Me ha deshecho el corazón la imagen de un niño de tres años que buscaba llegar por mar desde Siria hasta Turquía, se ahogó y apareció muerto en la playa. ¿Es necesario que los medios le dieran tal despliegue a esta cruel escena? R.-Hay una responsabilidad ética que rige el manejo de las imágenes.
Como las palabras, aunque con mayor fuerza, las imágenes convocan hechos, situaciones, ideas, emociones. Esta posibilidad de comunicación es la que el fotógrafo y su editor tienen en cuenta para decidir qué se publica y qué no.
Se publica para informar, para hacer entender, para denunciar, para compartir una emoción o un conocimiento. Hay quienes publican para vender y puede ocurrir que el fin sea la denuncia aunque, como efecto colateral, dispare las ventas, que puede ser el caso de la foto del niño sirio.
Es una fotografía que debía publicarse como denuncia y, en todo caso, menos cruel que la realidad de los migrantes, de la que muestra solo un fragmento y que pudo sacudir la indiferencia del mundo, que aún no estaba suficientemente convencido de la gravedad de este drama humanitario.
Los efectos que se produjeron después de esta publicación, demostraron que sí era necesaria la difusión de la imagen. No todo lo cruel debe ser silenciado en nombre del buen gusto; a veces será indispensable hacerlo ver para sacudir y hacer tomar conciencia. Le corresponde al periodista evaluar estas circunstancias desde una actitud de servicio al bien común.
En efecto, si la publicación hubiera puesto en riesgo la dignidad del niño, o hubiera pretendido satisfacer la curiosidad morbosa del público, no se hubiera justificado su publicación. Las reacciones producidas le dan a esta imagen la entidad de un grito, de un reclamo, de un lamento que debía ser oído y entendido. Y eso es lo que está sucediendo.
Documentación
Las imágenes son de hecho capaces de usurpar la realidad porque ante todo, una fotografía no es solo una imagen ( en el sentido que lo es una pintura) una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria. Si bien un cuadro, aunque cumpla con las pautas fotográficas de semejanza, nunca es más que el enunciado de una interpretación, una fotografía nunca es menos que el registro de una emanación (ondas de luz reflejadas por objetos) un vestigio material del tema imposible para todo cuadro. Entre dos opciones ficticias, que Holbein el joven hubiera vivido el tiempo suficiente para haber pintado a Shakespeare, o que hubiera inventado un prototipo de la cámara tan pronto como para haberlo fotografiado, la mayoría de los bardólatras escogería la fotografía. Y no solo porque la fotografía presuntamente nos mostraría cuál era la verdadera apariencia del escritor, pues aunque la hipotética fotografía estuviera desdibujada, fuera apenas inteligible, quizás seguiríamos prefiriéndola a otro glorioso Holbein. Tener esa fotografía equivaldría a tener un clavo de la santa cruz.
Casi todas las manifestaciones contemporáneas sobre la inquietud de que un mundo de imágenes está sustituyendo al mundo real, siguen siendo un eco de la depreciación platónica de la imagen: verdadera en cuanto se asemeja a algo real, falsa pues no es más que una semejanza. Pero este venerable realismo ingenuo no resulta tan pertinente en la era de las imágenes fotográficas. Pues el acusado contraste entre imagen y cosa representada no se ajusta de un modo tan simple a una fotografía. Cuanto más retrocedemos en la historia menos precisa es la distinción entre imágenes y cosas reales, en las sociedades primitivas la cosa y su imagen eran solo dos manifestaciones diferentes, o sea físicamente distintas, de la misma energía o espíritu. De allí la presunta eficacia de las imágenes para propiciar o controlar presencias poderosas. Esos poderes, esas presencias estaban presentes en ella.
Susan Sontag. Sobre la fotografía, Random House, Barcelona, 2008 P. 150, 151
Consultorio Ético de la Fundación Gabo
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