Comenzó, como un antiguo herrero, por el escalafón más bajo del oficio: comenzó cronista. Después siguió siéndolo, mientras la palabra “cronista” dejaba de ser lo que era hace medio siglo, al menos en la Argentina. Era el novato que recién ingresaba, le llevaba Coca-Cola y le derramaba el café a los de mayor rango y salía a corroborar una información que no tenía derecho a escribir: para eso estaban los redactores. Cronista era “el escalón más bajo de la escala zoológica”, dice en un libro que tituló con un giro muy personal: Lacrónica.
Lector de Quevedo y contador de sílabas al escribir, Martín Caparrós (Buenos Aires, 1957) suele hacer esas cosas con las palabras. No solo juntarlas, sino que las palabras hagan lo que de otra forma no harían: que suenen o caigan distinto.
A veces sorprende
encabalgando las
oraciones así
como en un poema.
El símil del herrero lo trae él mismo al referirse a su aprendizaje en la sala de redacción de Noticias, cuando parecía que se dedicaría a la fotografía o la historia y no existían ni las escuelas de periodismo, ni los talleres de la Fundación Gabo, ni el prestigio de la llamada no ficción: las cosas se aprendían en caliente, como el susodicho artesano con su metal. “Era el estilo de formación del aprendiz medieval, que cuando quería ser herrero, primero lo hacían llevar los cubos con agua, después le dejaban meter algún trocito de metal para enfriarlo, después le dejaban pegarle un poquito al metal y así sucesivamente”, dice desde su casa en Madrid, vía Zoom. Más tarde agrega, el bigote siempre peinado en punta, la camiseta negra: “Uno iba y aprendía el oficio ejerciéndolo, digamos. Lo que importaba era tener cierta idea del mundo y cierta voracidad por entenderlo”.
Autor de más de treinta libros (novela, ensayo, crónica y otras piezas menos clasificables: en junio publicó una ficción interactiva con Revista Anfibia y el próximo libro será una suerte de biografía escrita en verso), Caparrós ha hecho también periodismo gráfico, radial y televisivo; traducido a Shakespeare y Quevedo; recibido premios como el Ortega y Gasset de Periodismo por su trayectoria y escrito poemas para la madre o para San Martín (en la escuela). Como maestro, ha impartido durante diez años el Taller de libros periodísticos con la Fundación Gabo, que cada edición ha reunido a ocho periodistas de Iberoamérica en Oaxaca, Buenos Aires o Madrid.
Pero antes de elevar a su propia categoría la palabra crónica (y de rebelarse en su contra en arduas reflexiones), viajó por el mundo, ya no para estudiar historia o huir de un golpe de Estado, sino para escribir “retratos del tiempo” de la Unión Soviética, Haití, Bolivia, Estados Unidos, Perú, Brasil, China. También Belgrado, para relatar una guerra moderna; o Sri Lanka, para hablar de la prostitución infantil; o Colombia, para escribir sobre las guerrillas en San Vicente del Caguán. Y tantos otros y tantos caminos –y chácharas y pamplinas– hasta articular relatos más globales: el hambre del mundo narrada en El Hambre; el extraño continente que nombró en Ñamérica; la enfermedad y la propia vida en la reciente Antes que nada. Su proyecto podría explicarse con las palabras que le dedicó a la muerte de su maestro Tomás Eloy Martínez: “Empezó a encontrarse en esa mezcla de historia y ficción en que tanto la ficción como la historia se mejoran”. Caparrós lo ha hecho de manera profusa, hiperconsciente y animal, así como otros periodistas de su misma escala zoológica, como su compatriota Leila Guerriero o el mexicano Juan Villoro, por mencionar algunos que también han bebido de Walsh, Martínez o García Márquez y han amplificado el lugar del periodista que piensa y escribe desde América Latina.
Como hecho premonitorio, Caparrós nació en 1957, el mismo año de la publicación de Operación Masacre, la obra maestra de Rodolfo Walsh, considerada la primera ‘novela de no ficción’ (un título más bien gringo que podría ostentar junto con el Relato de un náufrago, de García Márquez, publicado por entregas apenas dos años antes). Tal vez por eso —y por argentino—, solo ha pertenecido a dos instituciones: el Club Atlético Boca Juniors, del que es biógrafo, y la Fundación Gabo, a la que sigue llamando Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, su nombre de nacimiento, hace 30 años.
