Marzo de 1848. El reportero John Nugent es liberado luego de permanecer un mes entero preso no en una cárcel, sino confinado a una habitación en el Capitolio, y sujeto a interrogatorios. Su delito: hacer periodismo y proteger a sus fuentes. Sus captores, los miembros de un comité de investigación del Senado estadunidense, no pudieron obligarlo a identificar el origen de una de las mayores filtraciones registradas en la historia de Estados Unidos: el pacto secreto firmado con México, conocido como el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, para dar fin a dos años de la guerra que reconfiguró Norteamérica en el siglo XIX.
A punto de cumplirse 169 años de aquella publicación, fuentes no identificadas eligieron a Dolia Estévez, corresponsal mexicana asentada en Washington, y a Vivian Salama, reportera de la agencia Associated Press (AP), para filtrarles una amenaza telefónica del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, al presidente de México, Enrique Peña Nieto: podría enviar sus tropas al sur de la frontera.
Toda primicia periodística suele dar prestigio a quien la obtiene, pero trabajar historias basadas en filtraciones nos enfrenta a algunos de los dilemas más delicados en nuestra profesión. Periodistas y medios tratamos de evitarlo al máximo, pero tarde o temprano todos nos topamos con una filtración trascendente que por lo general requiere garantizar el anonimato de nuestra fuente. Eso es parte de la naturaleza misma del periodismo.
Gracias a filtraciones, muchas veces hemos iluminado la cara oscura del poder mediante estricto trabajo reporteril: verificar los datos y abundar en ellos, cruzar información con fuentes independientes, contrastar versiones, entrevistar a los involucrados, documentar rigurosamente cada aspecto de nuestra historia… hasta donde sea posible. En ocasiones, la filtración es un documento (escrito, audiovisual, electrónico, etc.) que habla por sí mismo y, amén de verificar su autenticidad, no exige mucho más que proporcionar el contexto que explica su origen y relevancia.
Lo que no podemos ignorar es una verdad de Perogrullo: toda fuente que nos ofrece información tiene una motivación. Puede ser noble o aviesa, pero nunca será desinteresada. Identificarla es una exigencia ética. Tales intereses deben ponerse en la balanza junto con la trascendencia informativa del material a nuestra disposición. Se procede en consecuencia.
De esto se ha escrito demasiado. En cambio, se ha explorado poco el dilema personal de todo periodista en esta circunstancia. Cada vez que publicamos una filtración ponemos en tela de juicio nuestra honorabilidad. Sin importar el escenario en que esto ocurra, al final sólo queda estar dispuesto a pagar el precio, como le ocurrió a John Nugent allá en los albores del periodismo estadunidense.
Irlandés de nacimiento, Nugent cubría el Senado para The New York Herald en la década de los 40 del siglo XIX. Con 27 años de edad, ya hacía gala de una de las mayores virtudes de un reportero: cultivar sus fuentes de información. Esto le dio acceso a una copia del Tratado de Guadalupe-Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848, con el que Estados Unidos se apropió de la mitad del territorio mexicano, lo que hoy son los estados de Texas, California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y una parte de Colorado, Oklahoma y Wyoming.
Nugent publicó la filtración veinte días después de firmado el pacto. El documento aún era secreto y debía ser revisado y aprobado por el Senado en Washington, que citó al periodista para exigirle revelar su fuente. Ante su negativa, ordenaron detenerlo y encerrarlo en el mismo Capitolio. Un mes después, convencidos de la inutilidad de la medida, lo liberaron.
Periodismo de fe vs. Estándares profesionales
Desde siempre, publicar una historia basada en filtraciones implica riesgos incluso extremos para un periodista, como perder la libertad y, a veces, la vida. En todos los casos expone su credibilidad.
Eso explica la discusión en México sobre la calidad profesional de las reporteras Dolia Estévez y Vivian Salama, quienes publicaron versiones casi idénticas del ríspido intercambio telefónico del 27 de enero entre Trump y Peña Nieto.
El debate giró en torno al tratamiento de la información y el apego a normas básicas de reporteo. Pero también alcanzó ribetes de polémica en torno a la experimentada periodista mexicana, sobre quien se desató una campaña de desprestigio. Varios columnistas la acusaron de falta de rigor, de no verificar la información filtrada, de prestarse a la cámara de eco de Donald Trump. Los periodistas que salieron a defender a Estévez avalaron el sólido prestigio acumulado por la reportera a lo largo de su carrera profesional.
Sin embargo, no se equivocan quienes cuestionan un ejercicio periodístico como acto de fe. ¿La sociedad puede creer en la información filtrada a un periodista y divulgada por un medio, así sin más? Estévez no aclaró si escuchó la grabación, si leyó una transcripción o si se lo contó alguien que atestiguó el hecho de primera, segunda o tercera mano, ni ofreció datos mínimos que permitan estimar la confiabilidad de su fuente. Tampoco publicó elementos de reporteo adicional a partir de la filtración que recibió. Ofreció, sí, su personal interpretación del hecho y severos juicios de valor sobre la actitud de los presidentes de Estados Unidos y de México.
Esa es una primera gran diferencia con el tratamiento de la misma información en AP. La reportera Vivian Salama dijo haber tenido acceso al “extracto de una transcripción” de la conversación telefónica entre Trump y Peña Nieto. Su fuente fue “una persona con acceso a la transcripción oficial de la llamada”, que accedió a proporcionar un fragmento a condición de mantener el anonimato.
Otra gran diferencia son los estándares y prácticas profesionales en este tipo de situaciones. Mientras Dolia Estévez transmitió su información en vivo y sin filtros en dos estaciones radiofónicas mexicanas –un privilegio ganado con su experiencia y probada calidad–, Vivian Salama debió someter su nota a criterios específicos que la agencia AP impone a sus periodistas, como identificar a su fuente ante su editor, quien sólo pudo autorizar la publicación de la historia después de asegurarse de la escrupulosa revisión de todo el material.
AP enfatiza la transparencia como base de su credibilidad frente al público y sus suscriptores. Por eso impone tres condiciones para manejar información sin fuente, como es el caso de esta filtración:
“Bajo las normas de AP, material proporcionado por fuentes anónimas puede ser utilizado sólo si:
“1.- El material es información y no opinión o especulación, y es vital para la cobertura informativa.
“2.- La información no está disponible excepto bajo las condiciones de anonimato impuestas por la fuente.
“3.- La fuente es confiable y se encuentra en una posición que le permita acceder a información precisa.”
En esencia, la información reportada por Estévez y por Salama es la misma. Incluso, The Washington Post y por The New York Times confirmaron datos que refuerzan la veracidad de la filtración. Hasta Trump alardeó su rudeza telefónica con los mandatarios de México y Australia.
La diferencia ha sido el tratamiento público que se le dio. Las filtraciones deben pasar por filtros periodísticos explícitos. Es evidente que el prestigio personal del periodista no blinda su credibilidad. Un reportero no sólo debe ser ético, también debe refrendarlo en cada nota.
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Gerardo Albarrán de Alba es periodista desde hace 38 años y tiene estudios completos de Doctorado en Derecho de la Información. Es Defensor de la Audiencia de Radio Educación. Ha sido el creador de la única Defensoría de la Audiencia de una radio comercial que ha existido en México y fue el primer Ombudsman MVS. Es miembro del consejo directivo de la Organización Interamericana de Defensoras y Defensores de la Audiencia (OID) y lo fue del consejo directivo de la Organization of News Ombudsman (ONO). Integra la Asociación Mexicana de Defensorías de las Audiencias (AMDA). Dirige SaladePrensa.org
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