Al medio cultural le exigen ser creativo. Creativo en su manera de asumir su sobrevivencia en medio de la crisis sanitaria del covid-19. Muchos se han “reinventado”, la palabra de moda en este 2020 que llegó cargado de la sorpresa planetaria de encerrarnos a todos para evitar contagiarnos de un virus mutante. Pero nada resulta suficiente. Al verse a gatas con el cierre de los escenarios culturales, de un día para el otro, y con la macabra racionalidad de que primero la salud que la diversión o el intelecto o el sosiego, las finanzas del sector cultura se fueron al piso. Todos se vieron golpeados, grandes y pequeños por igual. Y los que han logrado sobrellevar la tormenta inacabable aseguran que no saben por cuánto tiempo más podrán navegar estas aguas. Hacen maromas y maravillas y apelan a la solidaridad de los consumidores culturales para resistir un día más. Los cálculos del tiempo ya no permiten proyectarse más allá de lo que los ojos alcanzan a ver. Unos ojos con miopía, además.
En Bolivia la decisión fue radical: eliminar el Ministerio de Cultura para destinar sus recursos al cuidado sanitario, sin por ello haberse convertido en un modelo en la revolución de la salud. Así las cosas, los cantantes se convirtieron en mariachis esperando a llenar su sombrero a punta de moneditas caritativas. Esa escena de las serenatas callejeras de todos los géneros se repite a lo largo de todo el continente y la pregunta de fondo es para qué un ministerio del sector si no es para apoyarlo en un momento como este. De qué dignidad y respeto por las expresiones culturales hablamos si a los creadores les ha tocado mendigar su comida del día.
El ejemplo de Bolivia es diciente, pero no lo es menos la ausencia de resonancia y rescate de la institucionalidad continental durante estos meses trágicos para la cultura y el entretenimiento. La falta de inyección de dineros públicos al sector reveló lo poco relevante que es para la agenda política de nuestros países, a pesar del discurso, siempre retórico, de cómo nos llena el alma la cultura. También de la torpeza de nuestros gobiernos en ver que una manera de haber tomado el toro por los cuernos de lo que será una devastación psicológica de nuestras sociedades en el mediano plazo habría sido una masiva inversión en la creación de contenidos realizados por las miles de cabezas creativas de este territorio hispanohablante en busca de plataformas de divulgación.
Así las cosas, la pandemia ha puesto a prueba la versatilidad de las propuestas culturales, aunque muchas estén lejos de abandonar la idea de la presencialidad como algo esencial de la experiencia artística. Muchos estaban listos para irse online, como un evento tan reconocido como el Hay Festival. Otros, como el Colegio del Cuerpo, aunque han hecho hasta lo imposible por mantener la experiencia física a través de la pantalla, simplemente van contra su naturaleza si no tienen el contacto frente a frente con su audiencia. Ambos espectáculos, a través de sus cabezas, Cristina Fuentes y Álvaro Restrepo respectivamente, conversaron con los periodistas culturales invitados al Taller de periodismo cultural en tiempos de pandemia.
Para los dos, la gestión de sus proyectos en estos tiempos inciertos ha sido quizá el reto más grande de sus carreras. No solo en términos de una logística que se ve modificada por cuenta de transferir a una plataforma digital todo el espectáculo del intercambio cultural –en este caso, las conversaciones propiciadas entre autores y pensadores en el Hay Festival–, pero sobre todo por lo que significa en cuestiones financieras. Y ahí es donde se ve el valor y costo de la cultura. Un evento como éste representa movilizar a toda una ciudad en materia de infraestructura y presupuesto. En lo público y lo privado. Se mueven los hoteles, los restaurantes, bares y rumbeaderos, los operadores turísticos, las empresas de outsourcing de logística, las tiendas, los vendedores ambulantes, las librerías… El repertorio que incluye el glamour de tener a un nobel, una activista o una estrella de la salsa caminando por sus calles es, justamente, el que se le vende a los patrocinadores de un evento de estas características, públicos, empresariales y mediáticos. Pero… si esto ya no es, ¿qué sucede con el dinero que se le inyectaba al evento? ¿Cuál es el hueco económico para las ciudades? El altruismo en tiempos de pandemia continúa en algunos casos, todavía sigue siendo motivo de prestigio y de “responsabilidad social empresarial”, pero ya los patrocinadores no se ven tan interesados en un evento que, aunque puede conectar a más gente por cuenta de la red, se despoja del toque social que significa pasear y ser retratado en La Heroica, Cartagena de Indias. Aunque los montos invertidos hayan cambiado –reduciéndose– porque ahora toda la atención gira, paradójicamente, alrededor de las conversaciones, nada garantiza que los patrocinadores continuarán financiando el Festival, si bien Fuentes tiene claro que prefiere tener muchos que den poquito que al contrario. Hasta ahora, la virtualidad ha sido una magnífica excusa para entablar conversaciones que, de otro modo, no habrían sido posibles por motivos de agenda de los invitados: Malala Yousafzai no había podido ir a Cartagena por estar siempre al 100, pero una charla de una hora sí pudo dedicarle al Festival. Ese es un nuevo capital que no se perderá; no obstante, pese a su poderosa siembra en 15 años de existencia en Colombia, el Hay podría mostrar señales de fragilidad si no se reactiva el espectáculo en vivo, razón de ser de este festival en todas las ciudades donde se realiza en el mundo.
Por su parte, para el Colegio del Cuerpo, con base en Cartagena, la cuarentena ha sido devastadora. Mantener alejados cuerpos y almas, que hicieron todo por estar cerca los unos de los otros, ha sido un padecimiento. No solo emocionalmente, pero también financieramente. Al ser una escuela contemporánea de danza, como la llama su director y fundador Álvaro Restrepo, el escenario es su razón de ser. Es claro, además, que parte de su sostenibilidad se deriva de los espectáculos que ofrece por el mundo entero. Y, en estos tiempos, estos han sido cancelados, uno a uno, y ello representa una crisis sin precedentes para la compañía. Hoy, los bailarines ensayan en sus casas y envían sus coreografías en video y, para no desfallecer, preparan la pieza Para un Funámbulo, de Jean Genet, que Restrepo considera el antídoto contra la soledad y esa irremediable sensación de final por tener que expresar, justamente, esas emociones a través del cuerpo. Él no desfallece y cree en el poder terapéutico de la danza, en su capacidad restauradora y sanadora. Aplica el concepto del MA japonés que llena de significado el vacío de la nada, al punto de llamarla nada preñada. Cree, también fervorosamente, en la necesidad de una escuela como la que se imaginaron e hicieron realidad hace 23 años, junto con su colega la coreógrafa francesa Marie France Delieuvin, para romper la exclusión y el racismo cartageneros desde la creación y el talento. Pero el laboratorio humano que es El Colegio del Cuerpo, ese donde se tramitan las vulnerabilidades a través del respeto del cuerpo sacando, en consecuencia, toda su fuerza, requiere de la presencialidad no solo para que el experimento siga sucediendo entre sus jóvenes, pero también porque es la garantía de que continuarán llegando los recursos internacionales para que ello se lleve a cabo. Restrepo es el último en caer en el pesimismo, pero sabe lo que tiene que enfrentar por delante. Más aún cuando el apoyo con recursos públicos en Colombia son tan insuficientes. Hasta ahora, han logrado mantenerles los sueldos a los 20 bailarines de los que consta El Colegio del Cuerpo, pero no sabe cuánto más podrán hacerlo.