¿Qué (no) miran las historias de periodismo ambiental nominadas al Gabo?
A partir de su lectura de los trabajos nominados al Premio Gabo 2025, la periodista y editora medioambiental, Maria Paula Rubiano, reflexiona sobre aquello que reconocen -o pasan por alto- las historias de periodismo ambiental que suelen ser reconocidas con premios.

Cuando todavía creía que para ser periodista había que someterse a jornadas interminables y un salario paupérrimo, recuerdo haber escuchado, por primera vez, un término que me permitía señalar el lugar exacto de una rasquiña que sentía desde que empecé la carrera.
“Esa es una historia para premios”.
La frase no solo se refería a que una pieza periodística era extraordinaria y poderosa, el mínimo para al menos ser considerada por los jurados de premios de periodismo. Se refería, más bien, a que había en esa pieza una cierta mirada que resultaba atractiva para esos jurados. Yo, que crecí creyendo que la aprobación externa llenaría el hueco sin fondo del perfeccionismo, me dediqué a entender aquello que hacía que una historia fuera, además de buena, una historia para premios. Así, pensaba, tal vez algún día escribiría una de ellas.
Llevo diez años ejerciendo esta profesión y debo confesar que la escuálida sección de “premios y reconocimientos” de mi hoja de vida parece probar que no he podido adiestrar la mano para escribir ese tipo de historias. Lo que sí he entrenado, como editora y periodista para medios internacionales, es la mirada. Y lo que veo al leer los trabajos de periodismo ambiental para la edición 2025 del Premio Gabo me vuelve a poner frente a la picazón de las historias para premios. Una inquietud que, cabe aclarar, no es únicamente mía, sino que he conversado con otros periodistas, muchos de ellos nominados y ganadores de premios. Con este texto no solo quiero rascar esa pregunta colectiva –que en el fondo es una curiosidad honesta por el oficio que elegimos– sino, y sobre todo, contagiársela a quienes lean.
Al adentrarme en las historias del Premio Gabo, me deleito como lectora y reportera. Hay nominados que convierten el lenguaje científico sobre particularidades biológicas, descubrimientos y estadísticas en frases evocativas e historias de detectives à la CSI. Otros beben del método científico, lanzan hipótesis y amasan datos –que recolectan de fuentes cada vez más diversas, incluyendo pulseras que captan pesticidas y motores de IA– para mostrarnos con maestría y creatividad rincones antes difusos de la realidad. La pasión que transpira de cada una de estas historias da cuenta del periodismo vivo que la Fundación Gabo busca rescatar.
Leí historias sobre sequías en la Amazonía, minería legal e ilegal en la Amazonía, tráfico ilegal de especies de la Amazonía, megaproyectos en la Amazonía, plantaciones ilegales en la Amazonía, las tensiones entre desarrollo y conocimientos ancestrales en… la Amazonía. Un par de historias, ambas en Argentina – uno de los seis países sudamericanos que no tienen tierra amazónica – sobre animales que pierden el hogar. Un par más, ambas al norte de las fronteras latinoamericanas, centraron la experiencia de personas que viven en la ruralidad.
Decidí entonces ir más atrás para ver si la pulsión amazónica era una coincidencia del zeitgeist. Me topé con que la región se impone desde 2013, el primer año en el que se entregó el codiciado teclado de los Gabo. Poco más de un tercio de las 92 historias ambientales nominadas han sido sobre la región, el resto están desperdigadas por el continente. Entiendo la fascinación que despierta el bosque tropical más grande de la Tierra. Es un ecosistema clave para la supervivencia de seres humanos y no humanos y el lugar donde se ven desnudas las injusticias y lógicas globales del colonialismo y el capitalismo. Sin embargo, algo parecido podríamos decir sobre el Chocó biogeográfico, sobre los páramos y glaciares, sobre los océanos y los bosques y lagunas que cuelgan de nuestras cordilleras. La explotación ya se deshizo de sus máscaras en todos los rincones del planeta.
Pero más allá de esa fijación geográfica, lo que realmente me impactó fue la fijación temática: la minería legal e ilegal, el tráfico de toda suerte de seres vivientes, la destrucción de bosques –por deforestación, incendios, megaproyectos y derrames petroleros–, los líderes –siempre amenazados, asesinados, desaparecidos–, los pesticidas, y una categoría que en mi cuaderno de notas se llamó “los animales y plantas del realismo mágico”: los hipopótamos del mafioso legendario, los árboles y anfibios solitarios y en peligro de extinción, caballos y pingüinos masacrados.
Regresa la picazón. Quiero reiterar que el problema no yace en ninguna de las historias nominadas. Con la minucia de verdaderos artesanos, los periodistas ambientales de América Latina tejen historias cada vez más sofisticadas. Celebro el esfuerzo individual de cada periodista. La comezón aparece cuando damos dos pasos atrás y vemos el universo de las historias reconocidas como valiosas.
