Pechiche a ta andi mbila muette ri ma gende ri Palenge.
¿Cuándo fue la ultima vez que se tocó el pechiche?, le pregunto. “Que yo me acuerde, en el velorio de mi mamá, en 2013” dice Tomás, se toca el mentón. En septiembre de ese año Graciela Salgado Valdéz se acabó. La transgresora del ritmo, ella, pequeña y oscura: la maga palenquera que despedía a los muertos del pueblo. Con su muerte, el pechiche se guardó y ya no hubo quién cantara más Lumbalú como ella: “Ya las voces no son las mismas, ya las mujeres que cantan no dan con el tono”, cuenta la cantadora Ceferina Banquéz.
“¿Lumbalú?”, pregunta José Valdéz “Paíto”. “Yo no le echo mucho cuento porque eso hace rato que se acabó. El Lumbalú lo conocí en la familia mía. Los Salgado eran más los tamboleros, y los Valdéz las cantadoras”.
En 1980, los hermanos Batata –Paulino y Graciela Salgado Valdéz–, formaron el legendario grupo Las Alegres Ambulancias de San Basilio de Palenque, con el que dieron a conocer al mundo los primeros cantos y ritmos tradicionales palenqueros como el Bullerengue, la Chalupa, el Fandango y el Lumbalú (cantos de muerto). Entre Paulino –hombre excéntrico, bebedor y brujo de los cueros–, sus hermana Graciela y Dolores Salinas, Rosalinda Cañate entre otras, se consagraron como tomadores de ron y cantadores de los velorios de Palenque, ellos eran el Cabildo Lumbalú: un parche de sacerdotisas del ritmo de la muerte. El nombre del grupo deviene del sonido bulloso que hacen las ambulancias, que por lo general andan con personas moribundas, pero estas ambulancias eran alegres, hacían una bulla alegre.
“Bueno, yo creo, que yo soy la única mujer que sé toca’aquí en Palenque, toco y canto”. Con un tambor alegre entre las piernas, Graciela Salgado aparece en un video grabado por Lucas Silva en el año 99.
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En un barrio a las afueras de Barranquilla, Tomás y yo nos apurábamos una cerveza, hacía calor. Cántate uno, me dijo. Está bien… me puse seria y le canté un pedacito de un Bullerengue; él se emocionó. En cuestión de segundos apareció con un tambor que yo jamás había visto, según él ese tambor se llamaba Congalegre, una mezcla de conga y tambor alegre. “Esto es invento de Istvan Dely”, aclaró.
Ta cu ta cu cun ta rucutucun.
Las manos me sudaban, lo miré a los ojos y le pregunté: Tomás, tú eres Batata cuarto, ¿no? ¿Cómo es eso de la dinastía Batata? “Ni primero ni segundo ni cuarto ni quinto. Yo soy Batata, sin número. Hago parte de la familia Batata. Se murió mi tío Paulino, y bueno, quedé yo”. Como un tubérculo dulce, pensé. Como algo que crece debajo de la tierra… Ser Batata no es algo que se entregue de padre a hijo, hay que ganarse ese lugar dentro de la familia Salgado Valdéz y para eso se necesita “asunto”, o sea, talento y sabrosura para tocar el tambor.
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No sé si lo soñé o alguien me contó que para iniciarse como Batata –además de ser parte del linaje Salgado Valdéz–, a los nuevos tamboreros tenían que sacar un repique nuevo, que fuera único en la historia familiar y a manera de ritual se les consagraba como Batata.
La primera vez que fui a San Basilio de Palenque, hace alrededor de tres años, conocí un tambor muy grande, tan grande que doblaba en tamaño al tambor alegre. Alguien me dijo que sonaba tan fuerte que su sonido alcanzaba a llegar hasta otros pueblos. “Este es el tambor pechiche”, dijeron. Pechiche en la costa quiere decir mimado, consentido, el pechiche de la casa. “En la casa siempre hubo pechiche… yo no sé quien lo hizo” dice Tomás. Ese era el pechiche que yo había visto, en toda la puerta de la casa de Graciela Salgado, quien para ese entonces ya había muerto. En ese momento preferí contemplarlo, pero desde hace un tiempo tuve la curiosidad por indagar sobre ese tótem de metro y medio hecho de madera y cuero de chivo.
