Por: Mónica González, corresponsable del Consultorio Ético
Siete días separan la muerte del dictador de Chile, el general Augusto Pinochet, y la reelección de Hugo Chávez como presidente de Venezuela. Ambos hitos marcaron en diciembre de 2006 el cierre de un año en que diez elecciones cambiaron el mapa geopolítico de América Latina. Si hace casi 20 años las urnas –el voto popular– sellaron un giro político histórico en el continente, en las siguientes dos décadas la democracia, que tanto costó conquistar, no logró permear la desigualdad. Hubo avances en el combate a la pobreza, pero se consolidaron grandes bolsones de exclusión social mientras la concentración de la riqueza quedó en manos de unos pocos. Y los autoritarismos y las dictaduras reaparecieron. En Nicaragua y Venezuela. Tan letales como los regímenes que habían combatido miles de hombres y mujeres ofrendando incluso la vida. Y emergió una nueva violencia.
La corrupción corroe nuestras instituciones, coopta policías, militares, jueces, fiscales, sindicalistas, políticos y empresarios. También periodistas. Se fue incrustando al mismo ritmo que el malestar social. Y el camino fue quedando pavimentado para un nuevo poder que avanzó sin obstáculos: el crimen organizado. Y que en 2024 obtuvo más ganancias que en toda su historia: US$25 mil millones adicionales, según acaba de reportar una investigación para InSight Crime de Jeremy McDermott y Steven Dudley.
Desigualdad extrema y crimen organizado van de la mano en América Latina, el continente más desigual. Así lo revelan estudios del Banco Mundial y la Cepal: Chile es el país de América Latina en el que los ultrarricos concentran el mayor nivel de patrimonio. La riqueza que acumulan nueve chilenos equivale al 16,1% del Producto Interno Bruto (PIB) de Chile. El panorama en el resto del continente es similar. El Informe World Inequality Report de 2022 indica que el 1% más rico de Chile concentra 49,6% de la riqueza total del país. Le siguen a pocos pasos Brasil, donde ese mismo 1% concentra el 48,9% de la riqueza total; y México con el 46,9%. Y en noviembre de 2024, un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) reveló que América Latina pierde hasta el 3,44% de su PIB por efectos del crimen y la violencia que provoca el crimen organizado. La cifra es más del doble de lo que al mismo tiempo se dedica a políticas públicas para los más vulnerables
Si a eso sumamos la grave crisis por la que atraviesa el sistema de justicia y la confianza en congresistas y políticos en todo el continente, se crea el clima ideal para la expansión del crimen organizado. Un poder que hoy cambió de piel, estrategias, estructura y tentáculos. El problema principal: no se reconoce la profundidad de la crisis ni se dimensiona la amenaza. Y se propician medidas para combatirlo que restringen las libertades.
En ese contexto, el buen periodismo –no cualquiera– ha quedado como cordón umbilical de la ciudadanía para saber qué ocurre y qué hacer en esta crisis. Lo que está en juego hoy –el nudo de la democracia– es que los ciudadanos tengan acceso oportuno a la información veraz y necesaria. Le afecta su diario vivir o incluso su vida. Porque la falta de información puede significar muerte. Ausencia de datos confiables a tiempo impide proteger a los ciudadanos, fiscalizar e investigar a quienes actúan coludidos con el crimen organizado.
El nuevo crimen organizado transnacional, sus rutas de financiamiento y la trama de cómo despliega su poder de cooptación, a través de las instituciones y organismos democráticos con quienes se colude, se ha convertido en un desafío ético para el buen periodismo en un momento clave en que el derecho a la verdad y a la vida están en grave peligro.
Nuevo poder tan oculto como real
El último día de 2024 la noticia debió provocar un escándalo político. A pesar de que el buen periodismo de México lo viene alertando desde hace más de una década, por primera vez una institución internacional afirmó que México enfrenta una “guerra civil de carteles”. Y lo situó como el cuarto país del mundo con el conflicto más extremo, superado por Palestina, Myanmar y Siria.
La ONG de mapeo y análisis de violencia ACLED (Armed Conflict Location & Event Data) lo grafica con cifras y datos. Entre ellas: esa guerra deja más de 30.000 personas asesinadas al año; y en 2024 se registraron más de 500 eventos violentos contra figuras políticas (como la eliminación física de candidatos a cargos de elección popular en Chiapas, Veracruz y Morelos). Y el más importante: lo que está detrás del aumento del 18% en el último año de la tasa de muerte en los enfrentamientos entre grupos armados es la fragmentación del Cartel de Sinaloa y su pugna con el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), además de la lucha con otros grupos criminales locales. Solo así se entiende que Chiapas se haya convertido en una frontera tomada por el crimen organizado, dejando a más de 4.000 desplazados en Tila.
