La reflexión final de Javier Darío Restrepo sobre la muerte
9 de Octubre de 2019

La reflexión final de Javier Darío Restrepo sobre la muerte

Hace parte del libro "Envejecimiento. Del nacer al morir". Publicado por la editorial Siglo del Hombre.
Javier Darío Restrepo durante su última entrevista. Sucedió en el Festival Gabo 2019, dos días antes de su muerte. Fotografía: Daniel Bustamante / Fundación Gabo.
Javier Darío Restrepo

La muerte era un tema de reflexión habitual para el maestro Javier Darío Restrepo. Prueba de esto son los dos libros que publicó tras el fallecimiento de su esposa, titulados 'La nube plateada' y 'Cartas a Emilio'. 

Junto a su tumba, su familia expuso estos dos ejemplares para que quienes se acercaban a darle el último adiós pudieran conocer lo que el máximo exponente de la ética periodística en Colombia pensaba sobre lo que sucedía cuando el corazón deja de latir. 

Pero su última reflexión sobre la muerte hace parte del capítulo final del libro 'Envejecimiento. Del nacer al morir', publicado en 2017 por la editorial Siglo del Hombre. Con autorización de su familia y de los editores del libro, reproducimos aquí este profundo texto escrito por el ilustre hijo de Jericó. 

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Envejecimiento. Del nacer al morir. Editado por Elisa Dulcey-Ruiz, Carlos José Parales-Quenza y Roberto Posada-Giléde.

Coeditores: Siglo del Hombre Editores, Fundación Christel Wasiek -Pro personas mayores en el mundo-, y Cepsiger. 

Bogotá, 2018, pp. 291-305.

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Una voz, a veces juvenil, otras de viejo, de hombre o de mujer, entusiasta o fúnebre, dice dos palabras por el teléfono que desatan reacciones vehementes. Las dos palabras son: Me­mento mori. ¿Es una broma? ¿Es un atentado criminal? Las dos palabras latinas, que eran una consigna en los conventos de cartujos: recuerda que has de morir, tienen resonancias distintas en los que recibieron el inesperado mensaje. Unos creyeron hallarse ante un atentado criminal y movilizaron la policía de Londres en busca de los responsables del extraño mensaje; otros apenas si le dieron importancia, al comienzo; pero al repetirse las llamadas comenzaron a escuchar con aprensión los timbrazos del teléfono.

Todos, bajo el estímulo del intrigante mensaje, exhumaron viejas historias que creían muertas, regresaron remordimientos, revivieron episodios inconclusos. Todos son personas mayores, que ante la sugerencia de la muerte por venir, sienten que la vida, como un turbión, los inunda de pasado.

En esta novela (Memento mori), Muriel Spark (2010) sin­toniza una inquietud de nuestro tiempo. La humanidad de hoy siente la necesidad de derrotar ese miedo de siempre a la muerte, levanta la vista para mirarla a los ojos, sin miedo y sin mitos. "Si volviera a vivir mi vida, dice uno de los personajes, Mortimer, adquiriría la costumbre de pensar por la noche en la muerte. Practicaría la recreación de la muerte". A lo que su interlocutor replica: "Todo lo que queremos es parar la voz del teléfono. Para hacerlo han dirigido cartas a The Times, por­que es un asunto que debe ser público". Pero interviene una tercera persona: "resignarnos a morir es de lo más alentador y consolador". Mortimer se siente obligado a precisar: "Quizás resignarse no se ajuste a lo que quería decir". "Ha llegado el momento de plantear una pregunta en el parlamento", pensó Lettie. Intervino entonces el señor Rose: "¿Quién es el tipo que está intentado inculcarnos el temor de Dios?" Pero la se­ñora Anthony tiene reparos: "todos tenemos que irnos algún día, pero no me gusta que me lo recuerden por teléfono". Fue más drástica otra de las destinatarias de las llamadas: ordenó cortar la línea telefónica.

