Sergio Ramírez
Monterrey, 2002
Para mí es una distinción que me honra, y no son simples palabras, hablar en este ceremonia en nombre de los miembros de los jurados que discernieron los premios y menciones honoríficas del Premio Nuevo Periodismo, convocado por la Fundación Nuevo Periodismo que preside Gabriel García Márquez, y por CEMEX, que preside don Lorenzo H. Zambrano.
Como miembro del jurado de la rama de periodismo escrito, debo decir que recibí una dilatada y espléndida lección intensiva, como si por una puerta encantada me hubiera sido dado entrar de una vez por todas a la escuela de periodismo donde nunca estuve, porque los azares del destino me hicieron más bien abogado que periodista en la universidad, oficio aquel que siempre he seguido añorando como el reino que no estaba para mí; carencia que sin embargo llené en mi vida siendo escritor, y nunca abogado, más que, quizás, de causas perdidas.
Y leyendo los numerosos reportajes del concurso, me hallé feliz de descubrir cuánta falacia hay en aquellos que distancian el oficio de contar con rigor la verdad, y el oficio de quienes, como yo, cuentan con rigor la mentira. Porque en muchos de los mejores trabajos presentados, descubrí que para un periodista es un gran don saber contar sus historias como lo haría un novelista, usando los mismos procedimientos que ya enseñaba a juntar Daniel Defoe en su Diario del año de la peste. Es aquí donde las aguas portentosas de la escritura se juntan, para formar el caudal de los ríos que van a dar a la mar de la literatura que queremos. Porque periodismo también es literatura, acaso no viene de letra. Verdades y mentiras literales, o al pie de la letra.
Un río que fluye arrastrando en sus aguas revueltas un aluvión de palabras. Como el río en busca de un país, del memorable reportaje de Claudio Cerri, ilustrado con las fotografías de Ernesto de Souza, ganador del concurso en la rama de periodismo escrito, en el que los miembros del jurado hallamos un nuevo tipo de escritura, que si no fuera porque me asustan las palabras grandilocuentes, deberíamos llamar ecuménica. El río San Francisco que divaga por cuatro inmensos estados del Brasil, y que tiene que ver con la historia, con el paisaje, con la ecología, con la fauna, con la agricultura, con la ganadería, y que tiene que ver, sobre todo, con las gentes que sustentan su vida en sus aguas, y en sus riberas, con la gente que lo transita, con la gente que ha formado su vida, y su cultura, y sus tradiciones, oyendo el eterno rumor de sus aguas.
El río portentoso al que se acercó el gran Joao Guimaraes Rosa (como bien lo anota y describe Cerri) cuando en busca de un río que a su vez buscaba un país, cabalgó por los inconmensurables sertones que baña el San Francisco, al que debemos agregar, por tanto, su condición de río de caballería. Un río que corre por la historia y al que hay que defender (a eso también nos llama el reportaje) defenderlo de la depredación, de la degradación, de los pesticidas, del arrasamiento de los bosques. Un reportaje, en fin, que inaugura un género e invita a seguir explorando y describiendo nuestra América ecuménica desde el periodismo, como ha sido siempre la pretensión de nuestros novelistas.
Y no debo dejar de mencionar a Daniel Santoro, autor del reportaje El traficante de armas publicado en Gatopardo, que revela uno de los episodios oscuros de la historia moderna de Argentina, con rigor de investigador que no hace concesiones, e intensa valentía que honra su oficio; valentía y rigor que están también en el trabajo del equipo de investigación del diario El Comercio, de Lima, encabezado por Julia María Urrunaga, que nos demuestra cómo el periodismo es capaz de entrar también en el territorio de lo increíble: la falsificación de boletas de inscripción electoral, para lo cual se montó una verdadera fábrica que trabajaba por turnos, como si fuera una panadería, o un afanado taller de prendas de vestir.
