¿Hay límites éticos para los caricaturistas?
Respuesta:
Tienen los límites que trazan la verdad y los derechos de las personas.
No siempre son fáciles de percibir en las caricaturas porque el lector, al pactar con el caricaturista unas reglas de juego que son distintas de las que le exige al autor de textos escritos, llega a creer que en la caricatura, como en la guerra, todo vale.
Mientras que al escritor de información se le exige precisión en los detalles y una generosa acumulación de datos, al caricaturista se le agradece su habilidad para simplificar lo complejo y de resumir situaciones y características de los personajes con un solo trazo; mientras al fotógrafo y al retratista se les exigen la exactitud de sus imágenes que deben ser iguales a la del modelo; por su parte, del caricaturista se esperan la exageración y deformación de los rasgos y se aprenden a leer en estos una acusación en cada deformación. Lo peor que se puede decir de un caricaturista es que sus personajes quedan como en una foto.
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A los periodistas y a los editores se les reprocha su preferencia por lo negativo y se les pide una mirada positiva sobre los hechos y en las noticias; del caricaturista, por el contrario, se espera la mirada crítica y negativa. Las burlas que ven y escuchan en cada caricatura hacen parte de lo que alguien llamó: la crueldad necesaria de estos artistas.
Sin embargo, no se les admite que trabajen sobre falsedades, también ellos tienen un compromiso con la verdad. Las falsedades en la caricatura suenan a bofetadas; tampoco se acepta que “utilicen el lápiz para calumniar y afrentar” (Álvaro Gómez en “Osuna de frente”). Estos rechazos resultan de la violación de los límites que señalan el territorio inviolable de los derechos de la verdad y de las personas.
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Documentación
Un caricaturista conoce tan bien a los seres humanos, que conoce incluso el espacio reservado a su propio ángel de la guarda.
Su método es la organización de las situaciones más complejas de un mundo que solo él conoce para reducirlas luego a un símbolo único con la simplicidad y el filo sangriento de una cuchilla de afeitar.
Uno podría creer que su sentido más útil es el de la vista. Pero hablando con él se descubre que no está tan pendiente de los gestos como de los pensamientos menos pensados que se quieren esconder detrás de las palabras. Y que los busca sin piedad con unos espejuelos glaciales de entomólogo, que más parecen microscopios para la escucha. Cómo esa materia oral se convierte en la felicidad visible de nuestros domingos, es algo tan sublime y diabólico que sin duda tiene mucho que ver con el aparato digestivo de la poesía.
Gabriel García Márquez en La historia vista de Espaldas.
(Osuna de frente) El Áncora Editores, Bogotá, 1983. P. 6 y 7.
La caricatura no debe trabajar sobre falsedades absolutas. Ello no sería sino una agresión burda, como pueden serlo un insulto o una bofetada. La desfiguración circunstancial que se hace en busca de lo grotesco o lo ridículo tiene que estar circunscrita dentro de ciertos parámetros, para que no se devuelva, como un búmeran, contra el propio caricaturista. El alejamiento de la verdad que va envuelto en toda caricatura es el elemento más peligroso de cuantos hay que manejar en este arte tan sutil.
La desfiguración que hace el caricaturista envuelve, casi siempre, una acusación. Se la atribuye a una persona, a un dicho, a un hecho, una intención y una simple deformación física que va en detrimento del prestigio de la víctima. De ahí que al caricaturista se le considere como un agresor. Esto hace que en el periodismo de nuestro tiempo, tan timorato, tan distinto del oficio panfletario de comienzos de siglo, la agresividad inusitada del caricaturista termine marcando, ante el público, la propia actitud política del órgano en que sus dibujos se divulgan.
Los caricaturistas que merecen ese calificativo son escasísimos, porque no basta tener un espíritu crítico aguzado, ni un penetrante sentido del humor, ni una línea fácil, ni una aptitud para conseguir el parecido. Se necesita todo ello en dosis abundantes y, además, no poca cultura literaria, mucha versación sobre política y un conocimiento profundo de las costumbres y de la idiosincrasia del pueblo.
Álvaro Gómez Hurtado en “Uno de los mayores críticos de nuestro tiempo”. (Osuna de frente) P. 8, 9.