Los personajes de la novela, aunque lo rechacen, no pueden ignorar el tema, y a lo largo del relato expresan pensamientos como estos: "La muerte no lo debería coger a uno por sorpresa. Sin una sensación siempre presente de la muerte, la vida es insípida", filosofa Mortimer, y Henry, a su vez, observa: "Re­cordar la muerte es una forma de vida". Mientras la señorita Taylor reflexiona: "Una buena muerte no reside en la dignidad del comportamiento, sino en la disposición del alma". Pági­nas más adelante, y cuando la novela llega al final, la señorita Taylor hace el recuento de las muertes de todos y concluye que la muerte es la primera de las cuatro últimas cosas que se deben recordar.

En efecto, no es cuestión de ignorarla como una deuda molesta o silenciar todo lo que pueda recordar la condición mortal de los humanos. Somos los únicos seres de la crea­ción que llevamos el privilegio de la vocación a la libertad y la conciencia de nuestra mortalidad, aunque según Norbert Elias, "lo que crea problemas al hombre no es la muerte, sino el saber de la muerte" (2009, p. 241). Este autor lo pone en evidencia cuando compara el comportamiento humano con el de los monos:

... una mona puede llevar consigo durante algún tiempo a un monito muerto, hasta que en algún punto se le cae y se le pierde. No sabe lo que es morir. Ignora la muerte de su hijo y la suya propia. En cambio, los hombres lo saben y por eso la muerte se convierte para ellos en un problema (p. 24).

Esa conciencia de morir explica las dificultades de los hu­manos para definir un hecho que se da todos los días y que siempre aparece como nuevo: "es el fin" reza la más común de esas definiciones. Otro dirá: "es el comienzo definitivo". Menos filosóficos, los médicos la definen como "el cese defini­tivo del funcionamiento del organismo como un todo", o como "la pérdida irrevocable de la conciencia y de la comprensión". Después de quince años de ver morir, el médico manizaleño Orlando Mejía Rivera (2008) admite en su libro La muerte y sus símbolos que "nunca podremos saber qué es la muerte".

Como se verá, esta dificultad para definirla ha multiplicado sus rostros. Sociedades e individuos han creído tener su imagen. Era amigable la que mantenían los médicos romanos. Según ellos, la muerte era un hecho natural que la medicina no tenía por qué combatir. Por eso aliviaban el dolor y los síntomas, pero eran expertos en venenos para ayudar en el suicidio y a los moribundos.

En la Edad Media, el rostro de la muerte fue el del castigo del pecado. Por tanto, la muerte no fue asunto de médicos, sino de sacerdotes. Las pestes de los siglos xiv y xv mostraron la muerte como un hecho natural, como había sido para los griegos que la vieron con cierto talante de invencible. Con to­do, la figura del médico tenía la connotación de un profesional que se oponía a la muerte.

El conocimiento de la anatomía y de la fisiología que se dio en el Renacimiento permitió a la medicina comprender mejor el funcionamiento del cuerpo humano y la naturalidad de la muerte como parte de la vida. Se impuso una concepción dualista tan nítida, que sacerdotes y médicos trazaron las fron­teras de sus respectivos dominios: el sacerdote proveía auxilios para el alma y el médico para el cuerpo. "La muerte se mira no como amiga, ni como enemiga", concluye el médico Mejía.

En los siglos XVII y XVII se desdibujan las fronteras entre cuerpo y alma en perjuicio del dominio religioso y la muerte pasa a ser, definitivamente, un asunto médico. Bacon (1638/2003) había dejado establecido que la medicina debía proponerse la prolongación de la vida. La medicina, por tanto, debía disputarle su dominio a la muerte, que comenzó a ser mirada como una derrota de esta disciplina. Apareció entonces la medicalización de la muerte.

No se le disputa a la muerte su dominio sobre la vejez extrema, que es la muerte natural. Pero la muerte ocasiona­da por accidentes o enfermedades se convierte en el desafío profesional de los médicos.

