Vine a Macondo porque me dijeron que aquí vivía un tal Aureliano Buendía… o porque me dijeron que aquí podía escribir un reportaje. Ya no recuerdo.
El problema, claro, es que Macondo no existe. Lo que sí existe es Aracataca, la versión en nuestro universo, que dio vida a gran parte del imaginario literario de Gabriel García Márquez.
Macondo es La Meca de los fieles de la Gabología.
Siguiendo esa idea, toda peregrinación necesita, casi por definición, ciertos rituales y sacrificios. El viaje a Aracataca requirió del variopinto grupo de periodistas que la visitábamos esa mañana el esfuerzo de despertarse temprano, considerando que se trata de una especie animal de hábitos principalmente nocturnos.
Se trataba de una singular peregrinación que quería confirmar y evitar por igual y al mismo tiempo los lugares comunes, las referencias, los clichés y los lugares reales que sirvieron de trampolín de la imaginación para la creación de un universo único: Macondo, y por extensión, el mundo literario de Gabriel García Márquez.
Tras 5 horas de camino desde Cartagena, adentrándonos en la tierra caliente entre la Sierra de Santa Martha y la costa caribe colombiana, donde el aire es caliente y viene de tierra adentro y no refrescante, húmedo y con sabor a mar como en Cartagena, y después de una escala para desayunar unas deliciosas arepas de queso a la orilla de la carretera, ya cuando aparecían en el trayecto plantaciones bananeras en el camino, llegamos al mítico pueblo.
Aracataca no es parte de una ruta naturalmente turística. No es destino que pueda ser opción sencilla para un viajero. Para llegar hasta ahí, esa debe ser la intención del viaje y soportar las varias horas de camino.
La primera impresión, o mejor dicho, las primeras impresiones fueron casi por completo unánimes entre la comitiva: Qué pinche calor hace aquí, y este lugar se ve más grande de lo que pensábamos. Respecto a lo primero, valga decir que lo primero que hicimos todos al llegar a nuestro destino, una casa dedicada a la memoria del célebre fotógrafo cataquero Leo Matiz que funcionó como estación de llegada, fue buscar sombra, pedir que prendieran los ventiladores de donde estábamos y solicitar (casi exigir) agua o una cerveza.
Se trata de una casa de una sola planta con un amplio patio trasero en el que nos acomodamos, junto a un gran árbol de mango y rodeados por plantas de varios tipos, en una suerte de terraza de 6 por 3 metros con un elevado techo de lámina, soportado por 6 delgadas columnas, y con una larga mesa y sillas de plástico debajo del salvador techo.
Aracataca hoy en día ya está pavimentada en buena parte, tiene alrededor de 40 mil habitantes y hay red 3G para utilizar el celular. Aracataca ya no está tan separada del resto del mundo como Macondo lo estaba, tiene locutorios cada par de calles, y cada 150 metros, otro local (o una improvisada mesa en plena calle) donde recargarle saldo al teléfono celular. No hay edificios. De hecho, casi no hay casas de dos pisos y es posible sentir que se trata de un pueblo bastante plano y chaparrito, polvoriento y casi desértico durante el día, donde ni las hojas de los árboles se movían (una vez que el sol se ponía, las personas comenzaron a salir a sus portales y terrazas a tomar el aire, y un inesperado enjambre de motos tomó por asalto las calles cercanas a la plaza central frente a la iglesia del pueblo).
Sin embargo, este pueblo no termina de integrarse a nuestra modernidad, como lo comprobaron mis colegas que se quedaron en casas donde aún no hay agua corriente o solo la hay por unas horas al día.
Poco antes de llegar, al cruzar en la carretera la vía del ferrocarril, la vista de una larguísima fila de más de 30 vagones de tren para transportar carbón, nos adelantaba que las cosas ya no eran como García Márquez nos las había compartido a través de su literatura. Qué distinto tren era el que vimos al que se describía en Cien años de soledad.