Si estas historias fueran la única muestra del periodismo ambiental latinoamericano que sobrevivieran una catástrofe, ¿cuál es el testimonio que dejamos de nuestra región?
Latinoamérica sería la zona tórrida, sórdida y fecunda del planeta. Nos cuesta reconocer como digno de ser premiado lo ambiental entendido más allá de aquello que es verde (vivo o talado), que es desmedido (en su exuberancia o su aridez), que es explotado o es explotador. Aquello que no está en el corazón de las tinieblas.
El problema está en el concepto mismo del corazón de las tinieblas. Edward Said –su voz, más relevante que nunca al ver el genocidio del pueblo Palestino– encontró un aparato intelectual, cultural e histórico nacido en las potencias Europeas que creó al “Oriente”. Said señaló que, si bien el origen del orientalismo recae en la imaginación occidental, esa forma de mirar a esa región del mundo es cultivada por académicos, artistas y escritores tanto occidentales como orientales. Occidente crea el disfraz, el estereotipo, y a fuerza de repetición, Oriente se lo pone.
Pareciera que los periodistas ambientales latinoamericanos hemos ido labrando nuestra propia versión de orientalismo. Una suerte de “tropicalismo” (nada que ver con el movimiento musical de los 60). Ocuparnos de narrar nuestra precaria condición nos ha dejado obsesionados con lo criminal y lo cavernoso, al menos cuando se trata de grandes historias para premios. Ante el extractivismo, parecen decirnos buena parte de estas historias, la única salida está en el retorno a lo ancestral y paradisíaco.
Si el periodismo que estamos premiando fuera el único al que pudieran acceder los humanos del futuro, jamás se enterarían de que América Latina es la región del mundo donde más personas viven en megaciudades altamente vulnerables al cambio climático. Que esas ciudades son y serán los grandes receptores de migraciones ambientales, que es allí donde repartidores de Rappi, vendedores ambulantes y obreros trabajan bajo soles cada vez más inclementes. Las realidades ambientales de los lugares donde habitamos el 80% de los latinoamericanos aparecen en la lista de ganadores con la frecuencia de las excepciones que confirman la regla (nueve de 92 trabajos medioambientales).
Tampoco sabrían los humanos del futuro que la precariedad que experimentan quienes luchan por la Tierra y los humanos está casi siempre entrelazada con estrategias de afrontamiento que les ayudan a seguir vivos. Pocas historias se centran en cómo comunidades y científicos están creando, contra viento y marea, destinos que no sean distópicos. El periodismo de soluciones (que no es mero greenwashing o historias empalagosas de superación personal) prácticamente no existe en las historias ambientales para premios (tan solo dos de 92). En un momento en el que pareciera que estamos viviendo el fin del mundo, las historias sobre futuros posibles son urgentes.
Es imposible para mí saber si estos muros de la imaginación han sido levantados por los periodistas o los jurados. Tal vez un poco por ambos: de un lado estamos nosotros, que cuando pensamos en grandes proyectos y esfuerzos – en historias para premios – recurrimos a los lugares ya conocidos, y del otro, los jurados, cuyos imaginarios de lo importante se excitan exclusivamente con ciertos relatos. Conozco de primera mano esfuerzos periodísticos que transgreden estas narrativas, pero no sé si su ausencia se debe al pudor de sus escritores (que deciden esas historias no merecen ser postuladas) o a una cierta obstinación en la mirada de los jurados.
Cualquiera sea el caso, la consecuencia es, en mi opinión, grave. Sin intención, como señaló Said, estamos siendo cómplices de nuestra propia mutilación discursiva. Al privilegiar los pedazos de nuestra realidad que el Norte Global ha decidido son los que venden, ayudamos a conservar el orden colonial que muchos de estos trabajos denuncian explícita e implícitamente.
Estudié y trabajé durante algunos años en salas de redacción ubicadas en el Norte Global y freelanceo para medios en su mayoría ubicados en esas latitudes. He sentido la validación que suelen generar este tipo de historias y el desprecio por aquellas que se salen de estas narrativas (como en todo, hay editores y medios dispuestos a apostar por otras miradas).
Sé que no es fácil desafiar un aparato ideológico que nos recompensa por hacer zoom en ciertas cicatrices. Pero creo que si buscamos siquiera arañar la superficie de eso que llamamos “la realidad”, necesitamos hacernos conscientes de todo lo que hoy está por fuera de la zona de enfoque de nuestra mirada periodística. Todos los que hacemos parte del ecosistema del periodismo ambiental –editores, periodistas, gente con la plata para financiar historias, jurados de premios– podemos reentrenar los ojos y ver historias para premios donde hoy solo hay puntos ciegos.
*María Paula Rubiano A. es una reconocida periodista y editora de medio ambiente y ciencia con historias publicadas en Science, BBC, El País, Mutante, entre otras. Esta reflexión crítica fue escrita por invitación de la Fundación Gabo y la compartimos como parte de nuestro compromiso por repensar el periodismo en Iberoamérica.