Latin Dance

Latin Dance

Intentar llegar a las raíces de lo que en la costa colombiana es una evidencia cotidiana implica viajar hasta los tiempos de la colonia: Cartagena de Indias fue la puerta de entrada a la América continental de los esclavos traídos desde África y una de las prohibiciones que estableció para ellos el gobierno colonial, además de la libertad, fue bailar. Y, sin embargo, no dejaron hacerlo. Tenían sus cabildos, sus jolgorios, sus verbenas y sus carnavales.
Paula Bistagnino

Bajo una luz amarillenta, entre las calzas negras y la pechera fucsia, su vientre moreno brilla. La piel tersa y joven es casi plástica, como aceitada. El pelo largo, rojo y tejido en una decena de trenzas perfectas, tan perfectas que se podría creer que así le crecen. La mirada al frente, los ojos encendidos. La boca carnosa que sonríe. La música empieza a sonar y la cadera de Sandry Charris despega. Los brazos arriba y el torso que serpentea hasta electrizar el resto de su metro cincuenta de estatura. Es como si en lugar de huesos, dentro de ese cuerpo de 21 años hubiera fibras elásticas conectándolo. Ahora se contornea, desciende, da un salto enérgico y cae sobre sus dos piernas. Luego, el vaivén de la pelvis y las manos en la cintura, que vibra en primer plano. Se adivinan los músculos en plena faena. Los movimientos son mínimos. La velocidad, como el calor de esta noche, infernal.

No es sólo Sandry la que baila este martes sobre el pavimento del barrio Paraguay, en los suburbios de Cartagena de Indias. Con la calle como escenario y un parlante en la vereda por toda infraestructura, cuarenta chicos y chicas ensayan una coreografía. No es sólo este martes por la noche cuando sucede esto en la Diagonal 25: seis días a la semana, cada tarde a excepción de los domingos, poco antes de que caiga el sol, entre treinta y ochenta jóvenes, adolescentes y niños desde los 7 a los 25 años se reúnen a bailar durante tres, cuatro o cinco horas.

Una escuela de baile sin aulas ni salones. 

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La cita es a metros el Centro de Atención Inmediata (CAI) de la Policía Nacional, a una cuadra de la Iglesia local y a media de la Avenida del Acueducto, una de las varias vías de tránsito rápido que atraviesan la periferia de la ciudad más turística de Colombia. 

La ubicación no es casual: allí vive Ander Renals, el creador y director de la escuela-compañía-organización Latin Dance.

A los 34 años, aun viste como el hiphopero que fue: lleva una gorra de los Yankees con una visera enorme -aunque ya es de noche-, unas bermudas de basquetbolista hasta la rodilla, un aro dorado de un lado y otro amarillo de plástico del otro. Cuesta ver en su cuerpo macizo al bailarín profesional que llegó a actuar con Elvis Crespo, Celia Cruz y Don Omar. 

Sentado en una silla de plástico sobre la vereda, observa las coreografías, corrige algunos movimientos y elige la música que sale de un parlante enorme que tiene a su lado como un perro guardián. Un cable atraviesa la reja y llega hasta el interior de la casa blanca sin lujos y puertas abiertas que cada día es vestuario, cocina, baño, centro de reuniones y hasta alojamiento para los bailarines que no pueden volver a su casa o no tienen dónde vivir. 

Allí vive con su abuela, su madre y su hijo de 4 años, Evans. Y allí empezó todo en 2004, cuando después de un accidente callejero tuvo que abandonar una carrera que prometía ser larga.

-Iba patinando colgado de un bus. Frenó de repente… Me rompí desde la mandíbula a las costillas. Pero ni aun así se me fueron las ganas de bailar. 

Cuando se recuperó, con otros amigos bailarines empezó a juntarse en el patio delantero de su casa a ensayar pasos y crear coreografías. Eran seis. Con el correr de las semanas y los meses fueron una veintena: ellos seis de un lado de la reja y unos cuantos más del otro, mirándolos. 

 

 

¿Unos niños que bailan en la calle? 