ACLED, con sede en Estados Unidos, sabe de violencia: lleva 10 años rastreando conflictos políticos violentos en el mundo. El diario El País cita al analista en seguridad Carlos Pérez Ricart, quien destaca la seriedad de los estudios de ACLED y lo que supone esa etiqueta de “guerra civil de carteles” para México: “Lo primero es reconocer que estamos en un país con zonas de conflicto extremo, y no es nuevo; llevamos 15 años al menos en esa realidad que de nada sirve esconderla. Hay que entender los flujos ilegales en los que está México inmerso por tener el mercado de drogas y armas más grande del mundo al norte. Y es transnacional”.
La cifra más estremecedora que arroja esta guerra de carteles por el control territorial en México es la de desaparecidos forzados: 115 mil hasta agosto de 2024, aun cuando hay evidencias de que el registro es incompleto. En 2023, el medio Quinto Elemento logró identificar 5.696 fosas clandestinas en 570 municipios del país, donde yacen cientos de miles de personas asesinadas y hechas desaparecer. Una práctica letal que repite los peores tiempos de las dictaduras militares de Latinoamérica y de la Doctrina de Seguridad Nacional impuesta por Estados Unidos en los años ‘60, ‘70 y ‘80 para eliminar opositores, expandir el terror y paralizar a la población.
Aquí el buen periodismo ha hecho la gran investigación: Quinto Elemento, Animal Político y Radio Ambulante, entre otros. Esos periodistas han reportado el hallazgo brutal de cuerpos desmembrados y almacenados en hieleras y refrigeradores en Poza Rica, por ejemplo, cuyo gobernador no trepidó en acusar: “Se matan entre ellos”. Tal cual lo hicieron en Chile cuando los servicios secretos de la dictadura y el periodismo cómplice acusó que 119 detenidos y hechos desaparecer en sus cárceles secretas habían muerto asesinados por sus propios compañeros (“Operación Colombo”).
Una arista macabra de la huella que deja el crimen organizado en México lo resaltó la destacada periodista Marcela Turati a fines de septiembre de 2024, citando la “impunidad que revela la investigación La Desaparición en México: el presidente Andrés Manuel López Obrador cerraba su sexenio con 72.100 cuerpos sin identificar (48% de ellos solo en los últimos cinco años).
Gran parte de los cientos de miles de muertos y desaparecidos en México se explican por la guerra entre carteles del crimen organizado por el control de las rutas de tráfico de migrantes y extorsiones, dos de los grandes negocios de grupos criminales locales. El conflicto territorial más importante es la guerra entre el Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y el Cartel de Sinaloa. Con efectos letales más acotados, la batalla que opone al CJNG con el cartel de Santa Rosa de Lima por el control del robo de combustible en Guanajuato.
La expansión del poder del CJNG y del Cartel de Sinaloa y de su lucha territorial a otros países de Latinoamérica acrecienta la violencia. Ahora el negocio de los grupos criminales abarca mucho más que el tráfico de drogas, personas y armas. Ya se instaló en el negocio de los secuestros y extorsión, la minería ilegal, el robo de hidrocarburos y al transporte de carga; contrabando; y extorsión a productores agrícolas (aguacateros, limoneros), entre otros. Esa expansión acrecentó su poder económico transnacional y le ha permitido al crimen organizado convertirse en un estado paralelo en amplias zonas del territorio de México, Honduras, Guatemala, Venezuela, Perú y también en Ecuador. En ese último país, en octubre de 2023, fue asesinado el candidato presidencial Fernando Villavicencio, quien en su campaña precisamente denunciaba la presencia en su país de carteles criminales mexicanos.
A pesar de que los estragos que provoca el consumo de fentanilo –acapara la atención masiva de los medios de comunicación– la cocaína sigue siendo la joya de la corona de los carteles transnacionales. Como lo acaba de informar una investigación de InSight Crime, el comercio ilícito de la cocaína sustenta al crimen organizado y le generó a los carteles aproximadamente US$66,6 mil millones en 2024, mucho más que los $43,6 mil millones de 2023.
Solo en Colombia la producción de cocaína “aumentó hasta 1.000 toneladas (el doble de lo que produjo en 2015)”, como informa la misma investigación de InSight Crime. Un hito que ya citó un informe de Bloomberg Economics en 2023, cuando afirmó que la cocaína estaría a punto de convertirse en el producto de exportación principal de Colombia, desplazando al petróleo.
