Por: Mónica González, corresponsable del Consultorio Ético
El hombre de rasgos indígenas se sabía protagonista de un hito histórico. Alejandro Toledo buscaba cerrar una década letal en Perú, de 1990 a 2000, gobernada por Alberto Fujimori. Al menos dos masacres cometidas por un Escuadrón de la Muerte (Grupo Colina) en Barrios Altos (Lima) y en la Universidad de La Cantuta —además de la corrupción y represión desplegada por Vladimiro Montesinos, su brazo derecho (director del Servicio de Inteligencia del Ejército en esa misma década)— dejaron una huella indeleble en ese país. A ello se sumó el secuestro del periodista Gustavo Gorriti (entonces corresponsal de El País de España) y del empresario Samuel Dyer.
En julio de 2001, el nuevo presidente traía la esperanza de un nuevo ciclo de democracia, libertad y mejor vida para los peruanos. Fue lo que prometió al jurar en la Fortaleza de Sacsayhuamán apelando a la cultura mítica de la civilización incaica. Luego, Alejandro Toledo se encaramó por las alturas del Machu Picchu y proclamó: “Vengo a pedirte, Cusco milenario, fuerzas para tumbar el desempleo y la pobreza en el Perú, ya no para tumbar una dictadura”.
Trece años más tarde, a miles de kilómetros de Lima, y cuando Alejandro Toledo ya no era presidente de Perú, era allanada en Brasilia una gasolinera de fachada simplona que hacía limpieza de automóviles. Ese 17 de marzo de 2014 no hubo despliegue de cámaras de TV. El terremoto era subterráneo. Y emergió a la superficie días más tarde al ser detenido un alto ejecutivo de Petrobras, la poderosa petrolera estatal de Brasil, acusado de desvío de dineros fiscales a la empresa constructora Odebrecht. Sería el inicio del complejo intento por enjuiciar a los protagonistas del llamado Caso Lava Jato (lavado de autos), la madeja de corrupción más importante que sacudió durante la segunda década de este siglo las instituciones de Brasil y Perú y de otros ocho países de América Latina.
El terremoto tuvo réplicas. Y fue tanto el dinero en juego que la fuerza telúrica que buscó imponer la impunidad sacudió la democracia de Brasil y de Perú hasta sus cimientos.
Diez años y ocho meses han transcurrido desde que un operador de lavado de activos fue detenido en esa gasolinera de Brasilia. El lunes 21 de octubre recién pasado, nada quedaba en ese tribunal peruano de aquel Alejandro Toledo que hace 23 años invocó al imperio inca. Después de un tortuoso camino judicial con más de 170 audiencias, un alambicado proceso de extradición desde Estados Unidos y de sucesivas embestidas para anular la investigación de esta millonaria red de corrupción, Alejandro Toledo, el hombre que nació en un poblado humilde, que estudió economía en las universidades de San Francisco y Stanford, fue condenado. A sus 78 años, con el rostro devastado y pidiendo clemencia por su salud, el expresidente fue sentenciado a más de 20 años de cárcel por haber recibido US$35 millones en sobornos de Odebrecht.
Ahora ya se sabe que la constructora que llegó a ser la mayor del continente pagó sobornos por al menos US$788 millones a presidentes y altos funcionarios de diez países de Latinoamérica y dos de África (Argentina, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Panamá, Perú, República Dominicana, Venezuela; Angola y Mozambique en África). Fue la cifra que sus ejecutivos admitieron ante la justicia para aminorar las penas de cárcel. Confesaron también que las coimas correspondían al 30% del costo de importantes obras públicas destinadas a mejorar la conexión, el comercio y la calidad de vida de nuestros pueblos. El “mecanismo” que les aseguró ganancias millonarias con dineros que les fueron robados a los ciudadanos
Uno de ellos, el gran proyecto vial Carretera Interoceánica Sur, que conectaría Perú y Brasil, terminó siendo un puente para el enriquecimiento del presidente Alejandro Toledo: se hizo de US$35 millones en coimas entre 2004 y 2005. Así lo demostró la investigación judicial que encabezó el fiscal José Domingo Pérez, del Equipo Especial Lava Jato, y que se dilató por muchos años.
Y ello a pesar de que el buen periodismo —liderado por Gustavo Gorriti y el equipo de IDL Reporteros— fue revelando pieza por pieza cómo Odebrecht infectó a Toledo y a cada uno de los mandatarios —y otras autoridades— que lo sucedieron en Perú. Pero los fieros embates de la red de corruptos iban obstaculizando o desinformando hechos y testimonios. Atacando sin tregua a los fiscales y periodistas que investigaban el caso.
