A medio camino entre Aractaca y el amanecer de Barranquilla, la caravana de becarios y maestros de la Beca Gabo hace escala en el infinito plantanal de Sevilla, Magdalena, allí donde ancló sus cuarteles la United Fruit Compay. El oprobioso imperio de la una inmensa empresa norteamericana que cuadriculaba sus cuentas con criterios paramilitares grabó sus iniciales en la historia de Colombia con la matanza de incontables obreros como finalización tajante a la huelga que sostenían en contra de sus modos diversos de explotación; también quedó grabado en la historia de la literatura universal al consignar García Márquez en Cien años de soledad, la cifra exacta de 3000 asesinados, cuando el propio autor consciente del debate entre la realidad y el deseo decía que podrían haber sido tres o trescientos, incontables o sin cuenta.
Entre el deseo y la realidad permanecen los fantasmas que siguen cortando banano en los surcos perpendiculares y perfectos, y los descendientes de una acomodada familia que habita hasta hoy la vieja casona desde donde un tal McDonald acribilló a escopetazos a quién sabe cuantos obreros esclavizados que se acercaban a sus ventanas para quemar la casa a la inglesa que hoy se desbarata en quejidos inaudibles.
Sin embargo, sobre la mesa permanece intacta la vajilla de refinadísima cerámica con el monograma de la United Fruit Company y el juego de copas de cristal cortado y las mecedoras ya sin mimbre y las paredes con papeles como tapices que lloran desgarrados y el olor a orines del olvido y el enjambre de sopor de calores insoportables y la leyenda que se enreda con la realidad, tan cerca de las vías del olvido por donde pasan los mismo vagones vacíos que hace horas vimos en Aracataca. Por esta línea, antes de pasajeros viajaban los gringos de la bananera en primera, los abuelos del Nobel en Segunda y las legiones de obreros en una tercera de bancas alargadas de madera que ya alguien ha quizá convertido durmientes.
Allí cerca de Sevilla, del antiguo epicentro de la bananera que tumbó al gobierno de Juan Jacobo Arbenz en Guatemala, casi exactamente treinta años después del Cienagazo en la costa Caribe colombiana y allí cerca de la bananera que terminó llamándose Chiquita, sobrevive entre brumas Finca Macondo, el lugar que prestó resonancia mítica al inventado y palpable pueblo que fundara la estirpe de los Buendía en tinta. Pero aquí dicen que este es “el propio Macondo”, que aquí vivió Gabito y que “cruzaba por la vereda a veces escribiendo en libreta y a veces en la máquina” y dicen que se lo llevaron a Aracataca hasta los 12 años y dicen puras mentiras que de tan sentidas se vuelven la verdad, tan verdadera como los gritos de los niños que juegan a las canicas en calzones, descamisados los que ya llevan tenis, viendo pasar el curso de los planetas en el vuelo de las esferas de cristal que vuelan desde el golpe preciso de sus pulgares en uñas.
Al filo del camino, un pensionado de pectorales de hierro e infalibles Crocs enfangados presume cultivar el último árbol Macondo en Finca Macondo. Es una pequeña matita de inmensas hojas, resguardada por un tripié de varas de caña que acorralan la ilusión de que este arbolito crezca inmenso y se convierta ya no el último sino en el primero de cientos que cubran con su sombra el polvoriento y sofocante naufragio de las casitas de techo de palma y las pocas casas de cantera carcomida que se sostienen como mapa inventado de un caserío llamado Macondo que se cree la encarnación palpable de un escenario literario que no necesariamente han leído los habitantes de toda esta geografía que en el fondo se saben escritos.