—Tu padre decía que el periodista era alguien que sabía un poquito de todo y nada realmente. Esa ha sido un poco la idea general…
—Esa siempre fue la idea. Bueno, según desde dónde se le mire. Mi padre era un profesor en la universidad, un tipo muy intelectual, serio, de esa época. Supongo que, para él y para muchos otros, el periodista era alguien que no tenía una formación realmente seria, ni un trabajo realmente serio, por una cosa que es de las que más me gusta en el periodismo: que vas saltando de aquí para allá, y un día nada te parece mas importante que los mecanismos de transmisión del dinero negro en Panamá y otro día nada te parece más importante que la vida de un pastor en Mongolia. Yo no tengo paciencia para pasarme la vida pensando siempre en lo mismo. En ese sentido, el periodismo me viene muy bien, porque puedo ir cambiando de temas y de cuestiones y de espacios y de punto de vista.
—Una de tus definiciones más bellas de la crónica la escribiste en la introducción de Larga distancia: “Y el placer, para mí, de hacer de la mirada pretendidamente neutra del reportero un ojo caprichoso. Esconderse en un cruce: deslizarse más acá del periodismo, más allá de la literatura, para ocupar un lugar sin espacio: escribir crónicas. Retratos del tiempo”. ¿Todavía podemos definirla así?
Por lo menos podemos tender a eso. Lo del tiempo está obviamente contenido dentro de la palabra crónica: crónica viene de “cronos”, que era el tiempo entre los griegos; el cronómetro y todas esas cosas; la cronología. La idea de que una crónica es de algún modo una pintura de su tiempo está en el origen mismo. Creo que las buenas lo son; aquellas que, so pretexto de contar una situación, una historia, un personaje, te dan una especie de panorama de tu época. Kapuściński decía que las buenas crónicas tenían que ser como una gotita de agua, que uno mirara y en esa gotita se reflejaran e intersectaran una cantidad de cosas que hay alrededor. Es una definición que me sirve y me gusta. Cuando las crónicas son buenas no se agotan en la actualidad de lo que cuentan. Una noticia del periódico cuenta algo que hoy te interesa, pero la lees dentro de dos meses y ya no te interesa más nada. En cambio, una buena crónica se supone que se puede leer mucho tiempo después, porque sigue armando, mostrando o poniendo en escena un mundo, un espacio, una sociedad, una gente, una tradición humana.
—Tomás Eloy Martínez dijo que la crónica era el género central de la literatura argentina. ¿Te parece que sigue teniendo esa centralidad, no solo en Argentina?
—Tomás lo dijo muy generosamente en una crítica que publicó en Página 12 cuando publiqué Larga distancia, que fue mi primer libro de crónicas, en el año ‘92. Después le pedí permiso para usarla como prólogo a otras ediciones. En Argentina creo que se podría sostener, porque en el siglo XIX sin duda los mejores textos son crónicas. Facundo, de [Domingo Faustino] Sarmiento, es un texto increíble. El matadero, de Esteban Echeverría: sin ninguna duda. Una excursión a los indios ranqueles, de [Lucio V.] Mancilla... Fue una época en la que se escribieron muy buenas crónicas y muy poca buena ficción o buena poesía. En el siglo XX hay otras cosas: están Borges, Cortázar, pero también [Roberto] Arlt, que escribió muy buenas crónicas; Walsh y Tomás, que escribieron muy buenas crónicas. O sea, algunos de los escritores centrales del siglo XX argentino también son escritores de crónicas, pero ahí el terreno ya está más peleado con muy buenas obras en otros géneros. En el resto de América Latina es más complicado, habría que ir país por país. Hay algunas buenas crónicas, pero también grandes novelas y grandes poemas o poemarios, que de algún modo compiten con mucha facilidad. Y además, tampoco se trata de competencia. No vale la pena ponerse a pensar si tal género tiene más peso o menos peso, porque siempre será un poco subjetivo.
—Con frecuencia dices que el periodismo no se trata solo de contar, de narrar algo, sino también de pensar, cuestionar, analizar. ¿Te parece que actualmente hay poco análisis en el periodismo?
Durante mucho tiempo se supuso que una buena nota periodística, un buen reportaje, una buena crónica no tenía que incluir análisis, por este mito de la supuesta objetividad del periodista. Insisto en que es un mito, porque un periodista no puede ser objetivo, alguien que cuenta algo no puede ser objetivo, cada vez que uno cuenta está poniendo en juego su subjetividad para decidir qué cuenta, cómo cuenta, qué es lo que le importa y qué es lo que no importa. No porque trate de engañar a nadie. Se ha hecho una especie de amalgama entre subjetividad y falsificación, objetividad y verdad. Y no es en absoluto así; es simplemente una cuestión estructural. Cuando tú cuentas algo, es tu subjetividad la que te dice qué es lo que vale la pena de contar. Si tú tienes X minutos de grabación, y si no quieres intervenir en nada y te dicen “estos 45 minutos son demasiado, necesito 15”, bueno, vas a tener que trabajar tu subjetividad para cortar los 15 minutos que te parecen más interesantes, que te parece que al espectador le van a llamar más la atención, lo van a hacer reflexionar mejor, o lo que sea. Y eso es puramente subjetivo, en algo que supuestamente es recontraobjetivo.