La cadena de corrupción no tiene respiro
A Alejandro Toledo le sucedió en la presidencia de Perú Alan García, protagonista de un episodio estremecedor del largo correlato del Caso Odebrecht. García gobernó entre 2006 y 2011 (antes fue presidente entre 1985 y 1990) y fue acusado por el Ministerio Público de recibir coimas para favorecer a la constructora Odebrecht en una importante licitación para obras del Metro de Lima. El 17 de abril de 2019, cuando iban a detenerlo, se disparó un tiro en la cabeza. Entonces arreció el ataque contra el buen periodismo que revelaba el estropicio que dejaban las coimas de Odebrecht.
El sucesor de García en la Presidencia de la República de Perú fue Ollanta Humala (2011-2016). Un año después de dejar Palacio Pizarro (2017) fue acusado de lavado de activos en el Caso Lava Jato. El juicio se inició en 2022 pero ha avanzado con extrema lentitud. El Ministerio Público pide para él y para su esposa, Nadine Heredia, 20 y 26 años respectivamente por recibir dineros ilícitos de la constructora Odebrecht.
Cuando Alan García se suicidó, gobernaba Pedro Pablo Kuczynski (PPK), quien asumió en 2016. Solo pudo gobernar dos años. El mismo día que el expresidente Alan García fue enterrado, la justicia dictaminó tres años de prisión preventiva para Kuczynski por lavado de activos y vínculo directo con la organización criminal Odebrecht. Se demostró que recibió sobornos a cambio de entregarle a la constructora la concesión de los tramos dos y tres de la Carretera Interoceánica del Sur, en 2005, cuando PPK era ministro de Economía del presidente Alejandro Toledo.
En ese momento, la red de corrupción desplegó todo su poder. El apoyo del partido de Alberto Fujimori (cumplía condena por delitos de lesa humanidad), dirigido por su hija, Keiko, salvó a Kuczynski de la destitución que se votó en el Congreso el 21 de diciembre de 2017. No fue un hecho casual. Tres días después, el acusado presidente Kuczynski le otorgó indulto “humanitario” a Fujimori. Meses más tarde aparecieron videos que mostraban que ese indulto se concedió con dinero de por medio que ofreció Keiko y sus colaboradores a los congresistas que votaron por salvar a Kuczynski. El presidente debió dimitir acusado de lavado de activos en beneficio de Odebrecht.
El buen periodismo mostró cómo Kuczynski actuó en la madeja de coimas como socio de First Capital Partners, empresa de consultoría, trabajando para Odebrecht. A pesar del cúmulo de pruebas expuestos, el expresidente aún no es acusado ante los tribunales. Espera su turno con la esperanza que el juicio se siga dilatando gracias a la acción de su red de poder.
Una red que ha seguido mostrando su potencia y motor de desestabilización. Seis presidentes se han sucedido en los últimos cuatro años. Ninguno ha podido terminar su periodo por acusaciones de corrupción. A Kuczynski le siguió Martín Vizcarra. También gobernó solo dos años. En noviembre de 2020 fue destituido por el Congreso por “incapacidad moral permanente”. Cobraba comisiones ilícitas y, como sus antecesores, obstruía la justicia para no ser acusado ni enjuiciado. Pedro Castillo, elegido en 2021, fue destituido por el Congreso en diciembre de 2022, inmediatamente detenido y acusado de rebelión e intento de golpe de Estado. Se le acusa, además, de abuso de autoridad y actos de corrupción de personas de su entorno familiar.
El último acto de corrupción tuvo de protagonista a la actual presidenta Dina Boluarte, quien reemplazó el 7 de diciembre de 2022 —sin elecciones— a Pedro Castillo. Nominada por el Congreso, la primera mujer presidenta de Perú no pasó inadvertida. Las masivas manifestaciones en su contra dejaron más de 60 muertos que aún buscan justicia.
Fue otra vez el buen periodismo —del medio La Encerrona*— el que descubrió cómo Boluarte coleccionaba relojes de alto costo, los que exhibía en sus presentaciones públicas. La presidente se desdijo sobre su procedencia y no pudo demostrar de dónde salía el dinero para su adquisición. Hasta su casa fue allanada. Pero se salvó de la destitución.