La batalla más traumática es la que se libra en los pabellones en donde la medicina echa mano de todos sus instrumentos y mantiene la vida de seres humanos a quienes se ve perdidos entre un bosque de ventiladores mecánicos, tubos, sondas, cables, catéteres, máquinas y pantallas, en donde aparecen las cifras de sus signos vitales; esta es la pesadilla que cualquier ser humano consciente quiere conjurar, con el pedido de que no se le impida, en nombre de la medicina, tener una muerte digna.

El optimismo o la arrogancia, o ambos, han convencido a una parte de la humanidad de que es posible derrotar a la muerte. Mejía (2008) me presta la cita de Alan Harrington, autor de un best sellen titulado La inmortalidad, en donde se lee: "La muerte es una imposición a la especie humana que ya no es aceptable. Movilicemos a los científicos, invirtamos el di­nero necesario y expulsemos a la muerte como un malhechor".

Le hacen caso en nuestros días esos cien crionizados que esperan el día en que el avance de la medicina les permita resucitar con todas sus células, tejidos y órganos restaurados. Mientras tanto, sus cadáveres están sumergidos en un tanque a una temperatura de 196° C bajo cero como clientes de la empresa Cryonics en Estados Unidos. A estas alturas, el rostro de la muerte ha recibido tantas alteraciones que resulta irre­conocible. Es lo que en el fondo se pretende en nuestros días.

A ese propósito de ganarle las batallas a la muerte se agrega una presión cultural para ocultarla, desfigurarla e ignorarla. Formados para combatir y derrotar a la muerte, los profesionales de la salud no saben aceptarla, evitan referirse a ella porque lo suyo es mantener con vida a sus pacientes. El aislamiento de los pacientes agonizantes en habitaciones especiales toma un insoslayable sentido de ocultar o disimular o tomar distancia de una derrota.

El lenguaje, por su parte, también oculta la muerte. Los eufemismos abundan. La gente no se muere sino que se va, deja de estar con nosotros, desaparece, parte, retorna o se apaga. El verbo morir y el sustantivo muerte resultan demasiado fuertes, o son parte de un lenguaje socialmente incorrecto.

A pesar de la riqueza de eufemismos, cuando es necesario referirse a la muerte de alguien, con sus parientes, las fórmulas verbales son pocas y repetidas. Contribuyen a ese empobre­cimiento de las expresiones, el que Elias (2009) llama "tabú que prohíbe mostrar sentimientos demasiado íntimos", y la neblina de misterio que rodea la muerte.

Consecuencias del ocultamiento

Es, pues, un hecho que la muerte aparece ante los ojos de la humanidad de hoy, con un rostro que no es el suyo. Y puesto que la muerte es una realidad ineludible, innegable y con­tundente, ese falseamiento tiene consecuencias prácticas en las personas, en la sociedad y, especialmente, en los viejos y en los moribundos. Apuntaba Milan Kundera (1990) que "el hombre no sabe ser mortal. Y cuando muere, ni siquiera sabe estar muerto".

Observaba Gadamer que nuestros contemporáneos conocen los secretos del fuego, de las artes y de la técnica, descifran el genoma, pero no se les ha abierto el secreto de la muerte a fuerza de volver los ojos al otro lado con un patético terror, o de trivializarla para no tomarla en serio. Es lo que logran las series, películas y noticieros diarios de televisión, en donde la muerte es un recurso obligado de los libretistas, y un hecho de forzoso registro para los reporteros.

Freud (citado por Mejía, 2008, p. 34) observaba "nuestra tendencia a relegar la muerte de la categoría de una necesidad a la de un simple azar". Y señala una consecuencia de ese esca­moteo cultural de la muerte: "la negación cultural de la muerte puede generar una sociedad enferma y temerosa de la vida".

