De la visibilidad a la exclusión: voces reaccionarias amenazan con dilapidar la lucha LGBTIQ+

A pesar de los históricos cambios legales, una ofensiva global y desinformativa amenaza los derechos de la comunidad LGBTIQ+. En el Mes del Orgullo, analizamos este panorama y proponemos qué herramientas existen desde el periodismo para abordarlo.

Red Ética

La ofensiva contra la diversidad, la equidad y la inclusión (DEI) ha dejado de ser retórica para convertirse en política de Estado en varios países. Lo que empezó como una consigna en las redes en contra de lo woke — palabra que alude al progresismo, que cada cual pronuncia como puede y muchos usan sin saber del todo qué significa— hoy se traduce en decretos, en presupuestos eliminados y en derechos recortados.

En Estados Unidos, el gobierno de Donald Trump volvió al poder en 2025 con una batería de órdenes ejecutivas que suprimieron los programas federales de DEI y limitaron los derechos de las personas trans. En Argentina, Javier Milei cerró el Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad en junio de 2024 con el argumento de que no era más que un gasto ideológico. En ambos casos, y en muchos otros, las medidas llegaron acompañadas de un discurso que presenta los avances sociales de las últimas décadas como una amenaza a la familia, a la economía y a lo que llaman los “valores de siempre”.

Ese discurso ha calado hondo y ha dividido aún más a las sociedades. Ha puesto a las plataformas tecnológicas —los grandes escenarios del debate público— ante una presión creciente entre ceder o resistir. En la mayoría de casos, han cedido. Empresas como Meta o X han reducido sus políticas de moderación de contenidos y recortado programas internos de diversidad, por miedo a ser señaladas como “demasiado progresistas” o a enfrentar sanciones de gobiernos cada vez más hostiles a la agenda de derechos. El resultado es un espacio digital donde los mensajes anti-woke circulan con menos freno y más fuerza, y donde los discursos de odio contra las minorías se normalizan al ritmo de los algoritmos.

La presión no solo viene de los gobiernos. También de las audiencias. Una parte del público —movilizado por influencers, medios alineados y un clima general de sospecha hacia todo lo que suene a inclusión— exige a las empresas que elijan bando. Y temiendo el ruido, el boicot, o represalias legislativas, prefieren evitar la etiqueta de “corporación woke”, que hoy funciona como una advertencia. Esa retirada abre espacio para que las narrativas más conservadoras ganen visibilidad, y para que los mensajes de exclusión suenen como si fueran sentido común.

Ese clima tiene efectos. Una encuesta del Pew Research Center, publicada en febrero de 2025, mostró que dos tercios de los adultos en Estados Unidos apoyan leyes que obligan a las personas trans a competir en deportes según su sexo asignado al nacer. En Argentina, los discursos de Milei contra la “ideología de género” encuentran eco en parte de la población, aunque apenas un 40 % respalda sus posturas más duras sobre la homosexualidad. Las sociedades se parten. Los derechos, que hasta hace poco parecían ir en una dirección única —más, no menos; ampliar, no restringir— vuelven a discutirse. Y a perderse.

El ataque contra la diversidad no se limita al plano legal. Se apoya también en ansiedades económicas, en malestares culturales. En la idea de que ciertos avances, en lugar de sumar, restan. Que promueven privilegios disfrazados de justicia. En Estados Unidos, figuras como Robby Starbuck acusan a los programas de DEI de sabotear la meritocracia y de inocular un mensaje “anticapitalista” en las empresas. Esa idea de mérito amenazado y de orden alterado conecta con sectores que sienten que el mundo cambia sin ellos y que les arrebata posiciones y certezas.

No es un fenómeno aislado, como explora este estudio del Carnegie Endowment for International Peace. Desde Hungría hasta Francia, los movimientos populistas de derecha han hecho de la lucha contra la igualdad de género y los derechos LGBTIQ+ una bandera central. Alegan que defienden la familia, la patria, la tradición y han sabido amplificar de manera tan inflamatoria como eficaz sus mensajes en las redes sociales, donde las políticas de moderación, cada vez más desdentadas, rara vez ofrecen un contrapeso real.

En Latinoamérica e Iberoamérica las personas y el colectivo LGBTIQ+ enfrentan un panorama marcado por la violencia persistente. Si bien, con los años, se han dado importantes cambios legislativos en países como Argentina –pionero en matrimonio igualitario y leyes de identidad de género–, y otros como Colombia, Chile, Uruguay, Ecuador, Brasil, Costa Rica y México, la brecha entre la ley y la realidad social es amplia; y los casos de violencia, discriminación, desigualdad y discursos de odio amenazan con revertir los logros. 

Cada cierto tiempo los crímenes de odio conmocionan a la opinión pública y se viralizan en internet. En Colombia, donde, al igual que en otros países, se habla de un recrudecimiento de la violencia contra personas LGBTIQ+, causó conmoción en abril el caso de Sara Millerey, una mujer trans del municipio de Bello, Antioquia, que fue arrojada a una quebrada con las extremidades fracturadas. Su agonía quedó registrada en un teléfono mientras un grupo de personas la veía morir. A propósito de este homicidio transfóbico, el activista Wilson Castañeda, director de Caribe Afirmativo, declaró en entrevista con El País: “El problema es que el Estado ha avanzado más que la sociedad. Hay que invertir más en cultura ciudadana, llegar a los territorios donde ocurre la violencia, al barrio donde mataron a Sara Millerey, a los vecinos que la vieron sufriendo y no hicieron nada”.