Una vez más el partido de Keiko Fujimori actuó en el Congreso. Recluido en el penal de Barbadillo, donde debía permanecer hasta 2032, en diciembre pasado la sorpresiva liberación de Alberto Fujimori entregó la hebra para ir en busca del precio que se pagó. Fue el propio expresidente quien sin pudor lo oficializó cuando tras salir de prisión, en su primera declaración pública, frente a la posibilidad de adelantar las elecciones presidenciales proclamó: “El gobierno de la presidenta Dina Boluarte va a continuar hasta el 2026. Por lo menos Fuerza Popular y el fujimorismo así lo han acordado”.
El plan estaba diseñado. Se necesitaba mantener a Boluarte en Palacio Pizarro para que en las elecciones presidenciales de 2026 se presentaran los Fujimori. Pero antes había que anular el proceso en el Caso Lava Jato que mantenía en vilo la posibilidad de que Keiko Fujimori fuera candidata. La audiencia estaba programada para el 1º de julio de 2024.
La brutal embestida del poder corrupto de Perú se aceleró. Acusaron al periodista Gustavo Gorriti de ser el hombre que hilaba en la oscuridad las acciones de los fiscales Rafael Vela y su adjunto, José Domingo Pérez, para acusar falsamente a Keiko Fujimori de recibir coimas de Odebrecht. La abogada de Keiko pidió la destitución de ambos fiscales. Buscaron inhabilitar a los fiscales y a Gorriti. Incluso encarcelarlo. Vela fue suspendido.
El marginado fiscal Rafael Vela, coordinador del equipo especial Lava Jato durante seis años, acusó: “Enfrentamos una campaña de desprestigio. Buscan no solo lo que han conseguido conmigo, mi remoción del equipo, sino destruir toda la operación. Todos los involucrados en el caso Lava Jato, expresidentes de la República, exministros, empresarios de muy alto perfil están incluidos en el entramado que ahora está en las fases finales. Quieren afectar la credibilidad de los operadores de justicia y de los mecanismos de legalidad”.
En ese mismo momento, la red de corrupción desplegaba —y lo sigue haciendo— una trama de hechos falsos para obtener la nulidad de los procesos.
La vuelta de tuerca en Brasil
A diferencia de Perú, país en que la investigación periodística se inició en 2011, la persecución judicial del Caso Lava Jato en Brasil llevó la delantera y ocupó un rol estelar cuando asumió un rol crucial el emblemático juez Sérgio Moro. De esa indagatoria emergió el sofisticado entramado de sobornos, contratos opacos y comisiones que nacía en Petrobras y se ramificaba en una turbia arista de financiamiento ilegal de los partidos que nombraban directivos de Petrobras. La madeja de corrupción llevaba adosado el enriquecimiento ilícito e incluyó a altos dirigentes del Partido de los Trabajadores, el partido del actual presidente Lula. Un “mecanismo” que se fue expandiendo como una oscura mancha de petróleo por otros países de Latinoamérica.
La investigación liderada por Moro acumuló más de 180 condenas mientras se recuperaban sobre US$860 millones obtenidos en forma ilícita, principalmente de Petrobras. Moro se transformó en un ícono contra la corrupción logrando que el Congreso de su país destituyera a la presidenta Dilma Rousseff (del mismo Partido de los Trabajadores, PT). Lo más relevante fue la encarcelación del líder del PT y expresidente Luiz Inácio Lula da Silva (culminó su segundo mandato en 2009 con 86% de popularidad), a quien se acusó de haber recibido coimas en la trama Odebrecht. Entonces Moro emergió como candidato a la Presidencia de la República. En 2018, en medio de la arremetida de la ultraderecha tras la caída de Lula, aceptó ser ministro de Justicia del nuevo líder, el ex oficial golpista Jair Bolsonaro. Cuando poco después Moro decidió ir por la presidencia de su país, ya era tarde.
Fue nuevamente el buen periodismo de Brasil —The Intercept, los corresponsales del diario español El País y Agencia Publica— los que provocaron un nuevo terremoto. Al revelar los mensajes privados entre Moro y los fiscales que trabajaban bajo sus órdenes en la investigación del Caso Lava Jato, quedó en evidencia que parte de la trama fue fabricada e instalada. ¿Para qué? Para impedir que Lula da Silva fuera candidato presidencial y dejarle la cancha libre a la ultraderecha. El Tribunal Supremo de Brasil dictaminó entonces que Sérgio Moro fue parcial en el juzgamiento del expresidente. Lula recupero la libertad después de 580 días de cárcel y llegó nuevamente a la presidencia, derrotando el intento de reelección de Bolsonaro.