Quiérase o no, "la concepción que una cultura tenga de la muerte es la que determina de manera sutil, sus nexos con la vida y el mundo" (Mejía, 2008, p. XX), hecho tanto más evidente si se considera en el individuo, marcado en su vida por su actitud ante la muerte. Cabe preguntar si esa actitud, hecha de miedos y desconocimiento, es la que ha generado los rituales de la muerte, o si son estos los que han moldeado las actitudes.

Parecen haber quedado atrás los coros pagados de las pla­ñideras, o los mendigos y niños vestidos de negro contratados para hacer parte del cortejo fúnebre; también parecen de ayer las cenizas sobre los cabellos y los rostros desfigurados por los arañazos de la aflicción; pero se mantiene el espectáculo de los desfiles fúnebres, las carrozas y coronas ostentosas, el maquillaje de los cadáveres y las extravagancias de los fére­tros de lujo o con los colores del equipo de fútbol favorito y el fausto faraónico de las tumbas.

La arquitectura de los cementerios —etimológicamente, lugares donde se duerme— parece seguir la corriente del pensamiento sobre la muerte que antes aparecía sin disimulos en tumbas y sarcófagos, o en forma de esqueletos, calaveras y tibias cruzadas, o en la figura de ángeles con trompetas. Hoy se trata de cuidados espacios verdes, parecidos a campos de golf, en donde la muerte parece desaparecer debajo de gruesas capas de maquillaje.

"Esconder la realidad de la muerte", apunta Mejía (2008), "ocultar y reprimir la idea de la muerte, es una actitud anti­gua". "La forma de ocultarla es lo que ha sido transformado", agrega Elias (2009, p. 60). Así, la muerte ha dejado de ser un fenómeno natural y necesario y se ha convertido en una falla del sistema médico, observan los investigadores científicos argentinos Marcelino Cereijido y Fanny Blanck-Cerejido (1997, p. 106). Pero donde esta actitud ante la muerte causa los mayores efectos prácticos es en la relación con el moribun­do. Puesto que se elude el tú a tú con la muerte, también se desvía la mirada frente al moribundo.

El libro de Norbert Elias sobre la muerte lleva el vigoroso título: La soledad de los moribundos y está centrado en el estu­dio del comportamiento de nuestros contemporáneos frente al moribundo. "El problema social de la muerte resulta difícil de resolver porque los vivos encuentran difícil identificarse con los moribundos" (2009, p. 22). De donde se desprende que la suerte de estos cambiará cuando la relación con la muerte sea otra.

Prácticas como la de aislar al moribundo con el pretexto de que nadie lo moleste, la de remitirlo a una clínica u hospital, en donde resuelven el problema, tienen que ver con el temor a la muerte y con la incapacidad para enfrentarla como parte de la vida.

Resulta ejemplar la costumbre medieval de acompañamien­to del moribundo por todos sus familiares. De Tomás Moro, el canciller de Enrique VIII, se cuenta que cuando agonizaba su padre, lo abrazaba y besaba en un gesto y demostración inusual de afecto porque era el momento de mostrarlo. Es la ocasión oportuna para expresarle al moribundo todo el afecto y agradecimiento que se le debe. En ningún otro momento de la vida es más necesaria esta demostración. Esa amorosa solicitud alrededor del lecho del moribundo implica, entre otras cosas, la ayuda para que él pueda resolver problemas o conflictos pendientes: o perdones que le darán paz, o conciencia de que todos le ayudan, o el sentimiento de sentirse amado y rodeado.

Trae Elias el texto de una carta que Federico II de Prusia dirigió a su hermana agonizante. Ella escuchó su lectura de Cothenius, el médico de cámara del rey. Le decía:

... estoy tan lleno de ti, del peligro que corres y de mi gratitud, que tu imagen está constantemente enseñoreada de mi alma y gobierna todos mis pensamientos [...] Cothenius está en camino, lo idolatraré si preserva a la persona que en todo el mundo más me importa, a la que en más estima tengo, a la que venero y de la que, hasta el momento en que también yo haya de devolver mi cuerpo a los elementos, seguirá siendo mi más tiernamente querida hermana (2009, p. 51).

