¿Existe un código de ética para la producción periodística, o para el productor? La multiplicación de los códigos, lo mismo que los códigos extensos, en nada favorecen a la ética y son un síntoma de legalismo. Es decir, desnaturalizan los códigos porque en vez de dar principios y proponer valores, entregan recetas. Un código es una guía y su aplicación a casos concretos corresponde a cada persona. Así, un código que presenta los grandes principios para el ejercicio periodístico, es el mismo que resultaría útil para hacer periodismo impreso, o de radio, o de televisión, o de internet porque la actividad informativa es la misma, aunque cambien los medios. Sería absurdo, en cambio pensar en un código para la redacción, otro para la edición, otro para el diseño, otro para el periodismo de investigación etc. Estas actividades se rigen por los mismos grandes principios de compromiso con la verdad, independencia y responsabilidad social. La idea de la ética padece una desfiguración cuando se la asimila al cumplimiento mecánico de un código, de modo que para cada circunstancia nueva se crea la necesidad de consultar el artículo del código que regula esa circunstancia. A esta se la llama una concepción legalista de la ética, una ley para cada acción, o un código para cada etapa o para cada medio del ejercicio profesional. La ética aparece bajo otra perspectiva cuando se la mira como una manera de ser, como un estilo de vida o un talante. Aristóteles hablaba de las virtudes como costumbre; por eso las palabras ética y moral vienen de raíces griega y latina que significan lo mismo: costumbre. Así, el código de ética periodística alude a la costumbre de ser veraz, propia del talante del periodista; o de ser independiente o de estar al servicio de la sociedad. Esas costumbres permean todas las acciones y resulta innecesario acudir a la multiplicación de códigos y normas para hacerlo explícito. Documentación. No creo que la ética pueda renunciar a su instalación en un conocimiento imaginativo, que quiere decir dialogante, revisable, precario. De hecho el propio Sínoza rechazaba la imaginación, no porque fuera falsa, sino por cuanto se la tomaba por la realidad misma. Nuestra época es totalmente insensible a una moral concebida como código o conjunto de mandamientos; sin embargo necesita aquel tipo de reflexión que, asumiendo la incertidumbre y la indeterminación en que vivimos, dé un cierto sentido a la existencia; no, desde luego ese sentido último y total que en su día proporcionó la religión monoteísta, sino más bien un cierto amor, interés o gusto por la vida que solo será propiciado por la posibilidad de crítica de lo que es, unida a la búsqueda de lo que debe ser. Para Max Weber cuyos escritos son una muestra insustituible de las muchas vacilaciones y escisiones que sufre en su carne el hombre de la sociedad burocratizada, el postulado ético fundamental sería “la absoluta imperfección de este mundo”. Pues desde su punto de vista, puramente ético, el mundo tiene que verse fragmentado y depreciado en todos aquellos casos en que se le juzga bajo el postulado religioso de un “significado divino de la existencia”. Esta depreciación resulta del conflicto existente entre la pretensión racional y la realidad, entre la ética racional y los valores, en parte racionales y en parte irracionales. Y este proceso no se vio provocado solamente por el pensamiento teórico, con su desencantamiento del mundo, sino por el propio intento de la ética religiosa de racionalizar el mundo de forma práctica y ética. Victoria Camps, La Imaginación ética, Ariel, Barcelona, 1991. P 28,29.