De entre cientos de aspirantes, 15 becarios obtuvieron la Beca Gabo de Periodismo Cultural y durante siete días trabajan sus párrafos con cuatro maestros en el oficio de eso que llaman la no-ficción. Habiendo planteado un tema específico para optar a la beca, los escritores que han viajado de Cartagena hasta Aracataca, pasando por Ciénaga, Sevilla y Barranquilla, recorrieron también el delicado telón que divide a la costa Caribe colombiana de la ensoñación del Macondo que sólo existe en tinta.
De este entramado sabía mucho Gabriel García Márquez, el joven periodista que durmió su primera noche en Cartagena en una banca del parque Bolívar, y Gabo el soñador que elevó las nostalgias volátiles del sopor de su imaginación al estante de las bellas artes; el periodista cuyo textos tenían que pasar por la peluquería de la edición de las mesas de redacción que renegaban del exceso de adjetivos o del enredo de florituras y el novelista-cuentista-guionista que –a pesar de una constante y minuciosa propensión a la investigación—era capaz de resoñar sus datos en abono de la trama. Entre lo verificable y lo inverosímil, la tentación de la ficción y la urgencia de la constancia.
Así, al paso de los días, en las sesiones de sus tutorías cada uno de los becarios avanzan hacia el pulimiento de sus páginas con el abandono del ego o la presencia personal que puede obnubilar sus temas como una sombra sobre la tipografía. Avanzan en la coreografía pautada de quienes buscan responder a las preguntas básicas de quién, cuándo, cómo, dónde, y de vez en cuándo los por qués, al tiempo en que dan voz a sus entrevistados, lugar preciso a sus espacios de sus crónicas y contexto circunstancial de los reportajes.
Ante los maestros leen en comunión la prosa que han de des-escribir (que no necesariamente es borrar) para que sus potenciales lectores sincronicen o sintonicen con el tema de sus hallazgos, descubrimientos o inquietudes; los tutores se vuelven maestros de aforismos instantáneos, de conexiones que son faros basados en su experiencia y del compartimiento de sus lecturas de toda una vida como la red de seguridad para todo salto triple invertido desde el trapecio de su escritura.
Leer en plural es espejo para la mejor prosa; leer a la sombra de la obra de García Márquez es la ventana para delimitar los alcances del periodismo cultural, al margen del ánimo de la ficción instantánea; entre las verdades que llevan en la saliva o en la mirada los entrevistados por los becarios y las brumas de la literatura o la neblina de las felices mentiras de la invención, los periodistas (maestros y becarios) abonan las páginas sorprendentes de un puñado de trabajos que, en mayor o menor medida, honran la definición de periodismo cultural. Esta no es la talacha de emergencia del reportero de nota roja ni el aséptico análisis numérico de las cifras o números que conforman la economía de un mercado, tampoco es el ensayo de largo aliento que resume las horas de toda una vida de cátedras ponderadas. Esto es el laboratorio en caliente de una escritura emergente, refinada o retocada en pocos días de intensa edición compartida, con la meta de palpar el último día lo legible, lo publicable, lo que nos une.
Del coro de voces de los maestros, uno aprende la variedad de vidas que se conjugan y acumulan en el transcurso de los tiempos y lecturas de los demás; de los maestros se aprende hasta en silencio y lo que enseñan son pautas de reflexión y senderos de indagación, maneras de interrogar al paisaje y tesituras para revelar los rostros entre tantas caras, las voces de la realidad callada y los silencios de diversas implicaciones; ellos enseñan técnicas que conforman la antesala del arte y enseñan las herramientas que apuntalan la vocación y ellos confirman al paso de los párrafos que hay no pocos becarios con afortunado sentido común, evidente talento y prosa pura… y eso no se enseña.