Lo que vino fue un golpe de timón. No se habla del golpe de Estado que sacó del poder presidencial a Dilma Rousseff. Fraguado por los mismos hombres que eran parte de la trama de corrupción que el buen periodismo dejó expuesta. Como el juicio a Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados cuando se decidió destituir a Dilma Rousseff. Condenado a más de 50 años de prisión por actos de corrupción, solo cumplió tres años. El entonces presidente Bolsonaro logró anular sus condenas. El Caso Lava Jato se ha convertido en Brasil en un grueso archivo judicial. Buena parte de los procesos han sido anulados. La tuerca de la impunidad dio un salto hacia atrás.
Las huellas en Venezuela, Ecuador y Centroamérica
Para los archivos de la impunidad quedará también la huella de Odebrecht por Venezuela, durante los gobiernos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro. En sus confesiones, los ejecutivos de la constructora brasileña revelaron que pagaron US$98 millones en sobornos a funcionarios de ese país entre 2006 y 2015. La constructora llegó a Venezuela en 1992 para ejecutar proyectos importantes, como la Línea 4 del Metro de Caracas. Su ancla en Venezuela sirvió de pivote para su tenaza en República Dominicana. En uno de los documentos del Departamento de Justicia en EE. UU. se lee: "Entre 2001 y 2014, Odebrecht fue responsable de pagos ilícitos a funcionarios del gobierno e intermediarios trabajando en su nombre en República Dominicana por US$92 millones". Otra cifra de este capítulo resulta interesante: Odebrecht obtuvo ganancias ilícitas por más de US$163 millones de los contratos en Venezuela.
En Panamá también primó la impunidad. En una investigación de Sol Lauría y Rolando Rodríguez, se documenta: “Entre 2004 y 2019, tres presidentes de tres partidos distintos adjudicaron a Odebrecht obras por más de US$10 mil millones. El capítulo panameño del Lava Jato duró más de una década, incluyó sobornos millonarios, acuerdos bajo la mesa y sobrecostos por más de US$2 mil millones, sin ninguna consecuencia hasta ahora (Panabrecht’: cómo una gigante de Brasil conquistó el país del Canal)”.
O lo que ocurrió con Mauricio Funes, presidente de El Salvador entre 2009 y 2014 como líder del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Acusado de recibir US$1,5 millones ilícitos de Odebrecht para su campaña presidencial de 2008, y de otros millonarios pagos ilícitos, fue condenado en noviembre de 2017. No pasó ni un día en la cárcel. Está exiliado en Nicaragua, bajo protección de Daniel Ortega.
Distinto es el caso del vicepresidente de Ecuador entre 2013 y 2018, Jorge Glas. Acusado de pertenecer a una asociación ilícita y de recibir US$3,5 millones de sobornos de Odebrecht, fue condenado en diciembre de 2017 a seis años de prisión y a pagar una indemnización al Estado de US$7,5 millones. Más tarde, en abril de 2020, sería condenado a ocho años de cárcel como coautor de cohecho pasivo agravado. Lo acusaron —junto al expresidente Rafael Correa— de liderar una organización criminal que recibía sobornos de contratistas. Después de denunciar torturas físicas y psicológicas en la cárcel, fue detenido el 5 de abril de este año al interior de la embajada de México en Ecuador. Fue un escándalo diplomático pues los policías violentaron la embajada y al embajador mexicano. Como consecuencia, México rompió relaciones con Ecuador.
El buen periodismo: el hito
El buen periodismo y las investigaciones judiciales han revelado la cara oculta de la corrupción institucional detrás del Caso Lava Jato. Como ese departamento secreto que instaló la empresa Odebrecht cuya única función fue el pago de sobornos. O la confesión de Marcelo Odebrecht en Perú, después de revelar el esquema de coimas y adjuntar los documentos que probaban sus dichos: “Así funciona toda América Latina”. O cómo se penetró la trama original de los cerca de US$8 mil millones desviados ilegalmente desde la petrolera estatal Petrobras de Brasil a políticos y empresarios. Hasta llegar a lo que develó la investigación en Estados Unidos. Cuando el juicio se inició en Nueva York, era tal la cantidad de pruebas que emergieron que los ejecutivos de Odebrecht debieron declararse culpables.
