Director de Fotografía: León Darío Peláez
Medellín, Colombia, del 4 de agosto al 9 de agosto de 2009
Organizadores:
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y Colombia es Pasión
Relator, Monitor:
Juan Miguel Álvarez
Maestro: Martín Caparrós
Cronista y novelista. Desde hace 35 años trabaja en prensa, radio y televisión. Ha ganado varios premios por sus novelas y sus crónicas, entre los que destaca el Premio de Periodismo Rey de España y el Premio Planeta de Novela 2004. Es uno de los escritores latinoamericanos con los que más se identifica el doble ejercicio de la escritura de ficción y de no ficción, y ha sido uno de los máximos defensores de la inexistencia de fronteras entre estas dos formas de narración.
Director de Fotografía: León Darío Peláez
Se inició como reportero gráfico en el diario El Mundo, de Medellín. Desde 1997 es el editor gráfico de la revista Semana. Ha realizado ocho exposiciones individuales y ha sido finalista del Premio Nuevo Periodismo Cemex+FNPI. Su obra ha sido incluida en varios libros de fotografía entre los que destaca Colombia, fotografías por la libertad de prensa, editado en Suecia por la Fundación para la libertad de prensa, FLIP, y Reporteros sin fronteras.
Introducción
Esta relatoría es un resumen de los días del taller y de las ideas que se discutieron. Siguiendo la pauta del maestro Martín Caparrós, se dejaron párrafos completos con la voz de quien los dijo; también, hay ideas concretas resultado de las diversas opiniones de los participantes.
DÍA UNO: Fue en el auditorio 2 de la Biblioteca EPM. Comenzó con la presentación protocolaria de los patrocinadores del taller, organizadores y el maestro Martín Caparrós quien, como entrada, dijo a los talleristas: «Aprovechen este momento. Es inusual que en nuestra profesión tengamos cinco o seis días para repasar qué estamos haciendo en el día a día. Los talleres de la Fundación son útiles en muchas cosas pero quizás son más útiles porque nos sirven para dar un paso al costado y revisar qué estamos haciendo en nuestro trabajo. Entonces, más allá de los inconvenientes este es un buen momento».
En seguida, Juan Diego Mejía, el asesor y experto en costumbres e idiosincrasia antioqueña, comenzó con la entrevista a personajes representativos de la Feria de las flores.
El primero en hablar fue Juan Guillermo Londoño Atehortúa, un silletero tradicional y dueño de una finca cultivadora de flores en el corregimiento de Santa Helena, zona donde nació la tradición de las silletas, a unos cuarenta minutos del casco urbano de Medellín. «Hay que entender la palabra silletero», dijo Londoño, «viene de carguero. Antes de que en Colombia se desarrollara el transporte, esta región montañosa se recorría a mula y a pie. Las gentes importantes contrataban personas llamadas cargueros cuyo trabajo era cargar a estas personas de un pueblo al otro. Eran jornadas de cuatro o cinco días. Los cargueros se amarraban unas sillas sobre la espalda y el hombre que lo contrataba se sentaba allí y así viajaba».
Después, habló de la tradición del cultivo de flores en Santa Helena: «Me atrevo a decir que los campesinos de Santa Helena fueron los primeros cultivadores de flores en Antioquia y en Colombia, desde los años cuarenta. Acá sólo habían flores nativas que ahora están en extinción y que son más de treinta variedades: narcisos, nardos, pensamientos, pascuitas, azucenas, estrellas de Belén, tritomas, agapantos, lirios azules, siemprevivas, galias, hortensias, entre muchas más. No existían flores de invernadero: pompones, crisantemos, rosas bogotanas, clavel de exportación. Y como había que transportarlas se inventaron los armazones de madera para echárselos sobre la espalda y llevar las flores de un lugar a otro. Esos armazones se llamaron silletas». Su intervención terminó con una invitación a su finca y a ser silletero por un día: «Ustedes tienen que hacer la silleta, asesorados por mi papá o por mí; luego, ayudan a recolectar las flores, cargan la silleta y se toman la foto, para que entiendan qué es un silletero».
