y la nana salen al balcón para jugar con las pequeñas y vivas aves, mientras los padres, abrumados por la crisis económica que crece y por sus propios problemas, mastican los pollos fritos de la cena.
“ilo ilo” organiza y desarrolla este tipo de notas de humor sin abusar de ellas y las lleva a combinar con el drama y con una serie de paletas emociones que sintonizan con el contexto de la historia: la crisis económica, que va socavando las certezas de los adultos de esta historia de un país lejano y exótico, pero que en pantalla suena de lo más universal: es imposible no identificarse con las viñetas de esta familia y la relación con su criada filipina.
Es un álbum familiar construido con delicadeza, nostalgia y humor: herramientas difíciles de armonizar y mezclar entre ellas y aplicadas en torno a la nada santísima trinidad de lo que te recomiendan nunca hacer en el cine al mismo tiempo: recrear épocas pasadas, trabajar con niños traviesos y con animales como pollos que terminarán en la puerta del horno, tarde o temprano.
Anthony Chen, director de Singapur, ha demostrado con su primera película que tiene madera para convertirse en maestro del cine: por lo pronto, es un destacado origamista de las emociones que te hace reír y llorar.