Consultorio Ético de la Fundación Gabo
3 de Octubre de 2016

Consultorio Ético de la Fundación Gabo

En Argentina los principales programas periodísticos de televisión emitieron reportajes a presuntos ladrones con rostros cubiertos. ¿Qué diferencia existe entre esta entrevista y la que se hace a un criminal de guerra o a un funcionario corrupto? ¿Cuál es el argumento correcto para no realizarlas? Para muchos medios periodísticos en el mundo es norma severamente aplicada, la de no hacer entrevistas sin rostro, salvo que se trate de personas que pueden sufrir perjuicio si se las identifica: es el caso de los testigos de atentados o de crímenes, o de hechos de corrupción. En las legislaciones de muchos países se prohíbe, además, la identificación de menores cuando están implicados directa o indirectamente en un delito.
Pero si se trata de delincuentes, o de terroristas, o de vinculados a grupos subversivos, en las normas de los medios de comunicación se rechaza: su presentación en directo, porque excluye la tarea de edición que se le aplica a toda entrevista, y entrega el control de la información al delincuente, circunstancia que hace posible la utilización del medio para hacer apología del delito. Nótese que se habla de apología del delito, o sea que lo mismo puede ser el delincuente, el terrorista o el corrupto, pues se rechaza en todos ellos cualquier intento de legitimar su delito a través de los medios.
En todos estos casos los medios de comunicación tienen claro:
Que no cabe imparcialidad frente a la corrupción, el terrorismo o el delito, porque cualquiera de estos hechos implica un daño para toda la sociedad.
Que el servicio a la sociedad prevalece por sobre cualquier otro interés.
Que la difusión sensacionalista de entrevistas con delincuentes aumenta la audiencia pero erosiona la credibilidad porque muestra al medio más preocupado por su negocio que por una información que cuida los intereses de la sociedad.

Documentación.

La apología de la violencia se produce al acompañar la información de juicios favorables sobre la violencia en sí misma o sobre sus motivaciones emocionales. En este sentido es recomendable mandar a la papelera los comunicados y notas explicativas elaborados por los grupos terroristas o los violentos. Suelen ser pura apología de la violencia. O no hacer entrevistas a delincuentes, mafiosos o terroristas si no hay garantías de que podrá conducirse la entrevista con la misma profesionalidad que en otros casos. No transmitir en directo incidentes terroristas o delictivos, porque esas emisiones terminan siendo coproducidas por los violentos, en beneficio de su propia exaltación.
Evitar la exaltación de la violencia es informar desde sus víctimas, no desde la perspectiva de los violentos. Y es también informar de aquello que los violentos no quieren que se sepa.
Otras veces la apología de la violencia procede del encallecimiento. Un exceso de informaciones violentas o la intensidad de la información sobre violencia puede abotargar la sensibilidad de los ciudadanos. La insensibilización trivializa la violencia, produce hastío social, vuelve indiferentes a las sociedades, enerva los mecanismos de respuesta ciudadana.
Al principio horroriza la violencia, después horroriza la rutina con que se produce la violencia, después horroriza la propia incapacidad de horrorizarse y al final, con el encallecimiento, no horroriza nada.
La violencia se considera entonces normal, inevitable, justificada y tan natural como el amanecer. Es la máxima apología de la violencia.
Hay que llamar a las cosas por su nombre: llamar homicidios a todos los homicidios: a las muertes causadas por terrorismo, o por la delincuencia callejera, las muertes mafiosas, a los parricidios más vulgares o a las muertes producidas en represalia por una violación.
Hay que llamar por su nombre a las matanzas de hombres y mujeres, sin hacer esta calificación en razón de su raza, de su edad, de su condición o de su indigencia.
Hay que llamar por su nombre a la tortura, a todas las formas de explotación del hombre por el hombre, del hombre por el Estado, de un pueblo a manos de otro pueblo.
Y hay que dejar de emplear la jerga de los violentos que siempre reenvía a una subcultura precisa: la subcultura de la muerte, o la subcultura de la violencia, o la de la corrupción.

Carlos Soria.
En La ética de las palabras modestas. Universidad Pontificia Bolivariana. Medellín 1997.

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