Eran los primeros días de aquel marzo de 2001 y la Ciudad de México viviría momentos trascendentales. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional se preparaba para llevar la Gran Marcha a la capital del país azteca, encabezada por el Subcomandante Marcos, quien desfilaría hasta el Zócalo después de 3 mil kilómetros recorridos a lo largo de todo el país, desde Chiapas, en compañía de los 23 comandantes que integraban el zapatour. Buscaban solo una cosa: la aprobación de la Ley de Derechos Indígenas.
El 11 de marzo de ese 2001, la Caravana Zapatista partió de Xochimilco y recorrió las calles de Ciudad de México antes de llegar a la Plaza de la Constitución y hacerla estremecer. En el balcón de uno de los principales edificios de la capital, un grupo de prometedores periodistas latinoamericanos, venidos de distintas ciudades de la región, se apostaban para ver el desfile, antes de que el Subcomandante Marcos llegara al punto final de su recorrido y pronunciara un discurso que ya está instalado en la historia mexicana.
“Obviamente que todos queríamos cubrir eso, y entonces Jaime (Abello) o alguien consiguió que tuviéramos como un palco para ver en directo y de primera mano la llegada del Comandante Marcos”, recuerda Juanita León, hoy directora de La Silla Vacía, uno de los principales medios digitales de Colombia.
Pero la sorpresa no fue Marcos, sino quien iba a su lado. “Estábamos todos ahí como unos tarados en el balcón, cuando vemos que Kapuściński llega marchando al lado del Comandante Marcos”. No hubiera significado nada esa escena –salvo ser el encuadre de un excelso periodista entrevistando a un personaje apasionante–, de no ser por lo que representaba Ryszard Kapuściński por esos días para esos 15 periodistas latinoamericanos: era su maestro. Y era literal.
“Esos buenos periodistas del futuro de América Latina estábamos pegados a no sé cuántos metros de altura de un balcón cuando el verdadero periodista, que era Kapuściński, estaba hablando con el Comandante Marcos y marchando con él. Si nosotros necesitábamos una lección, era esa. Fue increíble”.
Juanita León fue una de las alumnas de ese taller mítico de 2001, quizás el más famoso de la historia de la Fundación Gabo. Junto a ella, que en ese momento trabajaba en la revista colombiana Semana, estaban Graciela Mochkofsky (La Nación) Cristian Alarcón (Página 12), Juan Andrés Guzmán (Revista Paula), Darío Fernando Patiño (Canal Caracol), Hollman Morris (El Espectador), Carlos Alberto Giraldo (El Colombiano), Óscar Tenorio (El Diario de Hoy), Alejandra Xanic (Independiente), Marcela Turati (Reforma), Arturo Cano Blanco (La Jornada), Gerardo Albarrán De Alba (Proceso), Julio Villanueva Chang (Freelance), Laura Weffer (Tal Cual) y Boris Muñoz (El Nacional). Un grupo de periodistas más que prometedores, y que son hoy referente del periodismo del continente, por donde se le mire.
Seguramente tocados por ese influjo de Kapuściński, y también por el de García Márquez, lo lograron. Porque en ese taller de crónica estuvo el anfitrión mayor, el mismísimo Gabo, en una suerte de competencia por la atención de los participantes. Y es que, claro, se encontraban un premio Nobel de Literatura y un periodista legendario del que se decía mucho sobre sus correrías en los cinco continentes, como se lo imaginaba entonces Boris Muñoz, cronista y hoy senior staff editor de The New York Times. “Tenía una idea de Kapuściński como un aventurero periodista legendario que había recorrido los cinco continentes. No sé si eso es cierto, pero sí que había estado en Europa central, en Europa del este, también en América Latina durante los 70, en África. O sea que era un periodista global. La globalización estaba ahí y él la representaba. Era un verdadero trotamundos que había asistido a muchos eventos históricos y revoluciones cruentas, y trae todo eso a la obra de un gran escritor, capaz de llevar el periodismo a un nivel literario en su máxima expresión”.
Para esas grandes expectativas, grandes hechos, pero nada de lo esperado. Kapuściński se encargó de quedarse callado. El acontecimiento del taller fue que hablara. “Después llegó García Márquez, y empezó como una competencia entre Kapuściński y él, porque Gabo se sentía raro. Todos queríamos escuchar a Kapuściński y era como robarle el show. Para nosotros, que llegara García Márquez era una sorpresa, no lo esperábamos, pero en realidad todos lo que queríamos era oír a Kapuściński. Se convirtió en algo alucinante”, cuenta León.
Pero Kapuściński no era el típico maestro que habla y cuenta y relata. Era un maestro que escucha. Un maestro que actúa. Un maestro que no se detiene a ver al personaje que le interesa. Un maestro que camina con él.
