¿Se puede, de verdad, mezclar estos dos oficios, que parecen ser tan ajenos y contradictorios, los de político y escritor? Al hacer yo mismo la pregunta, debo responder con mi propia vida. En un país como Nicaragua, como en cualquier otro de la América Latina, el peso de la acción pública se vuelve insoslayable en la vida de un adolescente, aunque ese adolescente quiera ser escritor. Cuando a los diecisiete años emprendí el viaje desde mi pueblo natal, Masatepe, de la mano de mi padre, hacia la ciudad de León para matricularme en la escuela de derecho, él, que venía de una familia de músicos pobres, se preparaba de alguna manera para entregarme a la vida pública. Quería que fuera abogado, y los abogados han sido tradicionalmente los que conducen la vida política, no sólo los litigios en los tribunales.
¿Cómo puede ser la vida pública ajena a un escritor en América Latina? Nací bajo el viejo Anastasio Somoza, fui a la universidad bajo el gobierno de su hijo mayor Luis Somoza Debayle. Me marché a un exilio voluntario bajo ese mismo Somoza, y fue protagonista del derrocamiento del último de ellos, Anastasio Somoza Debayle, que ya preparaba el reinado de su hijo, Anastasio Somoza Portocarrero. El 20 de julio de 1979, veinte años después, entramos en triunfo a la Plaza de la Revolución en Managua. Y ahora debo vivir un nuevo exilio, impuesto por el sucesor de Somoza, Daniel Ortega, que se alza como un nuevo dictador sobre los despojos de aquella revolución perdida.
José Saramago afirmaba que no cree en el papel del escritor como misionero de una causa, pero que de todos modos éste tiene deberes ciudadanos. Una vez le escuché decir, en un encuentro celebrado en Santillana del Mar, y dedicado a su propia obra y a la de Carlos Fuentes y Juan Goytisolo, que lo que se exige del escritor en cuanto a semejantes deberes, se parece al “cuaderno de encargos”, en el que los albañiles llevan la cuenta de lo que deben hacer cada día.
Un cuaderno de encargos como el que también llevaba Voltaire. Cuando Voltaire fracasó en su quimera de reformar el poder monárquico, para que la razón terminar de brillar con todas sus luces —no en balde aquella debía ser la era de la razón total— se dedicó con fervor a la causa de la defensa de los ciudadanos, escribiendo la asombrosa cantidad de 18.000 cartas, publicadas muchos después de su muerte en 89 volúmenes. En ellas combatía las injusticias, los abusos de poder, denunciaba las sentencias judiciales mal resueltas y las ejecuciones atroces de
En América Latina, la acción política, sobre todo aquella que se propone una voluntad transformadora, ha comprometido a los intelectuales desde los tiempos de las luchas por la independencia. Pienso en Domingo Faustino Sarmiento, presidente de Argentina, que desde una visión política y a la vez literaria, hombre de poder y hombre de letras, creó a través de su novela Facundo el mito de civilización y barbarie en América. El progreso civilizador americano pasaba necesariamente por esta dilucidación.
Si los escritores cargamos en América Latina con la pasión de la vida pública, es porque la vida pública tiene entre nosotros una calidad insoslayable. No es la vida privada encarnando la historia de las naciones, como pensaba Balzac, sino la vida pública metiéndose en todos los intersticios de la vida privada. Los escritores llegan a convertirse en cronistas iluminados, y también en sus jueces implacables de la historia, compuesta al mismo tiempo de episodios inagotables que nunca dejarán de ser un depósito de materiales para el novelista, hazañas y episodios olvidados, personajes de extraña singularidad, injusticias sin fondo. Es al novelista a quien toca exhumarlos para volverlos a la vida.
La pasión crítica. El escritor apasionado de los hechos de la vida pública, pendiente de la opresión, y de los desmanes del poder arbitrario; una pasión que anduvo a caballo por los caminos de la independencia cuando los próceres eran filósofos y eran letrados que cargaban La Nueva Eloisa en sus alforjas de campaña, y leían a Tocqueville en los altos de la marcha, muchos de ellos luego caudillos que olvidaron sus letras y sus sueños libertarios porque el poder no quiere estorbos de conciencia, aun cuando se trate de ejecutar el progreso.
Los próceres que se subieron a los caballos lo eran todo a la vez, como buenos enciclopedistas. Eran una conjunción y resumen de oficios: estrategas militares, filósofos iluministas, ideólogos liberales, doctrinarios masones, juristas, legisladores osados, tribunos de salón y oradores de barricada, periodistas de hojas panfletarias, curas rebeldes a los cánones a veces, a veces terratenientes arruinados, a veces comerciantes encandilados por la libertad de comercio, a veces aristócratas en rebeldía. Escribían, además de proclamas, odas y sonetos.
Son el todo creador, antes de que cada parte ciudadana reclame su especificidad y el todo se descomponga en sus partes insidiosas, y los actores revolucionarios se enfrenten entre ellos mismos en inquinas y disensiones, y de las quimeras de unidad se pase a las burdas fragmentaciones de territorios independientes.
Eran jóvenes díscolos y radicales, hijos de obras prohibidas, filosofía y novelas, que entraban de contrabando escondidas en barriles de harina, y porque se trataba de ejemplares tan escasos había quienes las copiaban a mano en los mismos libros en cuarto mayor forrados con lona marinera, donde transcribían también su correspondencia y llevaban sus cuentas, y aún la lista de la ropa sucia a entregar a las lavanderas. Hijos, por tanto, de ideas que causaban estragos y eran vistas como disolventes, enemigas de la monarquía absoluta y de la fe guardada por el Santo Tribunal del Santo Oficio, que sustentaba a la monarquía.