Aprovechando mi regreso a Palenque, quise saber qué había pasado con el pechiche y con el Lumbalú. Fue triste encontrar que de tres tambores pechiche que hay, el primero lloraba arrinconado en una habitación con un abanico encima de su cuero roto, el segundo era un vaso de madera acabado por el comején: sin cuero, sin cuñas, sin nada. Y el tercero, el único que estaba bueno, era el pechiche que vi por primera vez en la casa de Graciela Salgado, aunque esta vez ya no custodiaba la entrada, lo tenían guardado en uno de los dos cuartos.
“El pechiche nació por la necesidad de los palenqueros de la comunicación” explica Tomás. Para tocarlo hay que acostarlo suavemente sobre la tierra y sentarse sobre él; acomodar su boca en dirección al pueblo hacia donde se quiere mandar el mensaje. Pero eso era antes. Tres golpes eran suficientes, “tres golpe’ na má”, y ya la gente en los palenques cercanos —San Pablo, San Cayetano, Mahates, Matuya, Marialabaja— sabía que en Palenque había novedad… o que había entierro. “Ese tambor era sagrado, no se tocaba cualquier día”, advierte.
Cuando alguien se moría, al muerto se le hacía el Lumbalú, en caso de que en vida lo hubiera pedido o si era un músico del combo, el Lumbalú son nueve días y nueve noches de canto y baile. A veces más. Ritmo y ritual esencial para la cosmovisión palenquera: “es para que el muerto llegue a buen destino, pa que se vaya bien, pa que se vaya en paz. Además se le mandan razones: salúdame a tal, dile que me siento así, que me siento asá, no te olvides de darle mi razón.” explica Tomás.
Esa tarde en Palenque, me encontré con Emelia Reyes Salgado “Laburgo”, hija de Graciela y hermana de Tomás, quien endulza las penas de la gente con dulces tradicionales palenqueros: alegría, caballito, enyucao’… “Tu hermano te mandó sesenta discos de Las Alegres Ambulancias”, le digo. Laburgo me toma por la cintura y me abraza duro, me aprieta contra su pollera de colores desteñidos y siento su fuerza. Le pregunto quién toca pechiche en Palenque, “solamente la dinastía Salgado Valdéz es la que tocaba pechiche”, responde. Estoy triste, le digo, porque los pechiches se están acabando, ¿es que ya no hay Lumbalú en Palenque?. “Sí hay mi amor, sí hay Lumbalú… responde”.
Le pregunto por Graciela, pero siento que no quiere hablar más. Parece que todavía le duele hablar de su mamá. ¿Cómo fue el entierro de Graciela? Le pregunto. “Ay mi amor, quisiera no acordarme, alguien lo grabó y me dio ese video. Les dije en la casa que me lo escondieran, yo no he querido verlo”. Prefiero comerme un par de enyucaos’. Ella me abraza nuevamente y agarra su batea, se va para Turbaco a vender sus dulces.
Para sorpresa mía, encontré un video de su entierro nada más y nada menos que en Youtube (fatal). Y entre cantos, rezos y movimientos hechos por mujeres alrededor de su ataúd, apareció una cara que me llamó la atención, era el maestro Justo Valdéz, hijo del músico Cecilio Valdéz Simanca –el popular Ataole– y sobrino de José Valdéz “Pacho” Simanca conocido como el gran Simancongo, rey de la marímbula palenquera.
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Caminamos por un calle angosta del centro de Cartagena. Él se detiene en una esquina; te presento a la mujer más hermosa del mundo, me dice.
Una palenquera colorida se ríe bajo el sol con un mango maduro entre las manos, lo pica rápidamente, se limpia con un trapito que saca de su batea y me da su mano al tiempo que hace un gesto con su cabeza.
Entramos a un restaurante en esa misma calle donde Justo le indica a las meseras que “venimos a tomarnos un fresco”. En el fondo del lugar hay una elegante fuente junto con una mesa para dos.
“Maestro Justo, nos tocó la mesa más romántica de todas”, le digo entre risas.