Tras la necesaria rehidratación a base de cervezas y unos minutos de descanso nos trasladamos al Museo Casa Gabriel García Márquez.
El Museo se inauguró en marzo de 2010, y se encuentra ubicado a tan solo 4 calles de la plaza central (llamada por algunos, Plaza Remedios, la bella), y se reconstruyó a imagen y semejanza de aquel en el que Gabo pasara sus primeros años de vida. Esta no es la casa donde él creció. Uno podría sentir que lo es, pero no. Así se manifestaba uno de los primeros contrastes es en el que se convertiría la visita a Aracataca. Un juego entre lo que es y lo que uno imagina.
Esta es una casa blanca de una sola planta, de espacios abierto y muchas ventanas con un pasillo central amplio que va mostrando a izquierda y derecha los diferentes espacios de la vivienda: las habitaciones, las salas de recepción, el comedor, la cocina, la habitación de los abuelos.
Una vez ahí, su directora nos habló, retomando pasajes de diversas obras de Gabo que se podían leer en las paredes de cada habitación, la importancia de dichos lugares en los primeros años de García Márquez.
La creación del Museo Casa Gabriel García Márquez propuso un argumento para hablar de Aracataca, para llevar más gente a el.
La habitación de los abuelos, su primera recámara -ahí donde descubre no le gusta dormir con las luces apagadas-, el despacho del abuelo donde consultaría el diccionario de la academia cada vez que tenía duda o curiosidad sobre algo, el comedor y las dinámicas familiares alrededor de la hospitalidad de la casa y varios otros puntos que tienen un guiño directo a diversos pasajes, de diferentes libros, de García Márquez.
Es imposible negar que algo especial provoca el lugar en directa referencia a la influencia o importancia que la obra de García Márquez tenga a nivel personal en cada visitante.
Es posible imaginar que en esos pasillos y en esas habitaciones germinaba la semilla de la curiosidad literaria de un hombre que tomaría momentos o recuerdos personales para trasladarlos a una realidad alterna, donde otros personajes y escenarios llevarían la historia hacia nuevos caminos.
Visitar el museo podría llevar a lo mucho (y esto es en verdad dándole mucho tiempo a cada espacio), una hora.
Liberados de la obligada visita, nos mostraron las casas donde dormiríamos, hospedados por gente del lugar (en AracAtaca no hay hoteles), y haciendo tiempo en lo que a las 7 de la noche se proyectaba en la plaza, al aire libre, el filme Tiempo de Morir de Jorge Alí Triana (quien estaría presente en la proyección), película basada en el guión de García Márquez (cuyos diálogos fueron trabajados por el propio García Márquez en colaboración con Carlos Fuentes), el grupo se dio a la tarea de comenzar a recorrer el pueblo, de visitar la Casa del Telegrafista –ahí donde sus padres se conocieron- o la plaza Remedios, la bella.
La Casa del telegrafista, lugar de vital importancia tanto en el universo de Macondo, como en la vida de García Márquez en Aracataca, no es más que un par de habitaciones en la calle que está justo detrás de la iglesia del pueblo, con algunos objetos que hacen referencia a su presencia en la vida/obra de García Márquez. Poco cuidado y con un patio trasero convertido en inútil terreno baldío, el inmueble no despierta demasiado a la imaginación. Pareciera ser solo el display sencillo para que el despistado fiel de la iglesia de la Gabología pueda llegar, recordar pasajes de la obra donde se menciona, tomarse unas fotos y listo. No hay mucho más. No ofrece mucho más.
Tras 7 minutos tomando algunas fotos en el lugar (aún no sé bien por qué tardé tanto), decidí seguir caminando por la calle hasta llegar a la esquina donde podía rodear la iglesia y dirigirme por la calle lateral hacia su fachada y a la plaza que a la vez es su atrio. Justo en esa esquina, un hombre de unos 60 años, bajito, moreno, canoso y algo calvo se me acerca y me pregunta si sé dónde puede encontrar al director Jorge Alí Triana, a quien quiere conocer.