En países de Latinoamérica se reportan aumentos en los crímenes contra la población LGBTIQ+. La resistencia social y política, paralela a la implementación ineficiente de las leyes, parece empeorar este contexto. Las víctimas sufren por la limpieza social (de la que suelen ser objeto principalmente las trabajadoras sexuales), los abusos policiales, la discriminación laboral, la violencia correctiva y la falta de acceso a una educación o salud. 

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha reportado cómo la violencia contra personas LGBTI se manifiesta en distintas formas, incluyendo torturas y malos tratos en la cárcel, linchamientos y represalias por demostraciones públicas de afecto. La invisibilidad de hombres trans, personas bisexuales y personas intersex en las estadísticas agrava la situación y dificulta comprender la magnitud de la violencia. En esto último también resulta decisivo el subregistro de los casos como consecuencia de las pocas denuncias y garantías de seguridad.

En junio, mes del Orgullo en la mayoría de los países (debido a las protestas que tuvieron lugar en junio de 1969 después de las redadas policiales en el bar Stonewall Inn, de Nueva York), también es habitual que las marcas y empresas utilicen los colores de la bandera del arcoiris en sus logos y redes sociales. Esta aparente forma de mostrar apoyo es considerada por muchos meramente cosmética. En los últimos años, se ha criticado esta práctica (conocida en inglés como ‘rainbow washing’ o ‘pinkwashing’) por su perspectiva comercial ante un movimiento que demanda cambios sociales y legislativos concretos, y no solo pancartas publicitarias. Los activistas y críticos de esta tendencia afirman que las empresas, después de los reflectores por el Mes del Orgullo, se olvidan de su existencia. En efecto, hay marcas que ya han dejado de emplear los colores del arcoíris en el marco de esta conmemoración. Mastercard, Pepsi y Nissan están repensando el uso de la bandera LGBTIQ+ en sus logos, dice un artículo de The Wall Street Journal

Detrás de la falta de apoyo y de visibilidad está el auge de movimientos y figuras políticas con agendas reaccionarias, que impulsan discursos de odio y campañas desinformativas que evidencian que cualquier derecho obtenido puede venirse abajo. De hecho, de la mano de la proliferación de las mentiras, los discursos de odio —muchas veces impulsados por un mal cubrimiento de los medios— buscan enlodar una lucha de décadas de la comunidad LGBTIQ+, para impedir nuevos logros. 

¿Y cuál es el rol del periodismo frente a esta nueva realidad?

En este escenario hostil, los medios, los periodistas y las plataformas de noticias se deben reafirmar como una herramienta esencial para disputar el relato, visibilizar las injusticias y ofrecer contrapesos a los discursos que deshumanizan, pues cuando la realidad se polariza y el lenguaje se vuelve arma, informar no es un acto neutro, y escoger qué contar y cómo contarlo es una decisión que tiene consecuencias. 

Cuando se juega el sentido mismo de la igualdad y la dignidad, el silencio o la equidistancia pueden ser una forma de complicidad. Esto, sumado a la presión de los algoritmos que premian el escándalo y castigan la complejidad, nos enfrenta a la responsabilidad de hacer un periodismo que esté a la altura de los derechos que hoy están en riesgo, y aunque parezca un un gesto casi contracultural, el buen periodismo debe poder reconocer que cuando la vida de otros está en juego, la tarea no es solo informar, sino escuchar para narrar con profundidad y darle contexto a las violencias que persisten. Contar bien una historia puede salvar una vida. Y muchas veces, es el primer paso para que esa vida sea reconocida en su dignidad.

Mientras el odio se disfraza de opinión válida y la diversidad, la equidad y la inclusión se erosionan en nombre de la tradición o del orden, la labor de los medios es encender las alarmas y mostrar que, incluso en los contextos más adversos, hay resistencias que no se rinden, personas que luchan e iniciativas que transforman. En esa medida, el periodismo no sólo puede documentar la realidad sino que puede acompañar procesos de cambio, abrir nuevas conversaciones y ser un refugio frente al cinismo de los poderosos.

Esto implica mirar más allá de la coyuntura y apostar por un cubrimiento que no se limite a los casos extremos de violencia, sino que entienda la diversidad sexual y de género como parte del entramado social. Que no busque únicamente denunciar, sino también dignificar, y que lo haga con la misma rigurosidad con la que cubre otros temas, es decir, evitando el sensacionalismo, los estereotipos o el lenguaje que hiere.

En medio de la tormenta reaccionaria, hay medios, periodistas y redacciones que han decidido no ceder, que entienden que ser testigos no basta, y que el compromiso también se expresa en las decisiones editoriales: a quién entrevistar, qué preguntas hacer, qué historia publicar. Porque el periodismo también puede ser un acto de cuidado y una forma de resistencia.

La historia de la comunidad LGBTIQ+ es, en buena parte, una historia de lucha contra el silencio. Por eso, no hay mayor deuda desde los medios que la de nombrar con justicia, con verdad y con respeto el relato de quienes siguen existiendo y resistiendo a pesar del odio. 

Recordemos que hay una ciudadanía atenta, activistas que se organizan, movimientos sociales que no han dejado de resistir incluso en los climas más violentos, y que la historia de la comunidad LGBTIQ+ no se ha escrito nunca desde la comodidad ni desde el privilegio: es una historia hecha a pulso, en la calle, en los tribunales, en los cuerpos que aman, transitan y existen pese a todo. Ese legado de lucha debe interpelar con urgencia al periodismo, que ante el avance de los autoritarismos extremos tiene en sus manos el poder de reforzar los marcos del odio o de abrir espacio para reconocer otras miradas.

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