Haciendo hincapié en este especial auge de la cocaína, la investigación de InSight Crime concluye: “convirtió a los grupos criminales mexicanos en una ‘insurgencia criminal’ y a la ‘Ndrangheta italiana’ en la mafia más poderosa de Europa. Ahora está dando a la mafia albanesa un impulso sin precedentes. Si a esto le añadimos aumentos menores en los otros dos grandes productores de cocaína, Bolivia y Perú, y la aparición de plantaciones de coca a escala industrial en Ecuador, Honduras, Guatemala y Venezuela, nos encontramos ante la mayor bonanza de cocaína de la historia”. A ello hay que acotar un dato relevante: Europa ha superado a Estados Unidos como el mayor mercado mundial de cocaína. De allí la búsqueda de nuevas rutas de salida de la droga por países como Costa Rica, Uruguay y Chile.
Así lo informó The New York Times en una crónica de septiembre de 2024: Costa Rica le disputa el primer lugar a México en el envío de cocaína a EE. UU. y a Europa. Un hito ya asumido en abril de 2022 por el Departamento de Estado de EE. UU, en el reporte “Estrategia Integrada de País”
El oro: la nueva Meca
El auge de la cocaína no debe hacernos olvidar el alza sin precedentes que ha tenido la minería ilegal en América Latina en manos del crimen organizado. Los precios inéditos alcanzados por el oro –subieron 30% en 2024 hasta situarse en US$2.600 la onza– gatillaron una arremetida febril de la explotación ilegal en Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador y Perú.
Un episodio que ocurre en Colombia, con una de las mayores vetas madres de oro de América Latina, lo grafica. Según relata una crónica de Juan Forero en The Wall Street Journal en noviembre pasado, la minería ilegal se tomó el 60% de los túneles de una mina de propiedad de la empresa china Zijin Mining Group, controlada por el Estado. En las montañas que rodean Buriticá, a solo dos horas de trayecto en auto desde la ciudad de Medellín, los mineros ilegales cuentan con la protección armada del poderoso Clan del Golfo, un ejército criminal que integran más de siete mil hombres.
Pero es en Perú donde la dimensión alcanzada por la minería ilegal impacta. Allí, las ganancias del oro extraído ilegalmente han batido todos los récords: US$6.840 millones en el 2024, según estimaciones del Instituto Peruano de Economía (IPE). Un alza del 41% en comparación con la explotación de 2023.
Una tercera cifra oficial (IPE) dimensiona el poder del crimen organizado en ese país: Perú exporta el 44% del oro ilegal de Suramérica.
No es de extrañar entonces la grave crisis institucional y violencia que vive Perú. A pesar de que el gobierno de Dina Boluarte estableció el “estado de emergencia” en los distritos de Lima y Callao, en 2024 hubo un aumento explosivo de secuestros extorsivos y más de dos mil asesinatos: alza del 35% de homicidios respecto de 2023. El crimen organizado no dio tregua.
“Enemigo a eliminar”
Poco o nada se habla de lo que ocurre con comunidades indígenas en Venezuela por la violencia ejercida por el crimen organizado. En octubre pasado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y su Relatoría Especial de Derechos Económicos, Sociales, Culturales y Ambientales (Redesca) instaron al gobierno de Nicolás Maduro a tomar medidas concretas y rápidas ante la propagación de enfermedades infecciosas y el deterioro ambiental que ponían en serio peligro la vida y supervivencia del pueblo Yanomami. Y todo ello por el impacto que provoca allí, en el Arco Minero del Orinoco, el avance de la minería ilegal y otras prácticas ilícitas
Así, las ganancias récord que hoy obtienen los traficantes de drogas, oro y personas alimentan con mayor violencia la disputa territorial entre carteles criminales –aliados con hidroeléctricas, petroleras y otras empresas de energía–. Una guerra que también ha convertido a líderes de comunidades indígenas y campesinas que se resisten al embate en “enemigos a eliminar”.
Global Witness entregó análisis que revelan que Latinoamérica sigue siendo la región más mortífera del mundo para los defensores de territorios asediados por las bandas ilegales. Desde 2012 suman 1.910 defensores asesinados: uno cada dos días. Todos los estudios hechos en terreno indican que al menos el 60% de estos crímenes están vinculados con el mercado ilegal: agronegocio, minería y extracción de madera. Y que, en muchos casos, las empresas que en esas regiones tienen actividades productivas legales llegan a pactos con el crimen organizado. Les permiten la violencia y les garantizan impunidad.