Siguieron Germán y Leonardo Jiménez dos de los trovadores más importantes de la ciudad y explicaron datos básicos de la trova antioqueña: «Esta trova tiene diferentes variantes pero tiene una matriz que es la Cuarteta. Distinto a los países del Caribe cuya matriz es la décima. Esta Cuarteta es octosílaba y la rima está en el segundo verso y en el cuarto». Ejemplo:
Yo soy Leonardo Jiménez
Bienvenidos al festín
Esperamos que disfruten
Su estadía en Medellín
Un saludo para ustedes
Los del nuevo periodismo
Nosotros nos presentamos
Los del viejo repentismo
Siguieron con una Redondilla: «Es la primera cuarteta que tiene la Décima: rima el primer verso con el cuarto y el segundo con el tercero». Ejemplo:
Aquí están estos troveros
Y todos estos señores
Está la familia Flores
Nuestros grandes silleteros
Estamos en este día
Actuando de repentistas
Pa’ todos los periodistas
Por don Juan Diego Mejía
Aquí, Juan Diego Mejía hizo una pausa con las trovas y le dio la palabra a Martha Atehortúa, una silletera. Le preguntó por el atuendo. Ella vestía traje de campesina de la región: «Antes era como cada una pudiera salir a desfilar. Ahora, la organización hizo que todas saliéramos uniformadas: falda, chalina y blusa». Explicó que el recorrido del desfile siempre tenía la misma distancia: 2.4 km, con los 90 kilos de peso en promedio por cada silleta sobre la espalda. Después, aclaró: «Soy silletera porque me gusta, por tradición, porque nada más rico que hacer lo que uno quiere, además se combina arte y flores. Como silletera he conocido muchos países y mucha gente».
Antes de seguir con la familia Flores, Juan Diego Mejía pidió que los trovadores hicieran la transición. «La que sigue se llama Trova dobleteada, son dos cuartetas, y dice»:
Esto es trova dobletiada y hacerla es una fortuna, mejor dicho son dos trovas hechas por el precio de una
Ya oyeron a doña Martha con la información completa alce la mano el quiera
levantarse una silleta
Es una cultura linda que le queremos y quiero esa cultura bonita
de todos los silleteros
Y el jueves, un día antes pasar una noche buena armando allá su silleta y parrandeando en Santa Helena
«Don Floro», dijo Juan Diego Mejía dándole paso al personaje, «¿de dónde viene la familia Flores?». Don Floro respondió: «Somos una familia campesina pero hace dos años nos vinimos para Medellín por las necesidades y por las oportunidades que le da Medellín a sus habitantes. Aunque la cacharrería y la finca siguen en Jardín [pueblo del suroriente antioqueño] y los administra Lirio, uno de mis hijos. Nosotros regalamos flores, sonrisas y amor». Juan Diego amplió la participación preguntándole a Rosa María, hija de don Floro, a qué se dedicaba en Medellín mientras no participaba en la Feria de las Flores y ella dijo: «Con Pedro Clavel Ramos, mi marido, montamos una microempresa de textiles, aprovechando las oportunidades que nos daba la Alcaldía. La ropa la diseño yo. Por ejemplo, toda la ropa que usa la familia la diseño yo».
Para cerrar el panel inaugural, Juan Diego pidió a los trovadores que le recomendaran a los talleristas qué debían hacer en la Feria en los días que vendrían. Antes de comenzar la trova, Marinillo explicó que harían una modalidad de versos decasílabos llamada «Trova correada»:
Qué pueden hacer en esta feria
en la ciudad donde tanto ignora
yo los invito para que el viernes
vayan al festival de la trova
Y si quieren todos conocer hay nuestras músicas tradicionales yo los invito a los pies descalzos
pa’l festival de los festivales
Pero es que le viernes 7 de agosto es para hacer un programa entero antes de ir a ver nuestra trova
vaya al desfile de silleteros
Desfile de autos antiguos es una cosa que’s la verraquera y para rematar el domingo está el de los carros de escalera
Momentos antes, los trovadores explicaron que una de las dificultades de la competencia en el Festival de la Trova era cuando imponían temas o palabras que debían usarse en la composición. Por petición de los trovadores, los talleristas impusieron la palabra fríjoles. La trova que improvisaron, a pesar de que sí habló del grano, no usó la palabra precisa. Caparrós preguntó, entonces, qué problema tenían con esa palabra que no la habían mencionado. Marinillo respondió que las esdrújulas eran el coco de los trovadores pero aclaró que podía rimarse con díjoles. O similares. Después, Caparrós preguntó cómo se formaba un trovador y ellos respondieron: «Como todas las artes, un trovador necesita talento natural pero se va educando con la lectura y con la práctica de una cantidad de ejercicios que adiestran la capacidad de rimar. También es importante mantenerse informados y tener cultura general». «¿Pero van armando una especie de miniarchivo en el que van recordando qué palabras riman entre sí?», insistió Caparrós, «me imagino que para armar una cuarteta se debe tener uno o dos versos más o menos hechos de antemano para poderse concentrar en los otros dos que tienen que ser más de ocasión». Los trovadores explicaron que más que tener versos prefabricados, lo que debían hacer era concentrarse en saber cómo iba a terminar la cuarteta y a partir de ahí construir los versos anteriores.