En diciembre de 2017 se informó de los acuerdos de colaboración con la Justicia. A cambio de la entrega del detalle de los sobornos pagados, Odebrecht y su filial petroquímica Braskem, se comprometieron a pagar cerca de US$3.500 millones, la multa más alta jamás pagada por corrupción. Su imperio ya no existe. Tampoco su nombre (ahora se llama Novonor). Su presidente pasó solo dos años y medio en la cárcel después de haber sobornado a muchas de las más importantes autoridades de América Latina.
En Perú, algo está resultando mal para la potente red de corrupción antidemocrática. Porque tal como estaba previsto, el 1º de julio pasado, Keiko Fujimori, líder del grupo principal del Congreso, fue la protagonista de una audiencia judicial. La acusación del Ministerio Público se escuchó potente: se le imputan delitos de lavado de activos y crimen organizado por recibir de Odebrecht US$1,2 millones –en sobornos– para financiar sus campañas presidenciales de 2011 y 2016. Si resulta culpable, deberá ir a la cárcel (piden 30 años) y no podrá postular a la presidencia en 2026.
Sí, es verdad: Alberto Fujimori falleció en septiembre pasado, y aquello fue un golpe para Keiko y su grupo. Pero el hito más importante fue lo que sucedió el 21 de octubre recién pasado, cuando se condenó al expresidente Alejandro Toledo a más de 20 años de prisión por las coimas de Odebrecht. La justicia dio una vuelta de tuerca a la impunidad. Toledo debió partir a su celda en el penal de Barbadillo, al este de Lima. Un presidio donde, después de la liberación de Fujimori, solo lo acompaña el expresidente Pedro Castillo.
Lo ocurrido en Perú y Brasil, y lo que están enfrentando otros países de América Latina en estos mismos días, revela que la corrupción está enquistada en la institucionalidad de nuestros países y que Maquiavelo fue un gran precursor de lo que venía cuando hace más de cinco siglos la identificó como la causa de la decadencia de la República.
Enfrentamos una crisis que corroe la democracia.
Frente a ella, los periodistas debemos desplegar nuestras mejores armas. Y la ética es una que debe llevar nuestra marca de fábrica. Ese periodismo veraz, incisivo e independiente, debe tener siempre un complemento ético si queremos combatir la desconfianza de los ciudadanos.
El esfuerzo que debemos hacer hoy por entender que el periodismo no es justiciero y que nuestro servicio público es impulsar e incluso empujar a la justicia a cumplir su rol, es mayor que ayer. Saber respetar el secreto profesional sean cuales sean las presiones del poder, como lo ha hecho Gustavo Gorriti en Perú, es un imperativo ético. Cuidar las fuentes, cuidar a nuestros equipos es otro imperativo ético de nuestros días.
Cuando el buen periodismo cumple su rol más importante se convierte en el enemigo público número uno de los corruptos. Por eso en Perú la red del crinen organizado que se formó en torno a Odebrecht necesita hacer caer al periodista Gustavo Gorriti. Si quieren anular el juicio en Perú, reescribir la historia y convertir a los corruptos en víctimas, es imprescindible ese paso previo. Por ahora, el fiscal José Domingo Pérez sigue en el Ministerio Público liderando el proceso contra Keiko Fujimori y los otros involucrados en la trama Lava Jato. También Gustavo Gorriti y el buen periodismo. El destino democrático de Perú está en el destino de esa madeja
Hugo Alconada: “La condena de Alejandro Toledo, una bocanada de aire fresco para la investigación periodística”
Hugo Alconada Mon, periodista de investigación argentino y abogado, prosecretario de redacción del diario La Nación: “Puede parecer paradojal, pero la condena de Alejandro Toledo resulta una bocanada de aire fresco para la democracia en América Latina, para el periodismo y, en particular, para la investigación periodística. Son tiempos bravos para plantearle preguntas incómodas al poder, sea Nayib Bukele (El Salvador), Nicolás Maduro (Venezuela), Daniel Ortega (Nicaragua), Javier Milei (Argentina) y tantos otros que creen que las urnas les dieron la suma del poder público y olvidan que ser funcionario público significa ser servidor público. Están allí para servir a quienes lo votaron (y a quienes no también), y rendir cuentas de sus actos y de sus dichos. Por eso, las noticias que llegan desde el Perú, donde fue decisiva la gran labor de Gustavo Gorriti junto a Romina Mella y el resto del equipo IDL Reporteros, recargan las baterías de sus colegas en todo el hemisferio. Investigar al poder —político, empresario, sindical, religioso y tanto más— es nuestra obligación, si consideramos al periodismo como un servicio público. Preguntar y más aún buscar y exigir respuestas, cuando estás pueden ser incómodas, es nuestra obligación”.