Es el momento para rodear al agonizante con los más nobles sentimientos de afecto, de gratitud, de admiración porque en esos días, horas o minutos lo más importante tiene que ver con el espíritu, lo demás es lo de menos.

Los niños también sufren el impacto negativo de ese ocul­tamiento de la muerte. Recientemente escribí una carta a mi nieto a propósito de la muerte de la abuela, y movido por la callada y serena sabiduría con que él recibió ese acontecimiento (Restrepo, 2011). Valorando sus expresiones y actitudes en­contré que existía un contraste brutal entre su mirada limpia y transparente y la visión de los mayores, cargada de miedos y prejuicios sobre la muerte, como la de aquel empleado de fu­neraria que sentenció, ante el cuarto en donde había muerto la abuela: "aquí no deben entrar los niños". Ola de aquel portero de clínica en que ella había pasado unos días de tratamiento: "no está permitida la entrada de los niños"; o la de aquellas familias que ocultan la enfermedad o muerte de los mayores con ingenuas mentiras para que los niños no se traumaticen; De las averiguaciones y reflexiones para escribirle esa carta a mi nieto, obtuve como conclusión que los niños no le tie­nen miedo a la muerte y que la muerte es un tema demasiado importante para dejárselo a los adultos ya que, como en El principito de Saint Exupéry, los niños son los mejores guías cuando se trata de explorar planetas desconocidos y, hay que repetirlo, la muerte es nuestro planeta desconocido.

Ellos deben su sabiduría a que tienen el valor de dejar que se abran ante ellos nuevos horizontes. Siempre están dispuestos para el viaje a lo desconocido con aquella confianza radical, profunda, última y aparentemente no fundamentada que los escépticos llaman ingenuidad.

Esta es una cita del teólogo alemán Karl Rahner (1967) que deja en evidencia por qué los adultos carecemos de ojos transparentes para ver la muerte:

El niño no tiene ni los prejuicios, ni los miedos ni los mitos con que rodeamos a la muerte. Por eso los niños corren el peligro de que los adultos los contaminemos con nuestra carga de terrores y cegueras que a nosotros nos impiden ver el rostro verdadero de la muerte.

Agregaba el teólogo Rahner:

No se puede mirar a los niños como algo bucólico e inofensivo, como un manantial cristalino. El niño es, ante todo, niño, ejem­plo de ausencia de amor propio, de apetito de dignidades, de modestia y de falta de pretensiones en contraposición con los adultos. (1967, p. 347)

Estas miradas sobre la muerte han sido construidas por las distintas culturas, a pesar de que "pensar la muerte es visto como acto antimoderno, arcaico, sospechoso de ser la regresión a un pasado metafísico", escribió el citado médico Mejía (2008).

La ciencia se propuso manejar una muerte desacralizada y ella misma cayó en el mito de la potencial inmortalidad del cuerpo, el mismo que estimuló las técnicas para embalsamar y que hoy alienta el sueño congelado de los criogenizados.

La muerte en las religiones

Las religiones, a su vez, han contribuido a la creación de una cultura de la muerte que a través de los siglos ha difundido elementos fácilmente reconocibles en rituales, libros sagrados y creencias.

El más común es el elemento "inmortalidad". Las más vie­jas religiones coinciden en la convicción de que la muerte se puede derrotar. Unamuno sentenciaba: "escapar a la muerte ha sido el nicho de las religiones porque el ser humano quiere sobrevivir". Un testimonio tan antiguo como el que se lee en El libro de los reyes, contenido en ese pedido del rey Saúl a David: "júrame que no borrarás mi nombre... ", es el mismo anhelo que albergamos los viejos cuando acariciamos la idea de sobrevivir en la memoria de los hijos y de los nietos; es el impulso que mueve al escritor, al artista, al científico, al gue­rrero, a dejar su recuerdo asociado a sus obras. Es una voca­ción a la permanencia en el tiempo sin límite. De allí parece desprenderse, como de otra fuente, la convicción sobre la otra vida, esa forma distinta de existir.