Luego, explicaron que ellos habían tenido una escuela de trovadores donde enseñaban a los niños competencias para el manejo escénico, principios de música y poesía, proyecto que duró tres años. «La trova en Antioquia, como en muchas regiones del país y como en muchos otros países —los decimistas cubanos o el contrapunteo venezolano—, es una tradición oral de origen campesino pero con el tiempo llegó a la ciudad. En Medellín empezaron los festivales de la trova hacia 1975 y hace cinco años Juan Diego Mejía, este señor que está aquí que era secretario de Cultura, le dio la altura y la dignidad que hoy tiene como evento de ciudad. A esta edición han llegado 130 trovadores de todo el país. Nuestra idea como organizadores es poner esta manifestación a la altura de otras en el mundo e integrarla a otras formas de improvisación, por eso hemos invitado a trovadores e improvisadores emblemáticos de otros países».
A media tarde, tras breves aclaraciones sobre el orden de la semana, Caparrós comenzó a discutir los primeros temas de posibles crónicas. Para ello, dejó que cada tallerista expusiera sus ideas. Lo hizo en dos rondas. La primera, en la que cada uno liberó preocupaciones iniciales para luego recibir del maestro una instrucción más precisa o las probables dificultades que le veía a la investigación y redacción de la idea. En la segunda ronda, los talleristas podían replantear el tema o afirmarlo. De nuevo, recibieron comentarios del maestro, unos para impulsar al tallerista, otros para hacerlo ver que era preferible seguir buscando.
Caparrós siempre planteó preguntas sobre la logística necesaria o mínima para llevar a buen puerto cada proyecto de crónica: cuánto tiempo requería el cronista para el desplazamiento, para la investigación, para hacer la inmersión, para regresar a escribir; así mismo, las horas más convenientes para estar en el lugar de los hechos y si era factible estar en esos instantes. Sobre esto, cada tallerista se autoevaluó y midió sus capacidades y posibilidad de maniobra en una ciudad que tiene recorridos de hasta dos horas de un lugar a otro, a pesar de su sistema de transporte masivo.
Tras el debate, Caparrós explicó que muchas de las ideas presentadas sonaban como si fueran exposición de ideas personales sobre un tema «y eso no es lo que queremos hacer aquí», dijo. «Sino, contar historias, poner en escena… esa es la diferencia básica de una crónica con el resto de las formas del periodismo, supongo que lo saben, pero es eso: contar historias, narrar escenas, poner personajes en esas escenas que a su vez cuentan sus historias, y eso es lo que tenemos que hacer en estos días. Lo que hemos escuchado hasta este momento son el concepto sobre el cuál vamos a escribir crónicas».
Para calmar la ansiedad de los talleristas, citó una idea que había escrito cuatro años atrás: «Los cronistas son los que no tienen ni idea. Uno sale con la idea de encontrar formas de poner en escena el orgullo paisa y de pronto se le cruza un chancho pintado de verde cabalgado por una valquiria peliroja y sigue al chancho pintado de verde. El orgullo paisa pasará a mejor vida. En ese sentido es muy distinta la actitud de quien está haciendo una crónica, que la de quien sale con una tarea muy precisa, muy definida, con la que tiene que cumplir pase lo que pase. Eso es una gran ventaja que tenemos, que me llevaría —si me dejara llevar— al tema de la actitud del cazador que es uno de mis caballitos de batalla, pero que dejo para mañana».