Mientras tomamos limonada Justo me explica: “Los Batata nacen con el Lumbalú y el Lumbalú nace de los Batata. El pechiche es un instrumento que lo ejecutó mucho Batata, el bisabuelo de Tomás Teherán Salgado, familia mía”. Ese Batata se llamó Manuel “Chomané” Salgado, abuelo de Graciela Salgado.
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En el barrio abajo de San Basilio de Palenque, Paíto se estira sobre una silla y descansa los pies sobre el cuero de un tambor alegre. Su taller huele a bosque muerto. Me siento sobre un pedazo de madera y desde adentro veo pasar por la calle a hombres sobre caballos con pimpinas llenas de agua, vendrán del arroyo. “El primer pechiche que vi, lo construyó mi tío Simancongo y mi persona cuando era un niño. Fuimos al arroyo que hay por allá atrás buscando un palo de balsa para hacer pechiche, ese pechiche se lo hicimos a la señora Estefanía Caicedo. Mi tío lo sabía tocar”. José Valdéz “Paíto” habla despacio, con una calma profunda igual que su caminado. Tiene sesenta ruedas (como dice él) y hace rato que no construye un pechiche; que me cobra ochocientos mil pesos por hacerme uno, “a precio barato, para las amistades”.
Hacer un pechiche se demora. Porque es demasiado grande y pesado. Además ya no hay necesidad de avisarle a los otros pueblos a través del pechiche. El celular es el nuevo pechiche. Ahora el Lumbalú se toca –si es que se toca, pues es todo un misterio– con el tambor alegre, que es más pequeño y fácil de llevar. El pechiche fue desplazado a pesar de ser el elemento central del ritual de Lumbalú.
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“Las bullerengueras se toman su botella de ron y se ponen a cantar con sus voces tristes y profundas, para que el monte se llene de África una vez más”, narra Lucas Silva en el 2000, año en que Las Alegres Ambulancias grabó su primer álbum: “El Legado de Palenque – El arte de llorar a los ancestros”, una producción del sello colombiano Palenque Records. Más adelante se sacó otro disco junto con más agrupaciones palenqueras y toda la música producida por Las Alegres Ambulancias hasta la muerte de su vocalista, Graciela Salgado, en un álbum llamado “Colombia: Batata, el legado de Palenque” en 2006.
Después de la muerte de los hermanos Paulino y Graciela Salgado, Emelia y Tomás tomaron su lugar en el grupo de Las Alegres Ambulancias, una bulla que no ha parado aunque la propuesta musical ahora sea distinta. Están mezclando los ritmos tradicionales palenqueros con ritmos africanos como el soukus, con nuevos instrumentos que han hecho que el formato del grupo se proyecte como una big-band. La frecuente transformación de la música tradicional que mira hacia fuera para poder sostenerse en el tiempo.
Hubo una pequeñísima señal de toda la magia que aún habita escondida entre las casas palenqueras. Rosalinda Cañate, a sus 83 años, fue parte del Cabildo Lumbalú y todavía canta. En la fachada de su casa dice en letras grandes pintadas con vinilo: “CURACIONES, REZOS, QUITO MAL DE OJO”. Me toma de la mano y me dice: “Aquí no podemos tocar pechiche porque tengo a mi marido enfermo. Y si tocamos ese pechiche la gente en el pueblo va a creer que él ha muerto, y que hay Lumbalú, vámonos para la casa de Graciela y cantamos allá”.
Deduje que fueron los Batata los únicos que construyeron y tocaron el pechiche, el primero siendo Chomané, el abuelo de Graciela, un brujo. De ahí para atrás no se sabe mucho; solo que los Batata son un linaje que desciende de una tribu de príncipes africanos que se asentó en Palenque y el pechiche viene siendo la única hasta ahora conocida memoria viva de esa dinastía. Y ese pechiche solitario es el que carga el legado de Graciela Salgado, la primera tamborera, inspiración enorme para las mujeres colombianas que tocan la percusión del Caribe colombiano ahora. La reina del Lumbalú, la parrandera de la muerte.
“Antes los señores pedían Lumbalú,
¡ahora piden es picó en el velorio!”.