Por pura suerte, mientras echo la mirada por la calle lateral a la iglesia, veo que Jorge Alí está a unos 60 metros preparándose para la proyección.
Le doy a mi interlocutor un par de señas sobre cómo está vestido Jorge y lo señalo a la distancia.
Tras un efusivo “¡Gracias!”, Don Gilberto Tejeda me comparte que lo quiere conocer porque él es escritor y quiere obsequiarle su novela al realizador. Da unos pasos, se frena súbitamente y vuelve
Inmediatamente agrega con orgullo y sonriente, “Es que aquí los escritores, los músicos, los filósofos, los artistas, nos damos muy fácil. Yo soy escritor.” Al hablarlo, se nota que en verdad lo cree. Mueve las manos, gesticula, infla el pecho y levanta la cabeza y la mirada. Elabora un poco más sobre sus curiosidades artísticas y su deseo de que quizás pueda hablar de su libro en los medios donde trabajo, esto una vez que se entera de que soy periodista de visita en Aracataca.
“De aquí puede salir otro escritor que llame la atención del mundo”, me dice mientras rápidamente y con movimientos que parecen muchas veces practicados, abre un sobre color amarillo del que saca un libro pequeño. Su libro. El título: “Los amores de un cabrón soñador”.
Me lo presume primero, e inmediatamente me lo obsequia, me pide mi nombre y mi correo electrónico para escribirme. Apenas termina de apuntarlos, me agradece de nuevo, se despide con un fuerte apretón de manos y a paso veloz que casi se convierte en trote se dirige hacia la plaza con clara dirección hacia Jorge Alí.
Con un poco de tiempo aún en las manos, y con la suerte de encontrarnos un improvisado partido de futbol callejero en la siguiente calle atrás de la iglesia, algunos miembros del grupo decidimos realizar el primer clásico, Estrellas de Aracataca vs Periodistas del Resto del Mundo.
El desempeño futbolístico de la delegación internacional dejó mucho que desear. Lo suficiente para mantener la crónica del partido en el mínimo posible. Fuimos derrotados 3 goles a 1, y de no ser por las atinadas intervenciones de nuestro defensa central Manuel (de Portugal), de la escapada con destino de gol de Sebastián (de Guatemala) y un par de notables atajadas de nuestro portero Gabor (de Hungría), el marcador hubiera sido bastante distinto y mucho más humillante.
Por parte de la Selección Aracataca, sus 6 jugadores demostraron que ya se conocían y jugaban con bastante frecuencia entre ellos como para nunca temer por el resultado final, a pesar de los mejores intentos de nuestro equipo.
Entre el segundo gol logrado por ellos a través de una relampagueante pared que culminó en un centro con remate de cabeza entre dos delgados chamacos que no llegaban ni a los 20 años, y nuestra primera anotación, Jair, quien tiene 21 años y trabaja en una tienda de abarrotes, me confiesa que él nunca ha ido al Museo de García Márquez, ni tampoco ha entrado a la Casa del Telegrafista.
“Claro que sé quién es García Márquez, pero no soy de los que van a museos y esas cosas. Yo no leo mucho. Siempre he tenido otras cosas que hacer”, afirma mientras que yo sigo pensando en cómo hacer que nuestra media cancha retome un poco el control del balón y tengamos oportunidad de anotar un segundo gol. Esto no sucedió.
Comenzaba a develarse el velo de las diferencias entre el idílico Macondo que podíamos llevar en nuestra mente y la real Aracataca. A notar que se trata de un pueblo de contrastes, donde curiosamente dos mundos conviven al unísono.
Se acercaba la hora de la proyección de Tiempo de Morir, que por primera vez se mostraba en Aracataca y le daba la oportunidad a la gente de ahí de, a través de la ficción y entendiendo que las referencias se esconden en un segundo nivel, verse a ellos mismos, de ver su pasado, o guiños de su pasado vividos por Gabo, convertidos en el fondo y escenario de esta historia: ahí están los gallos, las venganzas, la familia, el calor.