Entonces, incluso en lo que parece más neutro, más objetivo, hay subjetividad. Pero existe la idea de que el periodismo no tiene que incluir ninguna subjetividad, por lo tanto, tiene que excluir muchas veces cualquier forma de análisis, porque el análisis es el periodista metiéndose a opinar. Yo creo que uno opina siempre: cuando decide qué vale la pena de ser contado, cómo lo cuenta, a quién y cómo le hace preguntas; todo el tiempo estás opinando. Analizar no es más que poner en evidencia y ser honesto con respecto al hecho de que estás opinando. Mucho peor es opinar sin decirlo y disimulando; en cambio, cuando uno agrega y explicita sus análisis está siendo más decente, más franco.
—En uno de tus libros recientes, El mundo entonces, analizas el presente a partir del recurso de una narradora del futuro. Si pudiéramos hablar de algo como “El periodismo mañana”, ¿cómo sería?
—No lo sé. Casi siempre estamos en un momento de transición y crisis y esto se va resolviendo en direcciones absolutamente impensadas. Si hace 30 o 35 años tú me hubieras preguntado esto, yo jamás habría podido prever que esa noción básica del periodismo, que era el diario que sale a la mañana y resume todo lo del día anterior, iba a desaparecer. Y sin embargo, ha desaparecido. Cuando era chico, las noticias eran todo lo que había pasado hasta las nueve de la noche de ayer. Las leías a las ocho de la mañana y te enterabas de cómo estaba el mundo, de cómo había estado. Ahora es un continuo: te vas enterando todo el tiempo a medida que las cosas suceden. Parece una nimiedad, pero es un cambio enorme en la forma en que percibimos el mundo. Hace 30 años no lo habríamos podido imaginar; nadie lo imaginó. Por ahora, lo curioso es que se han difundido todas las técnicas y todas las herramientas que habrían permitido algo parecido a lo que solía llamarse el periodismo ciudadano, descentralizado, donde muchas más personas, incluidas las que no son periodistas, aportaran información, datos, historias, etcétera. Eso no sucedió. Cuando sucede, sucede mal: mienten, falsean, lo cual es un dato raro, porque creo que hace 20 años estábamos pensando que los periodistas íbamos a ser innecesarios muy rápido. Ahora la amenaza que podría hacer que los periodistas empezáramos a ser innecesarios es el tema de la inteligencia artificial, que, efectivamente, se está usando para ciertas cosas en periodismo, pero muy bobas: dar los resultados de la primera y segunda división, la fecha de ayer de fútbol, lo que puede hacer una máquina sin ningún problema. Pero para analizar el partido y que el relato tenga alguna gracia, bueno, todavía lo sabemos hacer algunos y otros no.
Por ahora, al periodismo le quedan dos armas básicas que todavía le son propias y que otras máquinas u otros profesionales no pueden hacerlas tan bien. Una es narrar: se supone que nosotros sabemos narrar y sabemos poner las cosas en contexto. Venimos trabajando sobre cada tema y, cuando pasa tal cosa, podemos contar qué significa eso dentro de una sucesión de hechos o de un contexto, podemos contarlo de una manera que sea más interesante, que valga la pena. Las tres líneas en Twitter sobre la muerte de fulano ya van a haber salido, pero se necesita que alguien te explique por qué importa la muerte de fulano, qué contexto se produce. Y de la misma manera, la otra cosa que podemos hacer mejor es analizar. Porque, bueno, nos especializamos en ciertas cuestiones, tenemos más información, trabajamos en eso, ¿no? No porque seamos ni más astutos, ni más nada, sino porque nos dedicamos a reunir información sobre ciertas cosas y, bueno, podemos analizar lo que sucede de una manera interesante, más atractiva. Creo que esas son dos cosas en las que, por ahora, no pueden reemplazarnos: en contar y en analizar. Seguramente, dentro de 30 años habrá unos aparatos extraordinarios que hagan las dos cosas y habrá algún viejo periodista diciendo: ‘Sin embargo, no nos pueden reemplazar…’ Pero eso, por suerte, no lo voy a ver.