Es una idea que aparece entre los incas al momificar e ins­talar al Gran Inca en su palacio en donde le cambian ropas, le sirven alimentos y lo consultan como a un ser que vive, pero de otra manera. La tradición china mantiene que los muertos protegen a los vivos; los griegos les ofrecían alimentos; entre los vietnamitas era común la quema de billetes frente a los muertos para que tuvieran fondos necesarios en su nueva vida; y entre nosotros se detectan rezagos de esa idea cuando en los cementerios resuenan conciertos, no solo para los vivos.

Todo el racionalismo que permea nuestras ideas y costum­bres es insuficiente ante la persuasión de que nuestros muertos nos acompañan. Se les revive cuando se les pide ayuda, se los evoca, o se les siente presentes de alguna manera.

También es común en las religiones la idea del premio o del castigo después de la muerte. El infierno está en el centro de la tierra para los nativos de Senegal, es lugar de torturas para los egipcios, está lleno de polvo y de aburrimiento en la epopeya de Gilgamesh; en la tradición india arden millones de infiernos diferentes, y en la tradición judía el sheol es un lugar oscuro de putrefacción y de gusanos.

En el cielo, los escogidos tienen el rostro brillante como la luna llena, según un imán musulmán del siglo Ix; es un lugar donde curan sus heridas y reposan placenteros los guerreros, reza una tradición germana; para los egipcios, los declarados inocentes en el tribunal de Osiris pueden regresar al mundo de los vivos.

Aunque hay un pensamiento común sobre el juicio en que se decide la inocencia o la culpa de los muertos, varían los símbolos: el de una balanza en la que se pesan las acciones buenas o malas de una vida, se encuentra en el mazdeísmo, entre los egipcios y en el Corán; en el budismo tibetano esa balanza se combina con un espejo en el que se ve sin mentira lo bueno y lo malo de una vida.

En la cultura cristiana encontramos coincidencias revela­doras en esas tradiciones que nos permiten concluir que existe una percepción de lo que hay más allá de la muerte que excede las fronteras religiosas y culturales.

La médica psiquiatra suiza, Elisabeth Kübler-Ross (1989/ 1994), y su equipo de colaboradores utilizaron las entrevistas con 20 mil pacientes de distintas partes del mundo que habían tenido la misma experiencia de la muerte aparente y del tránsito por el túnel hacia la luz que brilla al fondo. Al cruzar los datos de estas experiencias, la psiquiatra encontró coincidencias significativas que comunicó a través de conferencias, talleres y libros traducidos a diferentes lenguas, que fueron un atisbo de lo que hay después de la muerte. Al contrario de quienes, guiados por sus razonamientos, concluyen que al morir todo termina y que una vida después de la muerte es una creación de la imaginación y del ansia desbordada de inmortalidad, las entrevistas de Kübler-Ross coinciden en la convicción de que la muerte es la puerta de entrada a la vida definitiva.

Lo que estos investigadores creen haber hallado coincide con la percepción que desde la fe comparte el cristianismo con los creyentes de otras religiones.

Algunas coincidencias

Los testimonios analizados por los investigadores coinciden en la experiencia de una existencia distinta en la que la energía física es reemplazada por una energía del espíritu, dominada por un amor que todo lo transforma, figurada por una luz que transfigura y embellece. Por ejemplo, relatos como el de aquella niña entrevistada por Kübler-Ross que decía, después de la experiencia del túnel, que había sido el conocimiento de un amor intenso tal, que el que ella había disfrutado con sus padres le aparecía inferior y por eso había lamentado regre­sar. Estas afirmaciones fueron comunes en los testimonios. A estas personas les había bastado esa vislumbre de otra vida para descubrir que esta, a la que habían regresado, era opaca y sin brillo, algo así como un reflejo en un espejo oscuro de una vida superior y plena.