En lo que revisaban los últimos detalles previos a la proyección, nuestra presencia no fue pasada por alto y en cuestión de minutos, algunos de mis colegas ya se encontraban rodeados por curiosos niños y niñas que querían hacer charla, y al mismo tiempo, contar que ellos saben de Gabo y su obra.
Así supimos de cómo la escuela de la localidad trabaja desde hace algunos años un programa que hace que los estudiantes se acerquen a la obra de García Márquez, más que como lectura obligatoria, como trampolín de integración a la actividad que más disfrutan (bastantes, no todos) los cataqueros: hablar de Gabo, sus libros y de Aracataca/Macondo.
Notable y envidiable, bajo estas particulares circunstancias, el impulso a la lectura que en la población infantil y juvenil han logrado aquí. No es leer por leer, es leer para entender y explicar, compartir.
Cual postal de un mundo bizarro, la escena terminaría con los niños pidiéndonos autógrafos. Sí, hay gente que cree que la firma de un periodista vale como autógrafo. De nuevo me sentí en un mundo alterno.
A esas alturas, yo ya había confirmado que aquí no hay mariposas amarillas, pero sí una extraña industria turística a partir de la ficción. En la que por igual participan niños y adultos, encantados en entrar en el juego de la romántica o idílica referencia del Macondo literario convertido en sudoroso tour.
No hay olor a guayaba. Y sin embargo, todo el universo de Macondo está ahí.
A menos de 50 metros, quienes pasaban la tarde-noche de su miércoles en partidas de billar de 500 pesos (colombianos), poca atención le pusieron a la proyección de Tiempo de Morir, y casi nada les interesaban el relajo de la plaza y/o las repetitivas conversaciones que involucran hablar de la mitología creada por Gabo alrededor de su pueblo natal.
Para ellos su prioridad es otra, como en el caso de John, joven moto taxista de la localidad. Su interés, mientras se proyectaba Tiempo de Morir, estaba más cercano a las necesidades de mantenimiento de su motocicleta y a las cuentas mentales que necesita hacer para llegar de nuevo este mes a los 800 mil pesos colombianos (casi 400 dólares) ganados el mes pasado que a leer libros y creer que todo lo que se lee ahí es real porque lo escribió alguien de ese pueblo.
Lo opuesto de los estudiantes de primaria con los que platicamos. Capaces de en 2 minutos resumir la trama de Historia de un secuestro, Vivir para Contarla o partes de Cien años de soledad (aunque no faltó el estudiante despistado que confundía una trama con otra). Conocen los lugares a los que hacen referencia las novelas y hablan de ellos como los escenarios donde hechos reales sucedieron. Apasionados se acercan a los visitantes para compartir sus conocimientos literarios pragmáticamente aplicados a una curiosa industria turística, de corte casi fantástico u onírico.
A la mitad de sus emocionados discursos de análisis literario, se dan tiempo para pausas pensadas como cápsulas de información precisa de la vida de García Márquez: Nació un domingo a las 8:30 de la mañana bajo una lluvia torrencial.
Curiosamente, palabra por palabra, la misma frase usada un par de horas antes por la directora de la Casa Museo Gabriel García Márquez mientras nos daba el recorrido.
A pesar de lo progresista y moderno que esto pueda parecer, Aracataca no deja de ser un lugar de gente más tradicional y conservadora, como lo demostró la reacción de una madre que en el momento en que hubo escenas de desnudos en la proyección de la película, rápidamente se dispuso a tapar los ojos de su hija, sentada en sus piernas, con las manos. Hasta un par de niños que no estaban sentados junto a algún adulto, tuvieron la misma reacción tres filas delante de donde me encontraba sentado.