La pregunta suena absurda a los oídos de un cartagenero. Como si alguien les consultara dónde queda el puesto de venta ambulante de arepas: en cada esquina.

-Es lo más natural que la gente se junte a bailar o escuchar música en los barrios. Aquí el pueblo siempre ha bailado-, dice Ricardo Chica Geliz, doctor en Educación especializado en Cultura Popular y profesor de la Universidad de Cartagena.

Intentar llegar a las raíces de lo que en la costa colombiana es una evidencia cotidiana implica viajar hasta los tiempos de la colonia: Cartagena de Indias fue la puerta de entrada a la América continental de los esclavos traídos desde África y una de las prohibiciones que estableció para ellos el gobierno colonial, además de la libertad, fue bailar. Y, sin embargo, no dejaron hacerlo. Tenían sus cabildos, sus jolgorios, sus verbenas y sus carnavales.

Desde entonces y hasta ahora, más allá de los vaivenes de la historia, en todos los países en los que se establecieron afrodescendientes, el baile es central en la vida social.

No es sólo una diversión: en Colombia, bailar es casi un requisito.

-Es una capacidad que conecta con los social y lo amoroso. Aquí si no sabes bailar, no consigues pareja.¬

La sociedad cartagenera se divide según estratos. Hay cuatro y la cuenta es lineal: de abajo para arriba, el 1 es el más bajo y el 4 el más alto. Es un sistema socioracial, explica Chica Gilez, definido por el poder adquisitivo y la raza. Y eso se corresponde en el ordenamiento geográfico. 

-No sólo está institucionalizado, sino que además se hace sentir con dos preguntas básicas: de qué estrato eres y en qué barrio vives.

El barrio Paraguay queda a ocho kilómetros y quince minutos de taxi del centro de Cartagena de Indias pero dista del aire pintoresco que buscan cada día los miles de turistas de todo el mundo que recorren las calles empedradas y coloridas de la ciudad amurallada. Y sólo aparece en los diarios cuando hay un accidente grave, una pelea atroz o un homicidio. No es uno de los barrios más pobres ni peligrosos de la ciudad, pero alrededor de un tercio de sus seis mil habitantes tiene bajos ingresos, un cuarto trabaja en la informalidad, un cuarto es de ascendencia afroamericana y entre todos apenas superan un promedio de 8 años de educación formal. 

El barrio Paraguay es, en la escala socioracial, estrato 2. 

-Hablamos del margen del sistema. Ahí, en el margen, la gente hace lo que puede con lo que le dejan. Y lo que hacen, entre otras cosas, es bailar-, dice Chica Geliz.  

Después de un diluvio de tres horas que dejó el centro de Cartagena inundado, a las 5 ya hay varios chicos en la Diagonal 25. Llegan desde las casas vecinas o desde otros varios periféricos, a media o una hora de viaje; algunos van directo desde el bachiller, la universidad o el trabajo. Los varones prefieren las gorras, los joggings, o los pantalones a la rodilla, shorts. Las chicas las remeras cortas y las calzas de todos los colores. Se saludan alegres: ellas se besan, ellos chocan los puños. Todos sonríen, se cuentan alguna pequeña anécdota cotidiana. Se preguntan cómo va la escuela o la familia, se halagan el peinado o la vestimenta. Apenas unas palabras rápidas y al paso. 

Lo único que urge es empezar a calentar el cuerpo.

Pies, muslos, articulaciones, brazos, cuello. El encargado de guiar la entrada en calor es Edinson Blanquicett Pájaro, un profesor de folclore y bailarín profesional. A su lado, bien al frente, un niño de 7 años se esfuerza por seguir las indicaciones con precisión. Y lo logra. Detrás, unos diez replican.

-¡Segunda y abajo! Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. ¡Otra vez! ¡Sostengo!

Edinson grita para que todos lo escuchen mientras pasan dos motos por delante suyo sin siquiera desacelerar. Apenas los esquivan, pero ellos no se inmutan. Tampoco protestan. Siguen bailando mientras pasa el camión de la basura, siguen bailando mientras un grupo de hombres toma cerveza en la esquina, siguen bailando mientras los vecinos los miran, siguen bailando mientras sus amigos miran televisión en sus casas o se pelean en el barrio. Siguen bailando. Cada día, sin falta. 