DÍA DOS: Fue en la finca de los Londoño Atehortúa, en Santa Helena. El grupo se reunió en una terraza y se agrupó en forma circular en torno al maestro, quien dio paso a una nueva ronda de deliberaciones sobre las ideas de crónica de los talleristas. Tras escucharlos a todos, hizo una única advertencia: «Uno no debería aproximarse a una historia con la idea de que es ridícula, pues hacerlo es ya una especie de prejuicio en el sentido estricto que hace que cualquier forma que uno mire esté teñida por eso; para empezar hay que ir a mirar con más amplitud, a ver qué es lo que uno ve, no a confirmar si es ridículo y de qué forma es ridículo».
A continuación, dio comienzo a la charla teórica con un la lectura de «Por la crónica», texto que escribió para su participación en el Congreso de la Lengua celebrado en Cartagena en 2007, no sin antes pedir a los talleristas que tomaran nota de las inquietudes que les suscitara el texto.
Tras la lectura, el grupo manifestó su primera preocupación: el dilema de la objetividad vs la subjetividad, sobre todo el hecho de perder credibilidad si se notaba mucho la subjetividad, por ejemplo, en el uso de la primera persona.
Caparrós explicó: «Suelo dar un ejemplo: si aquí alguno de ustedes tuviera que resumir para su periódico lo que yo acabo de leer, tuvieran que escribir veinte líneas porque tienen un editor generosísimo que les dice que pueden aspirar a las veinte líneas sobre este tema que no le interesa a nadie e incluso me piden el texto y yo estoy en un día raramente amable y les doy el texto, y lo tienen ahí, y lo transcriben puro textual, sin siquiera decir “hacía frío”, para que quepa en veinte líneas van a tener que elegir cuáles fragmentos incluir y cuáles excluir, y eso ya es la subjetividad trabajando. En el estadio aparentemente más objetivo, aparentemente más neutral, lo que hacen es poner a trabajar su subjetividad en el sentido de lo que han aprendido, lo que tienen, lo que les parece el mundo, para decidir qué es más importante transcribir: si el párrafo tal o el párrafo cual.
»Cada elección pone en juego lo que uno es y es eso a lo que llamamos subjetividad. Por eso, me parece que hay que volver a pensar esas palabras; hay una especie de larga tradición de exaltar la objetividad, cuando no hay discurso posible objetivo. Esa idea de objetividad es técnicamente inviable y no porque uno sea una mala persona y quiera empapar con sus arteras ideas sobre el mundo o aquello que uno da para engañar a toda esa gente y llevarla a pensar lo que uno quiere que piensen. ¡No! Más allá de cualquier intención, de cualquier subjetividad, no hay forma de que suceda una narración objetiva.
»Y aquí llegamos al paso siguiente que es el de ser neutral, cuando dicen: “El periodista no juzga los hechos sino que los presenta”. Tres cuartos de lo mismo… uno decide qué hechos presenta y qué de los hechos le parece digno de ser presentado y qué de los hechos no se lo parece. Insisto: más allá de cualquier intencionalidad dolosa es inevitable elegir entre una cosa y otra, y ahí no hay neutralidad posible.
»Lo que hay es decencia, en todo caso; ni objetividad ni neutralidad, hay decencia. Hay la sensación de decir: “Hago todo lo posible para contar lo que creo merece ser contado, hago todo lo posible para reproducir textual las tres frases que valen la pena”, pero no más que eso. Por eso digo: una de las cosas que me gustan de la primera persona es que pone en evidencia este proceso, que es lo que siempre se ha ocultado.
»Los medios necesitan presentar un discurso supuestamente objetivo, supuestamente neutro para que el lector no se pregunte quién me está diciendo esto, desde qué intereses, desde qué subjetividades, desde qué sector, desde qué negocio, desde qué clase, qué partido, sino “esto es, esta es la realidad, la verdad, te doy una pintura objetiva”. Por eso, el interés principal de esa prosa lavada, delgadita, de los medios es justamente negar la intermediación, convencer al lector de que ahí no hay intermediación, no hay un aparato cultural o ideológico que está contándote algo sino que eso es lo que es.
»Contra eso, la primera persona se hace cargo, de que no hay tal posibilidad de poner la realidad en una página, de que todo lo que uno puede hacer es dar una mirada. Es decir: “Yo honestamente creo que lo que vale la pena contar de este asunto es esto”. La primera persona lo dice. Allí donde la prosa neutra, la tercera persona, el diario tradicional lo niega, lo esconde, lo disimula, la primera persona se hace cargo.
