“Las ganas de contar historias”. Es la oración que me propone el recuadro en blanco de la ventana de Word —sí, todavía uso Word y no Google Drive— como nombre de este archivo cuando es apenas unos apuntes y frases sueltas. Algunas pintadas de amarillo. Las vértebras del esqueleto de lo que, pretendo, se convierta en columna. “Las ganas de contar historias” son las primeras cinco palabras de mi esqueleto, por lo que el leal procesador de textos piensa que el archivo debería llamarse así. Y justo cuando estoy a punto de suprimirlas, porque pienso que el título para una columna sobre retos y dilemas en la cobertura de temas de memoria histórica debería ser algo más serio, más solemne, más formal, me doy cuenta de que en realidad esa es la clave. Mi clave: las ganas de contar historias. Pongo la “L” en mayúsculas, presiono “guardar”.
Esa media oración suelta, extraída de algo que le dije a alguien que me preguntó “qué te motiva a escribir”, continuaba, un poco cliché, un poco cursi, así: “de darle voz a quienes ya no la tienen o de visibilizar lo que pasó desapercibido”. Esto que no tiene forma de sonar más a lugar común, a ideal edulcorado de aspirante a periodista, creo, realmente, es lo que está detrás de la búsqueda de historias hechas del material de la Historia. El motor para obstinarse, arremeter y persistir en la investigación de sucesos que, en mi caso, al vincularse con las memorias de violaciones a los derechos humanos consecuencias del terror de Estado, tienen de protagonistas, muchas veces, a personas muertas. Ese es el mayor reto: ¿cómo contar la historia de alguien que no puede hablar? Lo que se necesita para lograrlo es, en palabras de la cronista Leila Guerriero: “una enorme capacidad de investigación, una voluntad animal y una imaginación galáctica para encontrar fuentes”. A lo que yo agregaría: las ganas viscerales de contar esa historia.
Otro dilema o desafío reside en cómo abordar temas sensibles, recurrentes en las notas de memoria histórica vinculadas a crímenes de lesa humanidad. Al igual que en las historias que implican grandes violencias y remueven recuerdos traumáticos para sus protagonistas, en el caso de testimonios que fueron víctimas del terrorismo de Estado, o sus familiares, que fueron torturados y vejados, la manera de avanzar es con cautela. Pisar despacio. Preguntar, indagar, pero con tacto, siendo perceptivo respecto a lo que le sucede al entrevistado. El objetivo (al menos el mío) no es romperlo para que se quiebre y poder escribir “dijo y se puso a llorar”. No es el golpe bajo. Si se angustia, le doy espacio. Si pide que apague el grabador, le cambie el nombre o declarar extraoficalmente, lo respeto. Porque todavía existen susceptibilidades y fantasmas de heroísmos y traiciones, sobre todo entre quienes participaron de los movimientos revolucionarios de lucha armada que soñaban con convertir a la Argentina en un lugar donde todo fuese un poco más justo, principales víctimas de los militares que se hicieron con el poder del país en los años 60 y 70. La premisa: contar la historia de la Historia sin traicionar ni engañar a las fuentes. Y eso nada tiene que ver —nada— con ser condescendiente, ni con que al final del día lo que escriba no sea lo que el entrevistado quería leer.
También sucede con las historias en ausencia (cuando los protagonistas están muertos, son inaccesibles o no quieren hablar) que, al reconstruirlas por medio de otros personajes que fueron testigos de esas vidas pero también pasaron situaciones extremas, estos llevan, constantemente, la entrevista a su experiencia personal. Se sabe: a las personas les gusta hablar de sí mismas. Y aunque su experiencia personal será muy valiosa y enriquecerá el texto, hay que devolver al testimonio al eje por el que se lo está entrevistando: la historia de otros. Así no se perderá información rica y no se correrá el riesgo de que, al momento de narrar los hechos, su historia desplace el foco del relato.
Un cuarto dilema aparece con las versiones encontradas de una historia. En los relatos de memoria es frecuente (diría que casi es regla) que sobre algún hecho que se quiere narrar haya diferentes recuerdos, que haya acontecimientos no esclarecidos o que los testimonios no concuerden en cómo sucedieron las cosas e incluso se contradigan. Porque a la historia la vivieron desde diferentes roles o lugares, porque la transmisión del hecho lo fue distorsionando o el tiempo hizo lo suyo. En esos casos, lo que se muestra es eso. Lo mejor, pienso, es poner en evidencia estas contradicciones. Exponer las diversas versiones de un mismo suceso resulta más honesto y fiel al relato que escoger arbitrariamente la que más guste o mejor encaje con lo que se está contando.
No existen reglas. De hecho, ahí descansa lo fascinante y a la vez martirizante de este género. El desafío, la obsesión casi enfermiza por la palabra perfecta, el recurso justo, la precisión de reloj suizo, el punto en el mejor lugar. Las posibilidades son inmensas. Y están allí, disponibles en el universo que se esconde dentro de cada historia, solo accesible a quien logre desentrañarlo. Ver. Mirar. Escuchar. Oler. Tocar. Incluso lo que parezca más trivial: una llamada a la puerta en medio de un reportaje, el ladrido de un perro que el entrevistado tiene de mascota. Detrás de cada detalle puede haber un mundo que se vincule con la historia. A veces —raras veces— todo confluye, el resultado es exquisito, el periodista pone punto final con sonrisa autocomplaciente. A veces no. Pero creo que al involucrarse con la historia hasta sus fibras más finas, mediante una búsqueda tenaz —aunque suene a lugar común, edulcorado—, lo más probable es que de manera más bella o menos bella se logre arrojar luz a ciertos aspectos de la Historia con mayúscula o de la memoria histórica que se mantienen ocultos o simplemente nadie miró. Solo por las ganas de contar historias.
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