Confirmando mis primeras impresiones, mis colegas colombianos coincidirían días más adelante en que mucho de lo que habíamos visto hasta entonces parecía ser una fachada de retórica pública, un bluff cultural no del todo arraizado en la realidad. La Casa Museo, con una museografía bien aplicada alrededor de su temática queda solo en eso, en un lugar de visita turística. Su potencial cultural, como posible centro social de uso y beneficio de la gente del lugar es mínimo. Cosa distinta, por ejemplo, a lo que la llamada Sala Macondo en Barranquilla propone para la comunidad. Un centro de lectura que funciona también como salón colectivo para talleres o hacer tareas o acercarse al conocimiento, enfocado, principalmente, a los niños.
Una parte de mí comenzaba a divagar sobre las dos caras de este lugar: real e imaginario a la vez.
Decidí quedarme un rato más en la realidad y no encontré mejor manera que entrevistando al alcalde de Aracataca. A las pocas palabras de nuestra conversación, era claro que estaba de vuelta en el mundo que conozco como el mío, o el real, con discursos políticamente correctos y retóricas formales con mensaje político-social de lugar común.
“Se siente maravilloso tener aquí la presencia del maestro Jorge Alí Triana, de Jaime Abello, de todos ustedes los periodistas, porque sé que han venido periodistas no solo de Latinoamérica, sino de Europa y Asia, por la cuestión de Gabito. Muy orgullosos de que esta gente nos pueda visitar, y que ojalá se repita”, afirmaba, con voz algo ronca, rítmica y hasta algo solemne, Tufith Hatum , alcalde de Aracataca.
“Somos un epicentro de cultura. Que nuestro nobel de literatura es reconocido a nivel mundial, que sin importar a donde vayamos, vamos a tener el reconocimiento de la gente, porque las obras de Gabito después de El Quijote de la Mancha, son las más vendidas a nivel mundial”, agregaba el emocionado alcalde mientras yo volteaba a mi alrededor en búsqueda de señales de ese epicentro de cultura del que hablaba. Lo único que vi fueron varios locutorios, una panadería, una sala de billar, una farmacia, un par de tiendas donde comprar cerveza y mucha gente en motonetas llegando a beber.
A pregunta directa de qué significaba para él ver esta historia que es un guiño directo al municipio a su cargo, donde la gente podía verse un poco en el espejo, respondió que “muestra la idiosincrasia de nuestro pueblo. Las formas como transcurre el vivir de una población, de un municipio, y vemos que cada día suceden escenas en la vida que todavía las estamos viviendo actualmente en nuestra vida diaria, y que Gabito las sabe llevar muy bien con este guión.”
Ya entrados en confianza le pedí me dijera qué sintió al ver a la autoridad también retratada en la película, como un personaje no tan menor, a lo que, entre risas iniciales añadió, “es la autoridad siempre preservando el orden público, diciéndole a las personas (la importancia) del buen comportamiento.”
Nos retiramos de la plaza, de vuelta hacia la casa de Leo Matiz.
La jornada terminaría con una agradable velada de cervezas, un ron llamado Maestro Gabo y largas y apasionadas conversaciones sobre los tópicos más diversos (cine, futbol, economía, relaciones sentimentales, viajes), en inglés, castellano y portugués (y algunos otros idiomas híbridos, resultado de la mezcla de estos anteriores y de una considerable cantidad de ron en nuestros organismos). Todo esto entre nuestra comitiva periodística, algunos invitados y ciertos miembros de la fundación del nuevo periodismo iberoamericano, a quien le debíamos habernos llevado a Aracataca.
Ya inspirado (o afectado, según se vea) por Dioniso/Baco, pensé que una explicación a mi experiencia en Aracataca podría llegar de una fuente muy distinta a la de la literatura o el cine, mis habituales referentes.
Aracataca es y no es. Juega entre la realidad y la imaginación. Macondo, por su parte, existe en un universo paralelo. En esta realidad la conocemos como Aracataca, y en ese puente metafísico entre universos, algunas cosas se comparten, y otras no.