»Ahora, hay una diferencia tajante entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. Hay un periodista argentino que trataron de inflar últimamente, que me parece la quintaesencia de eso. Cuando lo mandaron a la guerra en Irak, el día que tiraron abajo la estatua de Sadam que fue el símbolo del día del fin de la guerra, su relato decía: “Yo estuve allí… yo vi cómo caía…”, ¡y a mí qué me importa! Lo importante del hecho de que estuviera allí me lo tenía que hacer saber contándome las cosas que nadie más podría haber visto, que él que estaba allí.
»Estoy completamente a favor de escribir en primera persona. Repito: no sobre la primera persona. Pero esa escritura en primera persona tiene que justificarse ofreciéndote algo que no tendrías si no hubiera allí un sujeto. La forma más torpe de poner esa primera persona es decir “yo estuve allí”. Tenemos que ser más astutos, más inteligentes, hacer que nuestra presencia circule a través del texto.
»La primera persona ni siquiera tiene porqué ser gramatical. A veces hay textos escritos en tercera persona que son muy en primera, donde la presencia del sujeto que mira y que cuenta es más fuerte que en textos en primera persona. No es una cuestión gramatical, es una cuestión de dónde y cómo se sitúa el narrador para contar lo que está contando».
Ante eso, el grupo preguntó: «¿Y qué pasa con las crónicas que hablan de la primera persona, un ejercicio que hace con frecuencia la revista Soho y que acaba de ocupar primeros lugares en el Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI?». Los talleristas se referían no sólo a «Seis meses con el salario mínimo» escrita por Andrés Felipe Solano, también a «El humanitario negocio de vender tu cuerpo para la ciencia» escrita por Leonardo Faccio y publicada en la revista Etiqueta Negra.
«En principio, estoy en contra», respondió Caparrós. «En principio me disgusta esta idea del turismo de riesgo: “¿Si me paso de obrero cinco días voy a poder contar cómo son los obreros?”. Sabiendo que el viernes te vas a tu casa, que es muy otra, y no a casa de un obrero que el lunes debe volver a la fábrica. Sin embargo, no logro teorizarlo bien como para sostener mi posición y de vez en cuando me encuentro con estas crónicas que me parecen buenas, la del muchacho que hizo de cobayo o como la de Andrés Felipe Solano, que me parece hizo una muy buena crónica con la premisa de ocupar el lugar de otro.
»Esto que estamos discutiendo tiene que ver con una pregunta simple pero de respuesta ambigua: ¿A qué llamamos crónica? Para mí la palabra crónica es tanto un sustantivo como un adjetivo, es la intención —que muchas veces fracasa— de hacer algo más que un artículo para salir del paso o un reporte de prosa lavada; la crónica es una ambición de contar de otra manera, de buscar temas, situaciones, personajes que no sean los habituales de un cubrimiento informativo y de poner en escena las cosas. Es decir, en vez de decir “esto es conmovedor”, contar algo que conmueva. Hacerlo, por supuesto, toma mucho más esfuerzo, más tiempo y más espacio.
»En general la prensa clásica diría: “Se produjo un choque en la calle tal y la avenida cual, hubo cuatro muertos, la escena era dantesca”. En la crónica se trata de narrar una escena dantesca. Y si se hace bien, el lector debería emocionarse sin decirle “andá emociónate”.
»Y esa es otra de las cosas que también me interesa de lo que convinimos en llamar crónica: en esta forma de periodismo uno le produce al lector la ilusión —no creo que sea más que una ilusión— de que él está eligiendo cómo reaccionar, qué pensar sobre eso. Digo que es una ilusión porque cuando uno lo hace más o menos bien está guiando muy fuertemente esa reacción. No nos engañemos, no creamos que somos hermanitas de la caridad desparramando la buena palabra por el mundo. Cuando uno escribe tiene intenciones más o menos fuertes según los casos y si le sale lo que está intentando produce determinado tipo de reacción en la respuesta del lector; pero la produce el lector, uno no le dice “esto es indignante”, hace que se indigne».
