La película ‘Mateo’ y el filme de animación ‘Desterrada’ afrontan el conflicto con las FARC
No es algo común en festivales de cine. Sin embargo, en el único quiosco que saluda al visitante en la sede central de la 54 edición del Festival de Cine de Cartagena, se reparte un particular formulario. Se trata de recabar “opiniones y/o comentarios” sobre el proceso de paz y la mesa de conversaciones que el Gobierno colombiano mantiene con las FARC en Cuba. Se debe rellenar a mano, no debe exceder las 500 palabras y puede ser enviado por correo postal sin coste adicional. En el mismo stand también está disponible el Informe Conjunto de la mesa de conversaciones. La primera página constata que “nada está acordado hasta que esté acordado”. Más allá del curioso aforismo o microrrelato, lo que sí queda claro es que la política está en el aire en Colombia, apenas dos meses antes de que el Gobierno de Juan Manuel Santos, promotor de la iniciativa de paz, se enfrente a las elecciones presidenciales. ¿También ocupa este proceso de paz las pantallas cinematográficas?
Lo cierto es que el cine colombiano, discontinuo y fragmentado, cuenta una larga veta temática sobre estas cuestiones que se remonta a principios del siglo XX, según la crítica y profesora Margarita Hurtado de la Vega, ha servido de recordatorio y ha insistido en temas relacionados con la violencia, conectados de forma más o menos directa con la realidad. “Hay mucha más política en el cine latinoamericano que en el estadounidense, aunque puede estar representada de una forma poética”, apunta. El sentimiento de urgencia de los documentales proyectados clandestinamente a finales de los setenta dio paso a producciones con una aproximación más indirecta. Ahora, el nuevo contexto y las conversaciones de paz también parecen haber encontrado su sitio en la filmografía de jóvenes cineastas con películas como Mateo o la cinta de animación Desterrada, ambas presentadas a concurso en el festival cartagenero de acceso gratuito y abierto al público.
Así, el pasado viernes por la noche en un barrio popular del extrarradio de Cartagena de Indias – entre el bullicio, las chispetas (o palomitas) y los perritos en la barra – se celebró la primera proyección en Colombia de Mateo, de María Gamboa. Al terminar, un hombre de mediana edad tomó el micrófono y, aguantando a duras penas las lágrimas, agradeció a la realizadora su trabajo. El debut cinematográfico de Gamboa compite en la categoría oficial y en la de mejor cine colombiano, y acaba de alzarse esta semana con dos galardones en el Festival Internacional de Cine de Miami (como guión original y primera película).
Rodada a orillas del río Magdalena Medio en la comuna siete de Barrancabermeja, el reparto de Mateo no cuenta con actores profesionales sino con la población local de esta zona petrolera, bastión de la izquierda, cuna del M19 y de los sindicatos, que sufrió una masacre a manos de los paramilitares a finales de los noventa. En una de las escenas de la película, Javier – el joven y dinámico cura cuyo grupo de teatro está en el centro de esta historia – les dice a los jóvenes que lo integran que él necesita hablar con el chivato. La delación de Mateo, subalterno del matón de la depauperada comuna, ha forzado la marcha del pueblo de un miembro del grupo. En Colombia, tras medio siglo de conflicto armado, se estima que hay entre 4,9 y 5,5 millones de desplazados, según el informe del IDMC (Internal Displacement Monitoring Center) radicado en Ginebra. Los adolescentes de la película se preguntan en voz alta si sabrán perdonarle.
No hay duda de que el conflicto se encuentra en el corazón de este filme y, sin embargo, las palabras guerrilla, FARC, paramilitares o cocaína nunca son pronunciadas. El tabú no se rompe ni siquiera en la ficción, aunque esta tenga vocación terapéutica. Mateo es en buena medida un reflejo en la pantalla del proceso colectivo al que se enfrenta el país en este preciso momento y la directora prepara llevar su cinta por pequeñas poblaciones colombianas. “Quería hacer una película sobre la dignidad y mostrar cómo el arte puede prevenir que los jóvenes entren en el conflicto armado”, explicaba Gamboa al día siguiente de la proyección. “Me interesa la gente que está en medio. No es necesario mencionar el conflicto o las partes, porque están ahí, y al final se trata de pobreza y falta de oportunidades”.
Formada en la Universidad de Nueva York y en París, Gamboa arrancó con su proyecto al regresar a Colombia hace siete años. Visitó la zona en 2007 y, cuatro años después, logró reunir el dinero para rodar. Pero entonces los jóvenes del grupo de teatro se habían peleado entre sí y ella tuvo que hacer su particular “proceso de paz”. “Hoy se habla de las conversaciones con las FARC, del postconflicto, de la paz y es cierto que Mateo cae como anillo al dedo. No quería hacer propaganda política, pero en el contexto actual la película puede ser un arma social”, asegura Gamboa.
Armas, esta vez bélicas y activas, con bombas y explosiones, abundan en Desterrada, la película de animación presentada en Cartagena con la que debuta en este medio el dibujante y editor Diego Guerra. Su punto de partida es diametralmente opuesto al de Mateo: no hay actores naturales, sino dibujos cercanos al manga, que en ningún caso reproducen modelos reales. La trama tiene el conflicto como telón de fondo: es el detonante de esta historia de amor juvenil en tiempos de guerra, donde los chicos bogotanos pueden ser forzados a unirse al Ejército, donde los aviones planean y bombardean, y los tanques toman las calles mientras suenan guitarras de rock. La única salida es abandonar el país, desterrarse.
En una de las primeras escenas de Desterrada, el profesor Camilo explica a sus alumnos en la universidad que las cifras de desplazados y los índices de pobreza aumentan, mientras los procesos de reconciliación y las comisiones de verdad se suceden. Los movimientos guerrilleros surgieron en los sesenta cuando los partidos de izquierda no estaban legalizados. Ahora lo están, pero el viejo profesor se pregunta si incluso entonces esto tuvo sentido. “La película muestra bombardeos que no han pasado, pero se trata de una metáfora de la pesadilla de lo que quieres que no sea”, explica Guerra. Su Desterrada, en la que ha trabajado durante seis años, es la distorsión, la exageración, la pesadilla distópica de la violencia que forma parte de una nueva ola de películas en las que se trata el conflicto como nunca hasta ahora. Uno de los espectadores la definió como “hiperrealismo mágico” y Guerra dijo que aquello le gustaba. ¿Se ha abierto una nueva etapa en el cine colombiano? “Se están produciendo más películas que nunca en Colombia, hemos pasado de cuatro a 20 y surge el espacio donde abordar estos temas”, asegura el dibujante.