Ideas acusadas de foráneas, con lo que se quería hacer ver que eran ajenas a la realidad interna que hasta entonces nadie perturbaba. Ideas liberales, subversoras del poder de la aristocracia terrateniente y del clero dueño de los privilegios del régimen de propiedad de manos muertas, un término éste que parece inofensivo por inerme, pero que implicaba la acumulación de un inmenso poder económico por parte de la jerarquía eclesial. Y la francmasonería, donde militaban los sediciosos, era una internacional de conspiradores, una hermandad clandestina. Ideas, en fin, exóticas.
Yo me reconozco en la calidad doble del intelectual que imagina y también piensa, que inventa y a la vez predica, que no pone freno a la creación, pero tampoco a la calidad ética de su escritura, una calidad que viene desde aquellos intelectuales ilustrados de la época de la independencia. El escritor que, como Voltaire, o como Saramago, o como Fuentes, o como García Márquez, no deja nunca de estar pendiente de los temas ciudadanos, o el escritor como ciudadano que siempre está obligado a denunciar las situaciones de injusticia, porque para eso se lleva su cuaderno de encargos.
Y ese cuaderno de encargos se manifiesta sobre todo en el periodismo. Son muy raros los novelistas latinoamericanos que no entraron en las letras por la puerta del periodismo, como reporteros de nota roja, como cronistas de hechos diarios, como columnistas, entrenados en las redacciones en el oficio de desentrañaran la realidad y enfrentarse a ella, desnudarla.
“Mi oficio es levantar piedras”, decía el mismo Saramago. “No es mi culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos”. Es decir, anormalidades, desfiguraciones, deformaciones.
El poder busca ocultar. A mayor respeto de la institucionalidad democrática, mayor transparencia, mayor rendimiento voluntario de cuentas. Pero el periodismo siempre estará enfrentado al poder que igual que el Minotauro deforme, busca esconderse en lo más oscuro de la cueva.
Mi experiencia en la revolución en Nicaragua fue, al fin y al cabo, una experiencia de poder. Otros escritores, tuvieron menos fortuna con el poder, cuando lo buscaron. A Rómulo Gallegos, electo presidente de Venezuela en 1948, por el prestigio de haber escrito Doña Bárbara, lo derrocaron a los nueve meses los militares que parecían salidos de las páginas de Canaima, para los tiempos en que barbarie y jungla eran sinónimos en la literatura. Gallegos pretendía aplicar desde el poder un proyecto de reforma de la sociedad venezolana, tan rural y cerril todavía, como el que Santos Luzardo, el personaje de Doña Bárbara, quería aplicar en el mundo feudal de los llanos ganaderos del Apure.
Es el mismo proyecto de instituciones modernas y democracia representativa que don Juan Bosch quiso ejecutar al ser electo presidente de manera abrumadora en 1962, tras la caída del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y también a los nueve meses fue derrocado por los militares trujillistas que allí estaban todavía, porque eran demasiado reales para las artes de la magia democrática de Bosch.
Ya se sabe también que a Mario Vargas Llosa lo derrotó en unas elecciones presidenciales un personaje que parece salido de las páginas de La Casa Verde, como aquel inmigrante japonés Fushía que enfermo de lepra viaja en una balsa por el río Marañón, en lo hondo de la Amazonía, para ir a morir al pudridero de la isla de San Pablo. Se trata, como pueden ver, de que uno puede resultar atrapado en los hilos de su propia imaginación.
Vivimos aún en América Latina una realidad rural, un mundo anacrónico que es contemporáneo y a la vez cercano; y esa dimensión, desolada y esplendorosa, se expresa necesariamente en la imaginación; de lo rural nace eso que tanto se ha llamado realismo mágico. Y lo rural, envuelto en su vieja aura sorprendente, nos persigue aun dentro de las grandes ciudades. Esa es la tecla maestra que supo tocar García Márquez. Y el lenguaje latinoamericano de los libros, es todavía, en mucho, el lenguaje elíptico de los cronistas de indias, un lenguaje fruto del asombro frente a lo desconocido que por primera vez se ve, y se toca.
No hay que olvidar, tampoco, que muchas veces la Historia contada por los novelistas viene a resultar más definitiva que la contada por los historiadores. El alcalde de Ciénaga, en el departamento de Magdalena, al inaugurar un modesto obelisco en el sitio de la masacre de los trabajadores bananeros ocurrida en 1928, frente a la antigua estación del ferrocarril, episodio que pasó a las páginas de Cien años de soledad, recordó en su discurso a las tres mil víctimas de ese día, un número que sólo está en la novela, en boca de José Arcadio Segundo. Pero ahora es una cifra oficial de la Historia.
No hay manera de cómo el poder no se cuele en la novela en América Latina. El poder comienza a deteriorar los ideales que le dieron aliento desde el mismo día en que se asume. Es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida, como todo lo que nace, crece y muere. Los ideales, íntegros al principio en toda su virtud romántica, dice Boris Pasternak en Doctor Zhivago, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho más de aquella virtud primigenia.
La política militante es una experiencia de mi vida de escritor. Habrá quienes han tenido una experiencia de escritor en su vida de políticos. Y seguramente por eso de que el escritor ha dominado en mi vida, porque nunca fui ese animal político de que he oído hablar, que cae y se levanta como si nada, y vuelve a empezar como si nada, la piel de lagarto resistente al filo de cualquier cuchillo. Esos son los que tienen madera de caudillos. En América Latina los caudillos siguen siendo una realidad persistente porque, quiero repetirlo, nuestra cultura sigue teniendo un hondo sustrato rural.
De la política me queda, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Pero también me queda el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre. Me queda el gusto ciudadano, del que habla Saramago.