Todos los días parecían iguales. Todos, si se la miraba a ella. Era una estampa única, que se repetía a diario, como el epítome de una austeridad que desarmaba. Siempre blusa negra, siempre jeans. Siempre bebida light, y un saquillo que se echaba encima cuando el aire acondicionado de ese salón del hotel Barceló Managua no daba tregua.
Leila Guerriero siempre fue la misma. La misma durante los cinco días del último taller que dictó para la Fundación Gabo, en medio del fragor de Centroamérica Cuenta, cuando la represión en Nicaragua aún no arrasaba con todo -como hoy- y algo se le podía arrancar a esa ciudad.
Fiel a su disciplina de artesano, antes de aterrizar ya había enviado siete perfiles para leer previos al taller, y encargado un texto a cada uno de los 16 participantes. "2000 (dos mil) caracteres con espacios bajo esta consigna: Las tardes de domingo. Puede ser un texto escrito en primera o en tercera persona. Todo el mundo tiene algo para decir acerca de los domingos por la tarde. Lo importante, aquí, es que encuentren qué tienen para decir acerca de eso. No tiene por qué ser una experiencia personal: puede ser una reflexión acerca del tema”.
Entonces cada uno –venidos desde la Antártida chilena, en Punta Arenas, hasta Puebla, en el gran México– llegó a sentarse en esa mesa en forma de U, a decir de dónde venía y qué hacía, y a presentarse también desde esas 2 mil palabras iniciales. Cada uno leyó su texto en voz alta, en un ejercicio que se repitió cada día con todas las narraciones que escribieron, y para las que hubo que aprender lo primero, lo esencial: responder a la consigna.
Una consigna en la que casi todos fallaron y que fue la primera lección aprendida del taller ‘Periodismo narrativo: reporteo, mirada y estilo’: hay que cumplirle al lector, hay que honrar la promesa que se le hace cuando se le invita a leer un texto sobre determinado tema. Hay que serle fiel a la consigna. Ahí no se puede fallar.
Algunos llegaron por un mail, otros por un tuit, otros por la página web de la Fundación Gabo. Diferentes caminos para un destino común: Leila, tan sonora como brillante, tan “mítica”, como la describen y recuerdan Jonathan Galarce, de Chile, y Mario Galeana, de México, los dos estudiantes que se sentaban junto a ella, la maestra. Leila, la mítica.
La Fundación le pidió trabajar en ese taller junto a los alumnos en un único texto final, pero Guerriero prefirió cambiarlos por textos más cortos, pero diarios, porque sentía que así lograría más fácil el objetivo: revisar qué funciona y qué no –y por qué– en los textos.
Y si algo funcionó fue una frase de Daniel Rivera, de Colombia, en ese primer texto sobre las tardes domingo. Decía así: “(…) se acercaba a la Biblia como quien se arrima a la luz para verse en las manos alguna herida”. La reacción de Leila al leerla fue memorable: “Este taller ya valió la pena solo por leer esta frase de Daniel”.
Justo ahí se desmitificó. Allí destruyó esa imagen inicial de periodista y editora severa, consigo misma y con los demás –pero especialmente consigo misma–, para revelarse en otra faceta: como una colega de una generosidad absoluta, que no se guardó nunca ni un regaño ni un elogio, y que sabe iluminar el camino de otros. “Una persona dispuesta a compartir sus saberes. Claramente, eso es ser una maestra”, como lo resume Galarce.
De eso sí que puede hablar Rivera, precisamente, el destacado alumno de una de las mejores cronistas de Iberoamérica: “Yo ya había trabajado con Leila para la revista Travesías, había hecho como dos textos para ella, y digamos que yo ya conocía muy bien cómo era trabajar con ella, pero no había tenido la oportunidad de tenerla como maestra, y fue mejor de lo que imaginaba. Fue muy enriquecedor estar de cerca de los textos de ella, pudimos ver los procesos de cómo trabaja, cómo los guarda, hablar de su reportería… No es porque no vaya a copiar eso, sino que eso ayuda a encontrar también un método propio. Yo iba muy dispuesto a conocer el método de Leila”.