-Aquí se despejan todos los problemas de la mente y del espíritu. Aquí se alegra el alma. Aquí se ríe y se tiene una familia. Aquí se baila duro, porque cuando quieres ser el mejor, tienes que esforzarte. Y estos chicos quieren ser los mejores-, dice Edinson.

Ya son más de las 7 de la tarde. Hace una hora que empezó a oscurecer pero aun no se encendieron las luces del alumbrado público. Llega un chico y le tira el puño a Ander, apostado en su silla al lado del parlante. En los breves segundos que el puño tarda en llegar hasta el suyo, mira su reloj y mientras chocan los nudillos, lo advierte:

-Otra vez muy tarde. ¿Qué ha pasado contigo?

-Es que… -intenta argumentar y pronto se arrepiente-. Sí, sí, lo sé.

No hay requisitos para ingresar a Latin Dance, pero sí hay condiciones: la disciplina es la primera. Todo lo demás, dice Ander, llega después. 

El descubrimiento de que la danza no era sólo el fin sino también el medio fue de a poco: un día vio que uno de los chicos ya no andaba con la pandilla ni llegaba lastimado; al tiempo descubrió que dos o tres habían mejorado en la escuela; luego que ya ninguno llegaba sucio o descuidado; más tarde que su relación con los padres había cambiado. 

-En la experiencia nos fuimos dando cuenta de que estábamos enseñando algo más que a bailar. 

Hoy,  Latin Dance es una escuela de formación artística sin aulas ni salas de baile con espejos, al aire libre y a la vista de quién quiera verla. Sin dogmas ni búsquedas puras, mezclan ritmos folclóricos, tradicionales, tropicales, clásicos como el ballet y modernos como el break-dance o la salsa acrobática. La enumeración es caprichosa e incompleta: desde mapalé –una danza típica de la costa que lleva el nombre de un pez porque imita sus movimientos desesperados cuando lo sacan del agua-, una gama de ritmos africanos, todos los caribeños, algunos andinos, incluso tango. Pero se entrenan en cada uno en particular, con profesores especializados.

-Tomamos todo, sabemos todo, pero creamos lo nuestro. Sacamos lo mejor de cada uno y vamos creando un estilo complejo propio de nosotros. Hacemos danza urbana, porque bailamos literalmente en la calle y eso es de la cultura hip hop, pero hacemos danza urbana en Cartagena, con nuestra ricura y nuestro sabor-, explica Ander.

Tienen, reconocen, un gusto por todo lo que viene de África, regido por la percusión, por los movimientos rápidos y sensuales. 

Desde 2008 participan en concursos y competencias locales y nacionales. Pero se hicieron populares en los barrios, porque cada uno de ellos lleva la voz a sus vecinos y amigos. En 2013 participaron del programa televisivo Colombia Tiene Talento y se volvieron populares en youtube, donde los siguen jóvenes de todo Colombia y también de otros países. Este años, el 29 de abril, recién llegaron a ser protagonistas como compañía en su ciudad: cerraron la celebración del Día Internacional de la Danza en el Teatro Adolfo Mejía.

En los siete años que tienen, más de cien chicos que pasaron por la Diagonal 25 iniciaron un camino como bailarines profesionales: son docentes en escuelas o gimnasios, se presentan en fiestas privadas o eventos institucionales, trabajan con artistas locales o internacionales.

Ander deja de hablar y pide disculpas por la emoción. Sus ojos oscuros de pestañas curvas brillan. Se saca la gorra de los yankees con una mano y con la otra se refriega la cabeza, rasurada por detrás y los costados. 

-La danza puede darle sentido a una vida… Yo lo supe cuando bailaba, y después del accidente, con este proyecto, volví a sentir que la danza me daba una razón y una misión.