Esta idea ha sido considerada desde Albert Einstein hasta Stephen Hawking pasando por las investigaciones y propuestas de otros científicos como Hugh Everett y Bryce Seligman Hewitt entre los años 50s y 70s, llegando hasta la actualidad de las presentaciones de Brian Greene en las mundialmente conocidas TED Talks donde aborda si nuestro universo es el único existente.
A esas alturas de la madrugada es difícil discernir si esa idea era muy buena o una gran broma. Todo apunta a lo segundo.
Sólo nos restaba dormir (unas cuantas horas ya que la fiesta-reunión-convivio terminó entrada la madrugada) unas horas antes de volver a Cartagena a primera hora de la mañana, apenas hubiéramos desayunado algo.
Como anécdota personal de ese lugar que por un lado sorprendía y motivaba a echar a la imaginación, y otro que se parece a tantos lugares más olvidados en el mapa porque no tienen un nobel de literatura que haya nacido ahí, jamás olvidaré que la cama en la que me tocó dormir en Aracataca era un avanzado prototipo de híbrido entre cama y hamaca, o quizás el uso por años de dicho colchón, era el responsable de que al recostarse al centro, acabara uno hundido al fondo, envuelto como si se tratara de una tortilla gigante, siendo uno el relleno del taco-colchón.
Retomando mi ‘teoría científica’, pensé que en algún punto de la carretera
entre Cartagena y Aracataca, entre tanto retén de seguridad, existe un puente o puerta a la dimensión o universo alterno donde Macondo comparte espacio con Aracataca.
Quizás sucedió pasando Barranquilla y cerca de ese mágico punto donde un día antes nos detuvimos por unos minutos a comer unas arepas de queso que sabían delicioso. Sospecho que sabían así en parte por el hambre consecuencia de la desmañanada y el autoimpuesto ayuno de varios de mis colegas, previendo un incómodo viaje de 5 horas con el constante fantasma de ir con pesadez estomacal si hubieran desayunado como varios hubiera querido.
Nuestro última visita, ya de salida hacia Cartagena, fue al río “de aguas diáfanas que se precitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.”, donde nos tomamos la foto del grupo.
El río no se precipitaba en lo absoluto, de hecho, estaba casi detenido, probablemente por la presencia de alguna presa cercana. Qué poco macondiano resultaba eso.
De regreso al autobús, Juan Manuel (colega de Ecuador) se me acerca y me dice que se había quedado con ganas de que hubiéramos podido jugar el partido de futbol la tarde anterior con los jóvenes que vimos cerca de La Casa del Telegrafista. Le respondí que también a mí me hubiera gustado que así fuera.
Quizás sea el momento de confesar que el encuentro futbolero de la tarde anterior se dio en Macondo y no en Aracataca, en una línea de tiempo y espacio paralela a nuestras actividades en el pueblo. En un mundo imaginario anclado en detalles, conversaciones o momentos reales pero que no existen del todo en nuestra dimensión. Un poco como la relación entre la ficción de García Márquez y la realidad de Aracataca.
Por un instante me sentí como José Arcadio Buendía, “cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y la magia”. De haberse cumplido esto último, estoy seguro que no hubiéramos perdido 3 a 1, y en una de esas, hasta un gol hubiera metido yo. Pero no, no llegamos a los terrenos del milagro y la magia.
La última prueba necesaria para confirmar la extraña dicotomía de realidades de este lugar se dio al regreso, y aun ahora, a un par de semanas de haber visitado el lugar, no logro recordar quien fue el primero –de varios- en comentar el punto.
En contra de lo que normalmente sucede al viajar, el regreso se sintió más largo que la ida. Quizás una última manifestación metafísica de lo que este lugar provoca, de su singular existencia.
Vine a Aracataca porque me dijeron que aquí podía escribir un reportaje. Y creo que lo hice. Ya no recuerdo.