El proceso de Matar a Jesús

El proceso de Matar a Jesús

Laura Moreno, directora de 'Matar a Jesús', conversó con Natalia Roldán sobre la producción de la película ganadora del premio del público en la versión 58 del FICCI.
Matar a Jesús.
Natalia Roldán

Es la 1:20 de la tarde y Laura acaba de hablar con su padre, quien le dice que no llegará a tiempo a almorzar. Es la última vez que oye su voz, porque diez minutos más tarde –justo en el instante en el que el segundero marca el paso del minuto 29 al 30–, un sicario mata a su papá y la deja rota para siempre. Tenía 22 años y su mayor temor era perderlo, dejar de ser testigo de su amor, de su mente abierta y de su intensa necesidad de vivir. Él no dormía, porque perdía tiempo. Por eso su epitafio dice: “Incontenible como un amanecer”.

A partir de ese momento, Medellín, su ciudad, se convirtió en un monstruo que despertó en Laura una violencia extraña y desconocida. En las tardes iba a los miradores, sola, a gritar. Se sentía traicionada por ese lugar que ella amaba y que siempre recorrió sin temor. Así que decidió huir a Australia, donde esperó cinco años a que su espíritu se aquietara. Allá estudió Cine y una noche tuvo un sueño: en un fiesta un hombre se le acercaba y le decía “Hola, me llamo Jesús y yo maté a tu papá”. Laura se despertó agitada y empezó a escribir, como guiada por una fuerza más poderosa que ella. De un tirón, se le fueron 50 páginas en palabras, que paulatinamente se convertirían en Matar a Jesús, una película que es una carta de amor a su padre y, a la vez, una oda a la resistencia: “El perdón es muy íntimo y tengo que decir que yo no perdono al hombre que mató a mi papá –nos cuenta Laura durante esos agitados días del Festival de Cine de Cartagena–. Pero no recurriré a la venganza y eso, para mí, es un acto de resistencia, porque en este país lo fácil es la violencia”.

El asesinato del padre de Laura fue uno entre miles, por eso es importante entender que él es un símbolo. Durante mucho tiempo ella evitó decir que el guion partía de su vida, porque su interés no es contar una historia sino muchas, dibujar la realidad de un país, uno en el que la violencia ha sido por décadas la moneda local. “Hace unos años, mientras grababa un comercial, le comenté al equipo con el que trabajaba sobre la película que estaba produciendo y le expliqué que a mí papá lo habían matado. Entonces alguien me dijo, ‘Al mío también’. Éramos unas 15 personas y ocho de ellas habían perdido a sus padres de la misma manera. Así que cuando la gente me pregunta por qué seguimos hablando sobre la violencia, contesto que se debe a que somos un país violento. En realidad no hemos hablado lo suficiente sobre esto, porque estamos avergonzados, porque pensamos que tenemos que vender a Colombia en el exterior, y no es por eso que hacemos películas”.
 

Laura Mora (Foto: David Estrada)

 

Su otro yo

Natasha Jaramillo –quien se convertirá en la protagonista de la película– llega al Museo de Arte Moderno de Medellín en bicicleta. El pelo negro, larguísimo, abundante. La mirada intensa. La nariz y los labios finos. Las piernas extensas, firmes, delgadas. Los brazos fuertes, decorados con tatuajes. Su carácter, imponente. Y un halo hipnótico que hace que Laura, a lo lejos, quede enganchada.

— Esa pelada me recuerda a vos cuando tenías esas edad –le dijo su novio.

Al oírlo, ella pensó de inmediato en la película, así que la observó insistentemente. Sin embargo, no estaban haciendo casting y todavía había dudas de que pudieran producirla, así que dejó que se esfumara entre las tibias calles de la ciudad, aunque quedó clavada en su cabeza.

Cuando se concretó la producción, la buscó con desesperación. Cada vez que podía, iba al museo en busca de otra epifanía. Después de dos meses de frustración, en el centro de esa ciudad con 2.500 millones de habitantes, la vio a lo lejos, montada de nuevo sobre su bicicleta. “Corrí para alcanzarla y, angustiada de perderla, cuando estuve más cerca la cogí del pelo y, sin querer, le pegué –cuenta Laura en medio de esa risa suya, tan auténtica–. Pensó que iba robarla. Le dije que estaba obsesionada con ella y resultó que estudiaba Artes como mi personaje y tenía la misma edad, pero no le interesaba actuar”. No obstante, siguieron hablando y en un nuevo encuentro se terminó de convencer de que tenía que ser ella. “Todo lo que dijo era tan vibrante. Me impresionó  su carácter, sus posturas frente a la vida siendo tan joven, su radical coherencia, la claridad de sus proyectos, su decepción del ser humano, su sensibilidad desbordada… Al final quería que fuera la protagonista o mi mejor amiga”, explica la cineasta a la vez que suelta una carcajada”

Laura se encontró en Natasha. Ella, también, era vibrante y revoltosa a los 22. Vivía libre, porque sus papás la impulsaron siempre a ser independiente y autónoma. Las dos, además, tienen un espíritu callejero. Se sienten cómodas en las esquinas, en jeans y camiseta, persiguiendo cervezas de una cuadra a la otra. Nada de arreglarse un viernes en la noche para salir a una discoteca. No, ellas son de salsa brava, de conocer gente, de impregnarse de ciudad.  

