El camino a Magangué es sinuoso y verde: ni las curvas de la ruta ni la vegetación tropical dan tregua. La ciudad es ahora un hervidero de personas, motos, caballos y carros arrastrados desbordantes de mercancías. A nadie parece afectarlo el calor que a mí me abrasa. Hay que mirar a través de ese bullicio para ver el río. Ahí está, corriendo hacia el norte, buscando el mar como si quisiera huir también de la opresión del clima y los johnsons –lanchas para el transporte de personas, víveres, muebles, animales, toda la vida- que no le dan descanso.
Intentar llegar a las raíces de lo que en la costa colombiana es una evidencia cotidiana implica viajar hasta los tiempos de la colonia: Cartagena de Indias fue la puerta de entrada a la América continental de los esclavos traídos desde África y una de las prohibiciones que estableció para ellos el gobierno colonial, además de la libertad, fue bailar. Y, sin embargo, no dejaron hacerlo. Tenían sus cabildos, sus jolgorios, sus verbenas y sus carnavales.