La siguiente inquietud del grupo fue como una queja sobre la tijera de los editores, sobre todo cuando el reportero trataba de incluir en su nota datos distintos, descripciones del lugar o de los personajes, cosas así. Según algunos talleristas muchos editores evitan esos datos por más de que estén sustentados en elementos informativos. A lo que Caparrós respondió:
«Sí. Eso es un problema que se plantea aquí en la Fundación todo el tiempo: da la sensación de que muchas de las cosas que hablamos están pensadas para un mundo feliz; de hecho, cuando la FNPI cumplió diez años hicieron una encuesta para saber cómo había funcionado el trabajo en ese tiempo. La trabajó un sociólogo brillante colombiano llamado Germán Rey y una de las cosas que más me sorprendieron es que más del 60 por ciento de los asistentes a los talleres de la FNPI habían cambiado de trabajo al año siguiente a su asistencia al taller; claro, uno viene acá y conversa, pero cuando regresa al medio te dicen: “Escribí las 25 líneas rapidito y no me rompás las bolas”. De todas maneras, creo que muchos de los elementos que discutimos aquí pueden servirles y usarlos en estos días, y pueden incorporarse en su trabajo diario en una práctica no tan extrema. Es decir, les pueden servir también para contar 25 líneas. Esperaría que así fuera».
«¿En este momento en que se están reduciendo los espacios de publicación, en qué medida se hace necesario la presencia de un cronista en el lugar de los hechos durante una o varias semanas, si a la postre lo que le importa al editor es el dato?», fue la siguiente pregunta del grupo.
«Pasa algo muy raro con esto de la crónica en los últimos cuatro o cinco años», dijo Caparrós, «ser cronista está de moda o, por lo menos, ocupa un lugar respetable o un lugar que da reconocimiento o una mínima admiración y salen artículos que hablan del tema, pero es pura paja. Eso no se condice con la presencia más o menos extensa de ese tipo de material en nuestros medios escritos. ¡Para nada! Hay como una especie de boom que es un ¡plop!: el estallido constante de una burbuja que se regenera todo el tiempo. No hay muchos espacios para eso. El editor se ha inventado una figura extrañísima que es el lector-no lector; por eso piensa que si se publica una crónica de unos 15 mil caracteres va a ser una piedra que hundirá el periódico hasta el fondo del océano. Entonces, hay muy poco espacio para publicar crónica y toca pelearlo mucho.
»Pero siempre ha sido así. Cumplí 35 años en el periodismo y siempre ha sido así. La única diferencia es que ahora está esta nube de pedos según la cual la crónica… la crónica…, pero la realidad sigue siendo más o menos la misma de antes. Siempre he tenido que pelear como un perro para que no me corten artículos y esa es una decisión que cada cual toma: en qué medida se va a pelear, en qué medida tiene ganas de pelearse por su crónica. Hacerlo o no es una decisión personal, pero si decide pelear por defender la idea de escribir crónicas lo más seguro es que le sobrevengan algunos problemas: quizás deba dejar algún trabajo, pelearse con el jefe, etcétera. Insisto, estamos hablando de algo que tiene mucho prestigio y muy poca realidad».
La siguiente preocupación del grupo fue por cuestiones metodológicas: el método de investigación o de recolección de datos, la búsqueda, la entrevista y la forma de acercarse al otro, el uso de libretas o de grabadora, entre varias más.
«Les voy a contar lo que yo hago, lo que a mí me sirve», comenzó Caparrós. «Mi trabajo de cronista consiste en buscar principios de la historia. Me veo como un cazador de principios, un buscador de principios. El principio de una historia tiene que ser esa situación, esa imagen, esa escena, ese croquis de un personaje que deje ganas de seguir leyendo. Como lector, me doy cuenta que un texto es bueno cuando al cabo de diez o quince minutos de leer digo: “Y a mí ¿por qué carajos me puede importar cómo se crían ovejas en Turkmenistán? Si llevo diez minutos leyendo sobre la cría de ovejas en Turkmenistán, digo: “Carajo, este tipo es bueno. Me está agarrando con algo que no me importa en absoluto”. Ese efecto comienza con el principio. Una frase, una pequeña escena, una imagen que hace que uno diga: “Acá hay algo. Voy a seguir”. La lectura de una crónica tiene que competir contra todos los estímulos que hay diariamente y la primera arma que uno tiene para pelear contra todos esos estímulos es el principio del texto. Por eso, digo que una de las bases del trabajo es salir a buscar principios.