Como pupila de Víctor Gaviria, uno de los primeros directores colombianos en usar actores naturales, a Laura también le gusta ese método de trabajo, y en esta película, para ella, hacerlo tenía más sentido que nunca: “Con el lenguaje y la relación de los personajes con la ciudad, quería que todo se diera muy naturalmente”. De todo el reparto, solo hay un profesional: la actriz que interpreta a la mamá de Paula, el personaje de Natasha, quien finalmente cedió a los encantos de Laura y se dejó convencer. Se puso en los pies de una estudiante que conoce al sicario que asesinó a su padre y se propone acabar con su vida.

 

Romeo

Giovanni Rodríguez –quien será el compañero de Natasha en la película– ronda por un parque de Medellín. Acaba de salir de la cárcel. Es rudo, pero lleva una dulzura en la mirada. Camina seguro y, a la vez, está a la defensiva. La directora de casting se le acerca y lo invita a una entrevista. Dice que se llama Iván.

Llega a la audición y confiesa que su verdadero nombre es Giovanni. Se disfrazó de otro por miedo a la policía. Cuenta que a su papá lo mataron cuando su mamá estaba embarazada de él y que, cuando nació, ella nunca lo mimó, lo protegió, lo educó. “En él se reúne toda la tragedia del sistema –cuenta Laura­–. Ha sido utilizado por plataformas criminales cuyos cabecillas son invisibles. El aparato se alimenta de chicos excluidos, marginados, y justamente eso quería mostrar en la película, que el victimario también es víctima y, en ese sentido, es difícil juzgarlo. Giovanni es una contradicción, porque ha estado en la cárcel, pero también es inteligente y un ser humano muy hermoso”. 

La historia personal de este joven de 24 años terminó de armar el rompecabezas. Aún faltaban meses para empezar el rodaje, pero Laura ya tenía en la mente la imagen de Giovanni en esa escena en la que un grupo de sicarios rueda colina abajo en motos y bicicletas, en medio del subidón de adrenalina que implica sentirse libre y, al mismo tiempo, andar al borde del abismo, a punto de caer. “Una cosa que me intriga mucho de la sociedad en la que crecí es que buscamos incesantemente la muerte –explica Laura­–. Y eso lo vemos en la manera en que manejamos motos y no usamos cascos y vamos cuesta abajo sin frenos”.

En la película, Paula y Jesús –el asesino de su padre interpretado por Giovanni– se conectan porque los dos buscan la muerte. Como lo hizo Laura, después del asesinato de su papá. Y, entonces, uno empieza a sentir que se gesta una historia de amor por ese vacío común, por la necesidad humana de encontrarse con alguien en el dolor, la desesperanza y la soledad. “Cristóbal Peláez, el dramaturgo paisa, un día me dijo: ‘Su película es Shakesperare, una gran tragedia humana, es Romeo y Julieta’. Yo le decía: ‘Para mí es la historia de dos hermanos separados por una ciudad que los vuelve enemigos sin conocerse. Yo juego con la seducción, pero más allá de una seducción erótica, es una reflexión sobre el miedo que tenemos los seres humanos que hemos vivido tanto tiempo en medio de un conflicto de dejarnos seducir por el enemigo. En el momento en el que el enemigo nos seduce ideológicamente, las posibilidades de hacer la paz son súper grandes”.

Cada palabra que atraviesa los labios de Laura se queda revoloteando en el aire. Habla de  la muerte, de la tragedia, del odio y de la venganza, pero hay una empatía que permite que sus frases leviten, como postulados de un libro de filosofía. Las pronuncia con esa frescura paisa que se aprende en las calles de Medellín, y entonces uno pasa por alto su profundidad, pero está ahí. Ella dice que todo se debe a sus padres, obsesionados con la idea de tratar a todos por igual. En una ciudad tan dividida, su familia no juzgaba a nadie por algo tan subordinado al azar como el lugar donde se nace. Por eso, cree ella, pudo hacer una película como esta, que sirve de homenaje para su papá, ya que sin su educación no habría podido contar una historia que humaniza a un victimario.

*Este texto también fue publicado en Cromos.

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