Es sorprendente que algunos de estos detalles del cuerpo después de la muerte sean entrevistos por el grupo de pacientes de regreso de su muerte aparente. Cuenta Kübler-Ross la his­toria de un camionero que en un accidente de carretera perdió las dos piernas. Mientras los paramédicos llegados de urgencia al lugar lo trataban, estaba en shock, se veía desde lo alto, yacente en la carretera, con las dos piernas separadas de su cuerpo; pero se veía a sí mismo y su cuerpo se le aparecía intacto. Re­latos parecidos asombraron a los investigadores: el del ciego que, al regresar, pudo describir con todo detalle las formas y colores de los vestidos de los médicos y enfermeras que lo atendían en el momento del paro cardiaco. El paralítico que al cruzar el túnel oscuro podía moverse, saltar, correr y bailar.

Kübler-Ross reúne estos testimonios y se explica con me­táforas: así como el capullo queda inerte e inútil cuando la mariposa despliega sus alas y colores, así el cuerpo humano, tras la muerte, es un capullo inútil que ha dejado en libertad al espíritu. Otro médico, este colombiano, en una conferencia sobre la muerte dictada a universitarios utilizó otra metáfora: la del violinista y el violín. El cuerpo sería como ese violín, madera silenciosa, cuando no está el violinista.

Cualquiera sea la imagen, todas ellas señalan como respues­ta a la pregunta sobre este cuerpo y su sucedáneo, el cuerpo etéreo, o cuerpo glorioso con que el humano entrará en esa otra forma de existir que se abre después de la muerte.

Uno oye todo esto y difícilmente puede reprimir un gesto que va de la sorpresa a la duda. ¿Es posible? ¿Es fantasía? ¿Es un camino de evasión? Al fin y al cabo, sobre la vida y la existencia solo tenemos la experiencia de lo que hemos vivido. Tanto es así que a esta la llamamos la vida, así, en términos que absolutiza ese artículo que excluye otra vida.

El grupo de colaboradores de la médica suiza, al confrontar testimonios, concluyó que nadie muere solo, porque siempre y en todos los casos encontrará a alguien que lo espera.

Así lo dejó entender el caso de la india agonizante a la orilla de una autopista. Había sido atropellada por un automovilis­ta que huyó. Cuando un buen samaritano detuvo su auto y le preguntó si podía hacer algo por ella, la india le dijo que, si algún día se acercaba a la reserva india, visitara a su madre para comunicarle que ella estaba bien y contenta porque es­taba con su padre. Lo revelador de la historia es que cuando el hombre fue a la reserva supo que el padre de la india había muerto solo una hora antes del accidente mortal de su hija, a centenares de kilómetros de distancia. En su agonía la india no había estado sola. La había recibido su padre recién muerto.

También ocurrió con una niña que al regresar de su muerte aparente contó la felicidad con que había abrazado a su herma­no. Se trataba de un hermano muerto antes de su nacimiento y del que sus padres nunca habían querido hablarle. Estos y otros casos similares son los que tuvo en mente Kübler-Ross para afirmar:

los seres queridos que se fueron antes que nosotros estarán cerca y nos aguardan. Esto ha sido confirmado siempre, así que ya no dudamos ante este hecho. Notad bien que hago esta afirmación como un hecho científico. (Kübler-Ross, 1989/1994, p. 66)

Hannah Arendt, la filósofa judío-alemana, exclama con deslumbramiento: "no nacimos para morir, sino para renacer". Un redactor de asuntos científicos se asombra: "a escala cós­mica, la vida humana es menos que un suspiro, es un asunto insignificante y efímero".

¿Cuál sería nuestra reacción si a nuestro celular entrara la advertencia que servía de base a la novela aludida al principio: Memento mori? Las respuestas serían variadas: el golpe del celular al cerrarse y el rezongo: tan chistoso el tal por cual. O antes de cortar la llamada: ¿quién habla? Terrorista de m... También podría haber la respuesta de quien demanda más información. ¿Sabe usted cuándo vendrá?

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