“Tómese un trago”, me ordenó el brujo, sirviéndomelo en una copita de plástico.
Le cuento que no bebo alcohol.
Entonces me mira con cara de eres un maldito pussy y entonces preste pa’cá y pa’dentro, sin dolor.
La vaina picó en la lengua. En las amígdalas. En todo el centro de la epiglotis. Hace trece años no sentía ese ardor.
A pesar del volumen elevado del sonido del vecino, que andaba tronando Olímpica con el Char gritando a toda máquina, el sol picante del mediodía palenquero había condenado al sueño largo a un perro color trocha, a un gato café con leche y a un cerdo negro en torno al botánico. Sentado ahí en su Rimax a la sombra de un árbol solitario, en medio de los animales y en aquella calle polvorienta frente a su ranchito rosa, lila y azul cielo, el viejo parecía justo como lo que era. Como un Doolitle del subdesarrollo. Como un Merlín del caribe colombiano.
“¿Qué tal?”, me preguntó, clavando sus ojos negros en mis gafas empañadas.
“¡Uf!”.
“¿A qué le supo?”.
No estaba seguro, pero definitivamente su menjurje dulzón traía por ahí algún eco de mi infancia. Y precisamente iba a decir “natilla” cuando mi amiga mexicana dijo “canela”, sabor que él confirmó asentando con la trompa estirada.
“¿Y a qué má?”.
Estuve tentado a decir que a ñeque pero jamás probé el combustible mitológico del pueblo del Cervantes más ilustre de Colombia. La botella de vidrio verde de espumoso barato que el doctor sostenía entre sus manos de lija contenía un líquido color ámbar, pero además una especie de alga.
“Claramente a un alcohol cercano al etílico…”, le dije. “¿Pero qué más trae?”
“Esta bostella tiene unas raíces… tiene la cruceta, tiene la canela, tiene la estaca… y también tiene la que llaman… hombre macho”.
“¿Hombre macho? ¿Y eso para qué es?”.
El viejo Florentino parecía titubear. Si no fuera tan negro se hubiera puesto rojo.
“Para mucha’ cosa”, respondió tajante.
“Como por ejemplo…”.
“Pues… pa’ que lo usen los hombre… ¡pa’ la actividá!”, confesó por fin, mirada clavada en sus zapatos blancos rechinantes.
“Ah… ¡para la herramienta!”
“Esatamente… muy efetiva”.
Hubo un segundo de silencio. El fuego de esa pócima chirrinchi ya descendía hacia mis entrañas.
“¿Tanto?”
“Pues si ya has estado con ella y te conoce, te va a preguntá: ‘¿Qué te dieron?’.
Y siguió:
“Pa’ las fiestas del doce de otubre casi ni me alcanza. Viene Raymundo y ‘véndame una’, ‘consígame una’, ‘tráigame una’… Es una verraquera”.
Y entonces se hizo inevitable imaginar mi destino más inmediato: cachaco condenado a divagar por las trochas de Palenque con una palanca indisimulable.
***
Florentino Estrada Valdez es maestro de medicina tradicional. Tiene 68 años y con un poco de ñeque y hiel de serpiente cura el cáncer.