Hay algo más que hace a la esencia del ser cartagenero y que Chica Geliz define como “la vida de muelle”: un intercambio cultural y económico constante entre los pobladores y los barcos. La administración estatal -y caótica- permitía la libre circulación de todo y de todos, desde marineros hasta prostitutas, estibadores a comerciantes, zapateros, artesanos, vendedores, cocineras. Del barrio al puerto y del puerto al barrio. 

Así fue siempre, pero a partir de 1950 hubo un hecho que iba a determinar la vida moderna de los suburbios de la ciudad amurallada y también de todo Colombia: la llegada del sound system. Además de las distintas mercaderías que entraban por los puertos de Barranquilla y de la Bahía de las Ánimas –donde hoy está el Centro de Convenciones de Cartagena-, llegó una nueva tecnología: por partes, empezaron a ingresar los componentes para fabricar amplificadores de sonido y tornamesas –tocadiscos-. De inmediato, en los barrios se instalaron talleres que armaban los bafles enormes y se repartían en camionetas pick-up. Así nació, de la mala pronunciación, el picó. 

Por los puertos de Colombia también empezó a llegar toda la música del Caribe: de Cuba, de Aruba, de Panamá, de Curacao, de Providencia, de San Andrés, de Haití. Año a año, los marineros completaban el repertorio hasta cubrir las 35 islas del Caribe. 

-Con el picó se inició un proceso de apropiación cultural de la sensibilidad caribeña por parte del pueblo de Cartagena y marcó el ritmo de la vida festiva barrial.

Había al menos uno por barrio, y hasta incluso uno por cuadra, y cada uno tenía un administrador –hoy llamado Dj-, que tenía sus seguidores y que competía con el resto por quién tenía el último disco de Cuba o la salsa más sabrosa. 

Pero también empezó a llegar toda la música de África y, ya para la década del 60, el rock desde los Estados Unidos y  el reggae desde Jamaica. En los 70, toda la música disco. Acá Michael Jackson sonó en los picó antes que en la radio.

De esa cultura musical, en 1982 nació Festival Internacional de Música del Caribe de Cartagena que posibilitó, por primera vez, que luego de años de bailarlos, los cartegeneros pudieran ver en vivo a los artistas y que dio origen al baile costeño hegemónico desde hace tres décadas: la champeta, un baile que nació de la emulación del sukus africano con la llegada de grupos musicales del Congo, de Zaire y de Angola.

Durante 12 años, el Festival fue el epicentro de la vida musical, hasta que en 1994, con la privatización de los puertos se puso fin “de un tajo” a la vida de muelle. 

-Pero no a esta cultura musical que permite que la gente a nivel de vida cotidiana maneje un saber y una memoria riquísimas, y que sigue viva a través del picó.

….

Sandry Charris es de las primeras en llegar y de las últimas en irse. Pero este martes llega más tarde que lo habitual. Con su mochila al hombro, el ombligo al aire y las trenzas perfectas recogidas bien arriba. Lista para dejar todo y empezar a bailar.

Junto a otros tres integrantes de Latin Dance, anoche bailó con en la gala de coronación de Miss Colombia, un evento que prendió a millones de todo el país a los televisores. Algunos le preguntan qué tal estuvo el show o la felicitan. Unos minutos después ya está en la pista: el pavimento de la calle, aun húmedo por restos de la gran tormenta que cayó sobre la ciudad esta mañana, más limpio que lo habitual por la gran tormenta que cayó esta mañana. 

-Todo lo que sé lo aprendí acá.

Tiene la voz suave, que rima con su tamaño pero desentona con el huracán que es cuando baila. 

Fue el 27 de agosto de 2012. Lo precisa como si fuera la fecha de su cumpleaños. Ese día fue el primero de los más de mil que lleva en la Diagonal 25. Si puede pasar cinco horas, de lunes a sábado, lo hace. Casi no recuerda días en los que haya faltado. Sí algunos en los que estaba concursando o trabajando. Pero ninguno que haya faltado por quedarse en su casa o salir con sus amigos. 