La Amazonía, esos 6,9 millones de hectáreas que llaman el “pulmón de la humanidad” por su biodiversidad, es uno de los lugares del mundo más amenazados por las bandas criminales. Desde 2014 han asesinado a por lo menos 296 defensores de la Amazonía. La cifra crece al tiempo que la devastación se expande por sus ríos a causa del envenenamiento de aguas y tierras con el mercurio que utiliza la minería ilegal. Mientras unos no tienen más alternativa que abandonar sus tierras alimentando la migración masiva que hoy sacude al continente, otros las defienden. Y resisten.
La “guerra de carteles” amenaza con masivos desplazamientos. Basta con observar lo que en estos mismos minutos está ocurriendo en el Tapón de Darién, una de las selvas más inhóspitas, controlada por las mafias. Si en 2023 por allí pasó más de medio millón de personas –cifra récord–, solo hasta septiembre de este año la cruzaron más de 400 mil migrantes ilegales.
EL COSTO DE LA VIOLENCIA
“Las fuerzas que cambian al mundo no siempre son visibles. Algunas son producto de cambios graduales, subterráneos, que modifican todo sigilosamente hasta que, de repente, descubrimos que el mundo que conocíamos ya no existe”. Así describió el analista internacional Moisés Naím (del Carnegie Endowment for International Peace) el impacto de uno de los tres fenómenos que a su juicio están provocando cambios profundos y subterráneos: “la criminalización del Estado es tendencia mundial y al alza”. En una columna de fines de diciembre escribió: “Crecientemente, cuerpos policiales y de seguridad del estado, militares, jueces, centros carcelarios, aduanas y controles fronterizos están bajo el control de bandas que manejan inmensos recursos financieros, poder político, redes internacionales y el uso de la violencia. Un significativo grupo de organizaciones criminales han pasado de operar a nivel nacional a actuar regionalmente y, en algunos casos, mundialmente… y gozan de influencia sin precedentes”.
Poco antes, en noviembre del año pasado, un informe del Fondo Monetario Internacional (FMI) nos obligaba a mirar de frente uno de esos cambios silenciosos de los que habla Naím: la región de América Latina y el Caribe (ALC), con el 8% de la población mundial, concentra un tercio de los homicidios del mundo. De ese total, Brasil, México y Colombia (60% de la población de la región) registran el 70% de los asesinatos de ALC. El estudio del FMI concluye: la recesión aumenta homicidios hasta en 6% de media en ALC, un efecto que no se observa en otras regiones. Lo mismo ocurre con la inflación: si esta sube más de 10%, se asocia con un incremento medio de 10% en los homicidios del año siguiente. Y remata con un dato que nuevamente nos habla de la desigualdad: el aumento de la desviación estándar del coeficiente de Gini –mide desigualdad– se vincula con el crecimiento del 12% en los homicidios.
De allí la necesidad del buen periodismo que cuente la trama del nuevo poder del crimen organizado. Pero para ello tenemos otros obstáculos que hoy atacan la democracia y buscan aislar al ciudadano a través del temor y la mentira.
El hombre que señaló ese camino fue Steve Bannon cuando, siendo jefe de estrategia de la Casa Blanca, en 2018, durante el primer mandato de Donald Trump, dictaminó: “La verdadera oposición son los medios. Y la forma de lidiar con ellos es inundar el terreno con mierda”. Hoy, cuando Trump vuelve a la presidencia, el hombre con más poder en la Casa Blanca y más allá de Estados Unidos, es Elon Musk, el hombre más rico del planeta (patrimonio neto US$400 mil millones) y dueño de la influyente red social X. Musk también odia el buen periodismo. Y no le importa darle impulso masivo a información falsa, que incite al odio o viole principios esenciales de la democracia si con ello hace ganar elecciones a los candidatos de extrema derecha o hace subir el valor de ciertas acciones en el mercado. Es lo que ha hecho sin pudor el último tiempo y de manera intensa.
Con ese abanico de intereses, Elon Musk puede ser el mejor aliado del crimen organizado: debilita más aún la democracia y no ceja en buscar que los ciudadanos acepten –incluso instiguen– que el buen periodismo sea eliminado. Un hecho que se asimila al silencio cuando los sicarios acosan y asesinan a periodistas. Porque al igual que Donald Trump, para ese grupo de presidentes autoritarios como Daniel Ortega y Rosario Murillo en Nicaragua; para Nicolas Maduro, en Venezuela o Nayib Bukele, en El Salvador, sus principales enemigos son los buenos periodistas que develan sus negocios corruptos, sus abusos y arbitrariedades. También sus tentaciones de poder absoluto.