Ese proceso quirúrgico de tomar con pinzas las palabras, de ubicarlas justo donde deben estar, de hacer sobresaltar con un verbo, con una escena, con una metáfora singular… Todos descubrieron la ‘magia’ de la mano de su creadora, con todo lo que eso implica: la dificultad de empezar un texto que se resiste, el esfuerzo monstruoso de lograr un párrafo superlativamente bien escrito. El dolor mismo de escribir. “No me siento a escribir si no tengo el comienzo de un texto”, contó, como aquella vez que la génesis de un relato la agarró trotando en un parque de una de las tantas ciudades que visita al año.
“Sí fue la maestra que imaginaba: una persona bastante exigente pero con esta capacidad, que a mí me parece extraordinaria, de, dentro de todo lo que está mal de un texto, identificar algo o muchas cosas que están bien (…) Y establecer una disciplina que la escritura requiere, un rigor, un horario, una especie de pacto especial y compromiso, y me parece que esto, que está muy marcado en la personalidad de Leila, fue algo que me contagió y que he tratado, digamos, de perpetuar en mi vida, en mi ejercicio periodístico diario”, cuenta Mario Galeana, quien llegó al taller con menos de tres años de experiencia en el oficio y creyó que no sería seleccionado.
La maestra rigurosa, la mítica Leila, también fue cercana, cómplice. “Me encontré con esa figura mítica preconcebida, pero también me encontré con una persona cálida, con quien se podía dialogar en torno al oficio fuera de las mismas sesiones. Creo que eso fue muy bello. Recuerdo que incluso almorzamos con ella, y se mostró muy abierta con nosotros”, recuerda Galarce. Galeana lo respalda y subraya que, con los días, a esa estampa repetida de severidad, que inspiraba un respeto como pocos en los alumnos, también la fueron descubriendo en la cercanía, en chistes sueltos, en un susurro secreto en una de las cenas que compartieron, en la sinceridad absoluta de lo imbricado que puede ser un párrafo inolvidable sobre Nicanor Parra, pero que fue todo dificultad.
Esa austeridad que carga consigo Leila Guerriero, ese aura de que nada le falta, de que tiene justo lo necesario –sabiendo que lo necesario puede llegar a ser también extraordinariamente bello y fascinante, atrayente– es lo que atraviesa sus textos, lo que los hace sorprender, y lo que fue a buscar o a comprobar esta generación de alumnos suyos: “Las palabras que usas en un texto no pueden estar sometidas al azar. Son calculadas, son planeadas. Eso siempre me parece que he pensado de la lectura cuando leo los autores que me gustan, y es que la espontaneidad se planea, y eso lo corroboré ahí”, cuenta Rivera. Galarce agrega: “Leila nos decía que el lector tiene que observar a través de la lectura: no bastaba escribir sobre ‘la habitación’, sino sobre todo lo que compone ese plano, con tal de desarrollar con amplitud el ambiente que se quiere recrear por medio de la literatura”.
También les enseñó a fallar, y a no desesperarse. Ella, dueña del arte de esperar a las personas que elige para perfilar, no podría proclamar otra cosa: “(…) Armar algo que en el futuro podríamos nombrar como una obra necesita de este trabajo diario, este martilleo, este repicar cada cierto tiempo para que al final rinda frutos. A fin de cuentas el periodismo es una especie de carrera de largo aliento y no hay que dejarse vencer por los esfuerzos fallidos”, remata Galeana.
Leila Guerriero, que pareciera saberlo todo, les dejó algo claro: al menos sabe lo suficiente, lo indispensable. Lo que no es necesario, sobra. Ella ha elegido que no le sobre nada: ni una palabra.