“Yo esperaba a alguien que al abrir la boca me iba a iluminar, me iba a cambiar la visión que yo tenía del periodismo. Sucedió, curiosamente, lo contrario: Kapuściński evitó, lo más que podía, abrir la boca y prefirió dar la palabra a quienes estábamos en el taller para que fuéramos nosotros, con nuestras experiencias, nuestros tropiezos, nuestras añoranzas, deseos y expectativas del periodismo, quienes construyéramos una dinámica de grupo. Entonces no hablaba, sino que hacía a los demás hablar estratégicamente haciendo preguntas”, precisa Muñoz.
Marcela Turati, otra de las alumnas, coincide en su relato. “Al tercer día de escuchar las grandes aventuras de los propios colegas y de notar que el maestro solo escuchaba y no pretendía hablar, el taller de crónica prometía ser un fiasco. De tanto en tanto, los alumnos nos quedábamos callados, esperando sacarle alguna frase iluminadora. Acorralado, soltaba entonces comentarios que nos regresaban a la esencia de la profesión, que le quitaban el glamour y los reflectores a lo que hacemos”.
No era frecuente que abriera la boca, pero cuando lo hacía, soltaba verdades tan bien dichas, tan concretas sobre el oficio periodístico, que de los aprendizajes de ese taller –y otro de 2002– salió el libro Los cinco sentidos del periodista. Dice Turati: “Lo más importante en nuestra profesión es recordar todos los días que todo nuestro trabajo depende de otros. Es paradójico porque el reportero es solitario –se mueve entre desconocidos–, pero los demás deciden sobre el éxito de lo que hacemos. Estamos con alguien 15 minutos y nunca lo volveremos a ver. El primer contacto decide todo. Hay que tener una profunda, sincera humildad, porque la gente siente cualquier gesto de arrogancia”. De ese tamaño era el maestro.
Era el maestro periodista al que no le gustaba ser interrogado, pero entre periodistas, y esencialmente entre ese grupo de promesas, era difícil salirse con la suya. Uno de sus mejores alumnos logró desarmarlo. Y lo ayudó Boris Muñoz: “Hubo una estratagema fraguada por Julio Villanueva Chang y secundada por mí. Julio decidió dar su derecho de palabra a Kapuściński y yo lo secundaría para que en el tiempo que nos tocaba hablar a nosotros, que creo que era de 15, 20 minutos, Kapuściński contara cómo había creado, desarrollado y conseguido su libro El emperador. Y fue gracias a esa finta que le hizo Julio Villanueva que por fin Kapuściński abrió la boca para contarnos cómo había investigado y luego escrito ese libro inolvidable y maravilloso”.
En esos lapsus en los que se permitió hablar, el legendario reportero polaco habló sobre asuntos de técnica narrativa, trucos para la investigación, cómo enfrentarse a las notas que se tomaban durante el reporteo, y un método muy suyo: el de la palabra precisa. “Nos contó cómo esa necesidad de contar es una decisión también estética y ética, de contar solo con las palabras definitivas para escribir. Eso lo puso al borde de una crisis de nervios en varias oportunidades cuando estaba escribiendo El emperador”, precisa Boris. Tampoco faltó la ineludible conversación entre los límites de la verdad y el toque de ficción.
Esa marcha de Kapuściński junto al Subcomandante Marcos que tanto recuerda Juanita es la máxima lección aprendida en ese taller. Boris puede ponerle una palabra a todo eso: ambición. “Hay que ser ambicioso cuando uno enfrenta el trabajo de periodista. Con una energía suficiente para poder llevarlo a cabo, y también hay que ser muy, muy metódico para tener un control, un manejo sobre el material que se está investigando”. Sin ambición, difícilmente García Márquez habría escrito Noticia de un secuestro, o Kapuściński su Ébano.
Para saber si esa generación de 15 periodistas ha puesto en práctica lo enseñado por Kapuściński, solo habrá que leer de nuevo sus nombres y saber lo que representan hoy para el periodismo latinoamericano. “Eran demasiados buenos periodistas y nos admirábamos mucho”, comenta Juanita. Boris la refrenda, asegurando que de ese taller floreció en una generación de periodistas “que han marcado la historia de los medios en América Latina”.
Un grupo de periodistas que acabó bebiendo tequila en la Plaza Garibaldi con su gran maestro antes de cargar con la entera responsabilidad de ser sus alumnos, de reportear y escribir como si se hubieran sentado alguna vez junto a él en la misma mesa, y como si un Nobel de Literatura los hubiera acompañado. Como si fueran ellos los que acompañaran al Subcomandante Marcos a caminar hasta el Zócalo.