Estaba desorientada. Había terminado la escuela, no se decidía a estudiar, no trabajaba, tenía una mala relación con su familia. La vida en su barrio, San José de los Campanos, no le ofrecía nada bueno: pandillas, drogas, prostitución.

-Yo no estaba perdida, pero estaba desorientada.

En tres años es una de las mejores de la compañía, referente para las nenas más chicas y hoy vive de bailar, contratada por diferentes artistas locales para sus shows y por artistas internacionales cuando se presentan en Cartagena. No es la única: Kevin Florez, Reycon, Mr. Black, Maluma, Young F y Nicky Jam son algunos de los que buscan a sus bailarines en Latin Dance.

Mientras Sandry cuenta que el año que viene va a empezar la Universidad, pero que todavía no sabe si quiere estudiar Turismo o Trabajo Social,, los gritos y aplausos se suman a la música. Detrás de ella, que está de espaldas a la pista callejera, van pasando de a uno los más expertos del grupo: giran de cabeza, dan una vuelta en el aire, se paran en vertical con una mano, dan vuelta como trompos sin que las piernas toquen el piso. 

Yainer José Martínez transpira a gotas, pero los rulos “afro” no se mueven. Es imposible seguir los movimientos porque todo su cuerpo parece segmentado en partes autónomas: los pies van para un lado, la cabeza para el otro, el torso tiembla. Se desarma. Eso, explica Ander, es break-dance.

Aprendió a bailar a los 7 años mirando videos de Michael Jackson. Solo, en la casa. El profesor de béisbol se había cansado de decirle que lo suyo era la danza, que no perdiera el tiempo, cuando en los descansos de las prácticas no lograba mantenerlo quieto. Pasó por distintos grupos hasta que conoció a Latin Dance. Yainer tiene 22 años y dos amigos muertos; los dos de la misma manera: accidentes en moto. Conoce a otros de su barrio, Milagro, que se perdieron en la droga o las pandillas. Y a otros más que nunca encontraron qué hacer. 

Las historias de los Latin Dance se repiten o se completan para contar una mismo relato: carencias, peligros, búsqueda de algo que los motive y los entusiasme. Algo que los saque de la vida de barrio. Algo que les muestre una alternativa. Algo que les haga crecer las alas, dice Ander.

-La vida en esta parte de Cartagena, en los suburbios, es difícil… Es una vida de subsistencia y de encierro. Parece difícil de creer, pero hay mucha gente de acá que no conoce el centro, que nunca cruzó la muralla. 

Desde que en 2008 empezaron a concursar como grupo, nunca recibieron patrocinios privados ni subsidios del Estado que los ayuden a mantenerse y seguir adelante. Los únicos aportes llegan desde Italia, España, desde Colombia o Estados Unidos: los chicos que se formaron en Latin Dance y hoy trabajan en distintas partes del mundo o del país como bailarines profesionales. 

El proyecto de Ander es formar una escuela integral, que enseñe música e idiomas. Quizá, también, algún taller de audiovisual, de sonido. Son ideas para cuando haya con qué hacerlas. Mientras tanto, a veces sacan una pizarra a la calle y dan clases de inglés. 

-Creemos en Dios y tenemos la fe de que en algún momento nos van a ayudar.

Ander sabe que si alguna vez eso pasara y pudieran tener un espacio para la escuela, la decisión no va a ser fácil. Pero se compromete a sí mismo:

-Si dejáramos la calle, dejaríamos de ser nosotros.

Ya son más de las 8 y media y todavía nadie se movió de la Diagonal 25. Ander habla con algunos chicos sobre los concursos y competencias que se vienen, algunas invitaciones para presentarse en eventos, alguien que los quiere contratar para una fiesta. 

La clase termina con una coreografía conjunta. Desde el más chico hasta el mayor, los que recién empiezan y los instructores, todos participan. Las caras muestran el cansancio y alguno ya arrastra los pies. Todavía queda la vuelta a sus casas, que puede llevar media hora y hasta una. 

Sobre la vereda, uno de los chicos se saca la remera, la enrolla y la exprime. Cae un chorro de sudor y él grita:

-¿A quién le provoca un poco de agüita salá?

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