Un maestro del periodismo me aconsejó alguna vez que uno debe enamorarse del oficio, pero no del medio donde trabaja.
Me lo explicó así: “Tu pasión por el oficio y tu vocación por servir a la gente son los amores de tu vida profesional y se vuelven una poderosa razón de existir. Por el contrario, siempre serás eventual, de paso, en la empresa donde trabajas porque nadie sabe en realidad los entretelones financieros de la empresa y cuál será el destino del lugar dónde estás”.
Lo entendí, pero no fue fácil practicarlo. El maestro trabajaba para un relevante medio internacional pero, confesaba, nunca asumió ni se juntó a los tradicionales cuentos acerca de que “la empresa es una familia” o que “debes llevar puesta la camiseta”.
Con los años, las experiencias vividas dieron la razón al maestro. Es imprescindible separar el compromiso periodístico de servir y de ser útil a la gente con el compromiso laboral -que incluye acuerdos salariales, cumplimiento de normas internas y sometimiento a la línea editorial-.
Pero en la cotidianidad, insisto, no es fácil tomar conciencia de aquello.
Parecería que lo uno no choca con lo otro, pues como periodista tienes derecho a sentir orgullo por el medio donde trabajas, tanto así que sentirte “de la familia” y “ponerte la camiseta” implica, muchas veces, entregar mucho más de lo usual (horas de trabajo, descuido de la familia y de tu salud, riesgos en las coberturas, etcétera).
Nada de esto importa en aquellos momentos: sientes un inmenso orgullo por tu trabajo y es mucho más redondo el apego si el medio resalta lo que has hecho. Es el punto clave: lo más probable es que como periodista asumas un fuerte sentimiento de pertenencia.
Los primeros meses o años suelen ser así: defiendes a muerte el trabajo, los temas, el esfuerzo de tus compañeros, la calidad del equipo de la sala de redacción y de la gente que administra el medio. Te sientes parte y lo haces con mayor entusiasmo si la línea periodística, en términos generales, coincide con la tuya.
Pero un día te estrellas contra la realidad: tus jefes, sin mayor explicación, te ordenan no abordar temas acerca de tal persona, funcionario o autoridad. O te frenan un tema que estabas trabajando porque choca con el interés de un anunciante cuya inversión en publicidad es alta. O los dueños deciden vender las acciones a un inversionista (y compruebas, ya sin ninguna duda, que el medio era una estructura financiera destinada a ganar dinero, como cualquier empresa).
Y entonces recuerdas al maestro, alzas la frente con dignidad, decides renunciar y te vas para siempre, mientras los gerentes y los jefes, que han decidido quedarse a pesar del cambio de propietarios y administradores, te recuerdan que nunca te integraste a “la familia” y te piden que, antes de irte, devuelvas la camiseta.
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