“Eso fue hace ratooo”. Hace 26 años, para ser exactos. Pero no debe ser casualidad que, después de dos décadas y media, los recuerdos sean los mismos. Los recuerdos de quienes llegaron a Cartagena (Colombia) a cursar el primero de los nueve talleres que dictó Tomás Eloy Martínez en la Fundación para un Nuevo Periodismo Latinoamericano -FNPI, hoy Fundación Gabo-. Los recuerdos que volvieron cuando José Granados, Eduardo Arias y Darío Fernando Patiño aceptaron la invitación a desempolvarlos, luego de echar a andar con esmero la memoria y subrayar que no sería tan fácil luego de 26 años…
Lo que pasó entonces fue que llegó una invitación directa para cada uno. A Granados, quien por entonces ya era editor en El Heraldo, y a Arias, de la redacción de Cambio 16, y elegido por su directora, Patricia Lara. Con Patiño, por entonces subdirector del noticiero QAP, hubo una excepción particular: fue la FNPI quien lo invitó. Aunque era un taller para editores de medios impresos, poco antes Darío Fernando había dictado un taller para la fundación, y desde allí querían que se familiarizara con el formato de estos.
Listos ellos y otros 11 editores colombianos, una de las oficinas del periódico El Universal, en la Ciudad Heroica, hizo las veces de salón de clases para esta nueva camada de editores que se encontraría con uno de -ya por entonces- los más grandes referentes de Hispanoamérica.
No era demasiado lo que sabían de él, y todo en ese momento era insuficiente. José, Eduardo y Darío Fernando reconocen que no conocían a Tomás Eloy antes de ese taller, si bien alcanzaron a leer algunas de sus obras justo antes de llegar a Cartagena. “Todo fue un descubrimiento. Se dedicó cada día a hablar sobre el oficio periodístico y a escucharnos a los participantes. Fueron unas tertulias maravillosas y llenas de humor y conocimiento”, recuerda Patiño.
Pero el periodista y escritor argentino llegó también a sacudir ideas que, por la coyuntura de la época, parecían olvidadas en el oficio. “Me pareció un profesor, un maestro maravilloso porque el contexto de esa época era el Proceso 8000: el periodismo era quién tenía la chiva (primicia), a quién le filtraba la Fiscalía cosas, quién era más amigo (del Fiscal General) Valdivieso para tener la chiva del viernes. El periodismo a lo largo del tiempo siempre ha tenido épocas muy problemáticas, pero en esa época ni siquiera existían revistas como Soho, que le dieron un nuevo aire a la crónica, al reportaje. En Colombia empezábamos a conocer también a Alma Guillermoprieto, entonces veíamos que el reportaje y la crónica no eran algo del pasado o de la época anterior de Gabriel García Márquez y otros cronistas que había habido en los 60”, relata Eduardo Arias.
A ese descubrimiento “maravilloso” se sumó otra gran lección del taller. Ya lo había advertido Granados al mencionarle el nombre de Tomás Eloy Martínez vía chat. Lo primero que escribió de vuelta fue: “De ahí aprendí, entre otras cosas, que en una sala de redacción los elogios por un trabajo, chiva, gran reportaje o crónica, etc, se dan en público, en voz alta para que todos escuchen; los regaños por los errores se dan en privado, a puerta cerrada, no para humillar sino para enseñar y corregir”.
Desde un avión, Darío Fernando Patiño escribía la misma idea, mientras hacía la tarea de remover las memorias sobre su maestro: “Cada día aprendí algo de Tomás Eloy y de mis compañeros de taller. Pero hubo una frase de él que no olvido sobre la relación del jefe con sus colaboradores: que el elogio sea en público y el regaño en privado. Y otra frase de un amigo, Eduardo Márquez, al terminar el taller: con este taller siento que he recuperado la militancia (en el periodismo)”.
No es extraño que se extravíen los recuerdos luego de 26 años, como tampoco lo es que, una vez se hallen, coincidan.
A esa lección inolvidable de saber ser jefe en una sala de redacción, de mantenerla activa e incentivada, Granados le agrega otra: “Uno, siendo periodista, no se debe deslumbrar por las primeras cosas que le dicen, sino que en el ejercicio de la reportería debe preguntar, indagar, meterse, para lograr identificar el mejor escenario posible de algo que ha sucedido. Esa fue la ratificación de una gran enseñanza”.
No es de extrañar que otro nombre rutilante apareciera al recordar el taller de Tomás Eloy Martínez: el de Gabo.
Como gran anfitrión, como gestor de esa hazaña de sentar a decena y media de periodistas con uno de los grandes del periodismo del continente, García Márquez se asomaba por entonces, en esos primeros espacios de aprendizaje de la década del 90, a las cenas de bienvenida y despedida que todavía se mantienen en la fundación que hoy lleva su nombre: esos finos actos de coquetería inolvidables para quienes toman los talleres.
Es Darío Fernando quien pinta la escena: “En la cena de clausura, todos procuraron quedar cerca de Gabo y de Tomás Eloy y yo quedé con las esposas de ambos, Mercedes y Susana. No se imaginan las historias maravillosas que escuché. Mercedes nos contó, de viva voz, cómo Gabo escribió Cien años de soledad”.
De anécdotas como esa están llenos los talleres, y de otras menos rimbombantes, pero igualmente imborrables, como la de Arias: “Recuerdo que dije algo como yo había crecido oyendo radio desde niño, y tenía palabras que eran incorrectas gramaticalmente, o el uso que yo les daba el incorrecto, pero era simplemente porque las había oído en la radio, donde al idioma veces se le da un poco duro porque no se emplean correctamente ciertos adjetivos, o con el significado que no tienen, o se utilizan expresiones o maneras de unir palabras que son incorrectas, pero que en la radio son moneda común. Después que yo dije eso, Darío Fernando pasó burlándose de mí a lo largo del taller. Decía que yo era el que había aprendido a escribir por la radio”.
No puede ser gratuito tampoco que todos relaten de la misma manera cómo era el maestro: un hombre muy sencillo, sin afanes, cordial y ameno. Con una disposición como pocas para enseñar. En palabras costeñas, José Granados diría que fue “una persona muy bacana”, muy a tono con esa ‘cheveridad’ que siempre ha estado detrás, soportando cada uno de los talleres de la FNPI, hoy Fundación Gabo. Eduardo Arias quedó “maravillado y fascinado” con ese maestro tan dado al uso correcto del lenguaje, “con su trayectoria y su calidad como escritor y como literato también, no sólo como reportero y periodista, que le daba tanta importancia a la palabra escrita, a la profundidad, a la reflexión y al rigor”. Y Darío Fernando Patiño alcanza a resumirlo todo en nueve palabras: “Tomás Eloy fue más de lo que hubiera imaginado”.