El ejemplo de México abruma: se mantiene como el país más violento de la región para ejercer el periodismo. La organización Artículo 19, que vela por la seguridad de los periodistas, documentó 47 periodistas asesinados entre 2019 y 2024, durante el Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador. Luego, Artículo 19 emplazó: “Reiteramos, violencias contra la prensa son posibles por las redes de complicidad entre autoridades y grupos delincuenciales. Ante el inicio de nuevo Gobierno, es imperativo romper pacto de impunidad y es urgente frenar el avance de las zonas de silencio que deja la violencia contra la prensa”.
¿Problemas para defender la democracia?
No todos los problemas que enfrentamos pueden atribuirse al poder desplegado por el crimen organizado. También el periodismo –y periodistas– han dejado su impronta. Como concluyó el experto en comunicación, el colombiano Germán Rey, quien hizo con la Fundación Gabo dos investigaciones extraordinarias sobre los nuevos medios digitales en el continente (“El Hormiguero”): “algunos periodistas de tanto mezclarse y visitar salones del poder se convirtieron en elite y quisieron ganar como elite. Perdieron independencia”.
Eso podría explicar que, salvo muy pocas excepciones del buen periodismo y en trabajo colectivo, como los Panamá Papers, no se haya desmenuzado las cifras de la riqueza que va a paraísos fiscales (offshore) y que mayoritariamente proviene del lavado de dinero, negocios ilegales y evasión de impuestos. En el informe anual sobre riqueza global elaborado por el Boston Consulting Group (BCG), se informó que el 2023 la riqueza offshore a nivel mundial creció más de 5%, totalizando US$13 billones. Al tiempo que, la riqueza offshore de origen latinoamericano creció 6,5% anual en los últimos 5 años, pasando de US$900 mil millones a US$1,3 billones en 2023.
Para auscultar y prepararse para lo que viene en 2025, habrá que esperar el rol que asumirá China en el enclave del crimen organizado transnacional. Y eso sí que anuncia un galope profundo. Y ello, porque hace solo dos meses, en noviembre de 2024, el presidente chino Xi Jinping inauguró en Chancay (Perú), un nuevo puerto de aguas profundas. Más de US$3.500 millones invirtió China para darle vida al último de los 40 puertos que administra en la región, en sociedad con una empresa minera transnacional, Glencore. Cada puerto juega un rol clave para el tráfico ilegal del crimen organizado. El cambio de estructuras, métodos y vías de las nuevas redes criminales de este poder transnacional, supone que Chancay puede formar parte de la cadena por su ubicación geográfica estratégica. Lo que haga China al respecto tendrá efectos clave para la democracia y la seguridad en toda la región.
A estas alturas, debemos preguntarnos: ¿es capaz el buen periodismo de provocar cambios? ¿Podemos decir que el buen periodismo está capacitado para enfrentar la amenaza democrática y el poder del crimen organizado? ¿Puede el buen periodismo hacer reaccionar a la ciudadanía? No hay que olvidar que desde una óptica ética lo que elimina la fractura donde se anida la corrupción solo puede provenir de la ley y las instituciones. Pero si no se corrige el sistema institucional para atacar la raíz de la corrupción con un amplio ejercicio de la libertad de expresión, la libertad está en peligro.
En octubre pasado, Pepa Bueno, directora del diario El País (España), habló sobre el periodismo y la amenaza que se cierne sobre nuestras democracias y cerró con esa pregunta que a muchos resulta incómoda: “¿La democracia ha dejado de ser útil para determinados poderes de la era digital?”. Lo hizo luego de destacar el peligro de “la nueva economía digital de grandes negocios en pocas manos, donde intereses y la ideología se mezclan de forma tan obscena como muestra cada día Elon Musk”, el propietario de la red social X. Y alertó sobre el peligro que representa la “industria de la mentira y el odio”. Para enfrentar a quienes “siembran y multiplican la desconfianza en la marca informativa, para desacreditar todo lo que va a viajar dentro de ella”, y acabar con la “pluralidad”, propuso practicar un “triple ejercicio de transparencia”: profesional (“contar cómo hacemos nuestro trabajo”); editorial (“cuáles son nuestros valores y qué defendemos”); y financiera (“detallar quiénes son nuestros dueños y nos financian”).
El buen periodismo en la región, como dan cuenta el rigor y el coraje de sus investigaciones sobre el crimen organizado, los desaparecidos y la corrupción, no ha bajado brazos. Ha sorteado censura, acoso, muerte, precariedad y espionaje para informar veraz y oportunamente ciudadanos. Pero lo que viene en 2025, con el auge de las economías y ganancias ilegales, nos pondrá a prueba. El crimen organizado transnacional querrá tomar el control de nuevas zonas para aumentar su poder depredador. Una amenaza para la seguridad mundial.