¿Se pueden establecer relaciones entre autonomía y participación y entre heteronomía y pertenencia? La autonomía condiciona para la participación de modo que a mayor autonomía, más participación activa. El carácter autónomo de las decisiones éticas confiere a las personas que asumen ese compromiso, un mayor dominio de sus posibilidades, o sea el control que sigue a los actos de libertad. Por esta razón las decisiones éticas son miradas como ejercicios de la libertad humana, que se fortalece mediante el acto de decidir y de hacer, no lo que dicta el capricho, sino lo que debe hacerse.
La autonomía ética se obtiene al cabo de un proceso de ruptura sistemática de dependencias, esas limitaciones que se originan desde el exterior de las personas en el caso del periodista los halagos del poder, de la fama o del dinero o en su interior, la vanidad o el miedo. Todas estas son presiones que ponen a prueba su autonomía.
La heteronomía, o sea esa dependencia de factores externos, limita la libertad de las personas y crea condiciones adversas para la decisión ética. Al contrario de lo que sucede con las leyes, para su cumplimiento no depende de presiones de afuera: una autoridad que obligue a su cumplimiento con amenazas o halagos la decisión ética es personal, soberana o, como apuntaba Kant, hace del hombre un legislador de sí mismo. El mismo filósofo precisaba la naturaleza de esa autonomía al hablar de "la ley moral en mi corazón". Es decisión autónoma que depende de lo que está inscrito en la naturaleza del ser humano.
Autonomía y heteronomía son dos conceptos indispensables para entender el alcance de lo ético y su diferencia con lo legal. Mientras lo ético es autónomo, lo legal es heterónomo y mantiene una pertenencia a factores externos, es decir es dependiente.
Documentación.
En cuanto a la ética, la evolución que ha experimentado ha significado al tiempo una subjetivación y una universalización. La célebre frase de Kant, "la ley moral en mi corazón", lo expresa perfectamente: la moral es ley, pero una ley no escrita por nadie, sino inscrita en el corazón de cada individuo. A medida que se seculariza el pensamiento, lo hace también la ley moral que deja de ser heterónoma para ser autónoma. Una autonomía sin embargo, para hacer "lo que se deber hacer", y no para hacer lo que a uno se le antoje.
Tras varias secularizaciones, sólo nos queda la libertad, pero una libertad desorientada y vacilante. Por una parte, somos víctimas de las fuerzas que realmente mueven a las sociedades y que producen una homogenización, una universalización de las costumbres pero que no satisface como meta, porque es consecuencia de la masificación y de la mediocridad que la sociedad de masas trae consigo. Por otro lado, nos damos cuenta de que la única forma de combatir la indiferencia, la única forma de rebelarnos contra ese tout est bien que tanto exasperaba a Voltaire, es imponiéndonos unos límites imbatibles y recuperando unos criterios que sirvan de conexión y de freno a la inercia de los poderes que nos arrastran sin que se note. La libertad es algo más que la anuencia con el "todo vale".
Y es que el movimiento liberalizador del individuo y sus diferencias, que nace y se desarrolla con la modernidad y significa progreso, se ha conseguido a fuerza de ir ganando en eso que Isaiah Berlin ha definido magistralmente como "libertad negatividad". La libertad que consiste en la desregulación, en la ausencia de normas y coacciones, en la capacidad para hacer lo que uno quiere sin que nadie lo impida. Una libertad sin norte, puesto que de eso se trata: que cada cual determine el rumbo que quiere dar a su vida. El ser humano �dijo Kant- debe ser autónomo, darse a sí mismo las normas y no someterse sólo a normas establecidas por otros.
Camps Victoria.
El malestar de la vida pública, Ed. Grijalbo, Barcelona, 1996, p.62-63.