Y por supuesto, los trabajos de que el jurado también hizo mención, Montesinos, la sombra del poder, de Gustavo Gorriti, que tiene, como primera virtud, haber sido publicado cuando todavía el affair Montesinos, con todas sus consecuencias políticas, estaba lejos de haber sido develado en su aterradora magnitud. Y Buenos Aires, historia de la crisis, del periodista chileno Juan Andrés Guzmán, que retrata, con lucidez y penetración escalofriante, el desmoronamiento de la clase media argentina.
Cuando los jurados nos reunimos aquí mismo en Monterrey en busca de nuestro fallo, los que teníamos que ver con el periodismo escrito pudimos asomarnos a la muestra de fotografías escogidas como finalistas para el concurso de fotografía periodística, expuestas sobre las mesas. También allí el panorama era, como en los reportajes, hermoso y desolado. Se nos estaba contando a ojos vista la historia que vivimos a diario en nuestro continente, de violencia callejera, de degradación juvenil, de vicio y drogas, de violencia policíaca, todos los tonos de luz incierta y sombras aún más ciertas que la marginación y la pobreza van dejando sobre nuestro paisaje urbano, y nuestro paisaje rural.
Las fotos premiadas de la serie La muerte y la Vida de Diego Levy publicadas en la revista del diario La Nación, de Buenos Aires, van, como bien dice uno de los jurados, Marcelo Brodsky, de lo mágico a lo trágico. Ese resplandor terrible que tienen la violencia y el abandono, y que tampoco están despojadas de la inocencia aún en lo terrible, como esa foto en la que un niño, vestido con pantalones de camuflaje, sostiene su pelota de fútbol mientras contempla al prisionero recién esposado por la policía, acostado en plena vereda. Son las fotos del reportero gráfico que siempre está de primero en la escena del crimen. Prisioneros en los coches celulares, siluetas dibujadas a tiza donde quedaron los cadáveres, suicidas, asesinados, rastros de sangre.
Como son también las fotos de Augusto Varela tomadas a niños encerrados en distintos reclusorios del Brasil, toda una escuela del crimen, como se repite a lo largo de toda América Latina, niños abandonados, olvidados, ultrajados, para quienes no existe el futuro, y que volverán al delito al volver a la calle. Y las estupendas fotos de los mexicanos Marcos A. Cruz, expuestas en su página web, también niños, pero esta vez niños ciegos; Federico Gama, penetrando en los barrios más temidos de la ciudad de México para dejarnos un testimonio de las pandillas juveniles; y Luis Anaya, una fiesta de imágenes bajo la carpa del circo de los hermanos Vásquez.
No quiero terminar estas palabras agradecidas (agradecidas porque como jurado recibí la oportunidad impagable de ser testigo de la realidad de América Latina entrando en estos reportajes, una realidad a la que siempre estoy regresando por voluntad y por vicio como escritor) sin mencionar la feliz circunstancias de que la inmensa mayoría de los premiados, y de los mencionados, son muy jóvenes. No tengo nada en contra de los viejos, por supuesto (mal haría en hacerlo) pero la aventura de la novedad, y las revelaciones que estremecen, vienen siempre de los jóvenes que van en busca de su vellocino de oro a los territorios más remotos, o más cercanos, y en el caso de los periodistas, con la libreta o con el lente, tantas veces a riesgo, y a costa de su vida.
Una vida como la de nuestro ejemplar don Julio Scherer, nos enseña que el periodismo es un oficio al que vale la pena entregarse para siempre, como vale la pena entregarse al oficio de escritor. Son oficios que tienen que ver con la esperanza, porque no tengo duda de que las palabras pueden ayudar a cambiar las cosas. Nunca callar, es ponerse del lado de la esperanza.
Queda pues, dichosamente, abierta esta puerta encantada del concurso de la Fundación Nuevo Periodismo, para que legiones de periodistas, inteligentes y valientes, sigan entrando por ella. La aventura, apenas empieza.