»Suelo pensar que cuando encuentro un buen principio quedo contento, digamos aliviado; si encuentro otro y otro más, y al cabo tengo cinco o seis principios digo: “Bueno esto está empezando a funcionar”, porque significa que pueden ser reaperturas del texto. Creo que una crónica debe estar armada en unidades menores, capitulitos, que empiezan y terminan en un buen cierre. Entonces, esos principios que no usé para abrir la crónica, los uso para abrir los capitulitos.
»Ir y mirar mucho, de verdad mirar mucho. Estar atento a todo lo que hay alrededor. Es a lo que llamo la actitud del cazador: es esta sensación adrenalínica que de ahora en más todo lo que vea puede ser usado en mi favor, para mi relato. Estar trabajando en una crónica es estar en esa sensación en la que todo es posible de ser integrado, por lo tanto necesita que uno esté muy atento.
»Cuando uno recorre el camino que hay entre la casa y el trabajo, va desprevenido, lo ve todos los días, cree que conoce todos los detalles, no se pregunta por las cosas que ve porque le parecen obvias y esa es la actitud nuestra de casi todos los días. Pero cuando uno sale a hacer una crónica, entra en esa actitud del cazador en la que debe buscar por todos lados para encontrar cosas: “¿Por qué ese tacho termina diciendo ‘ado’? ¿Qué dirá del otro lado? ¿Será un tacho que dice ‘Sagrado’ y por tanto esas flores tienen un valor ceremonial?”… Qué se yo. Pero eso es la máquina funcionando, esa adrenalina, esa excitación es lo que a mí más me gusta de todo esto; esa excitación que hace que uno piense al otro día que todas las hipótesis que tiene son maravillosas, pero que van a desmentirse durante el resto de la semana. Trabajar en la crónica es desmentir todas mis hipótesis del primer día.
»En general, el periodismo descarta el escenario. Se centra en el personaje, en datos. Vas a ver a un ministro y lo que importa es el ministro. Aquí retomo lo que dije antes: si vas a ver a un ministro, la próxima vez puedes mirar al costado, escuchar cómo le habla al ordenanza, puedes ver lo que hace con la mano mientras habla. Debes tratar de escuchar lo que no se dice, de ver lo que no se muestra. De otra forma, uno se convierte en un escribano que sirve para hacer público lo que alguien con cierto poder quiere mostrar en un medio de comunicación.
»Mirar, escuchar, oler… ¿Por qué hay tan pocos olores en el periodismo, tan pocos sabores? La vida está llena de estímulos que uno debería poder reproducir en el periodismo.
»Y después, la forma de contactarse con la demás gente. Finalmente — fatalmente—, uno termina por vaciar mucho de lo que hace en diálogos, encuentros, charlas. A mí no me gustan mucho estas entrevistas de confrontación; me gusta lo contrario, hacer que la persona con la que hablo se sienta lo más cómoda posible, que me cuente largamente las cosas que yo sé que me quiere contar, aunque me esté aburriendo y que no necesariamente voy a usar, pero así se va armando un pequeño espacio de entendimiento.
»Cuando alguien te está diciendo algo que te importa mucho, hay que poner toda la atención y ver cómo vas a seguir y cómo no la vas a cagar y cómo vas a hacer una pregunta que tome en cuenta todo eso. Pero hay ratos en que te están diciendo cosas que no te sirven para nada, que no las vas a usar, que no te interesan. Ese es el momento de mirar a la persona, de armar la descripción, de ver qué te interesa: las manos, el escote, la corbata, los anteojos, la mueca que hace con la comisura de los labios hacia abajo. Es el momento de trabajar en la imagen.
»En esas situaciones otra cosa que me resulta bastante es el silencio. Me gusta escuchar mucho, hacer las preguntas más simples que en general son las más difíciles de contestar; me gusta dar tiempo para que hablen y me gustan los silencios después de que han terminado de responder. Cuando alguien termina de hablar, nos precipitamos a hacer la siguiente pregunta, como para que no parezca que no tenemos nada más qué preguntar. Pero si mantenemos el silencio, tendremos resultados sorprendentes. La gente no soporta el silencio. Admiro la gente que, entrevistada, hace un punto final y se calla la boca y te podés quedar dos minutos en silencio y el otro se va a quedar callado. Pero el 98 por ciento no se queda en silencio. Si hace un punto y vos te quedás callado, al cabo de unos segundos sigue diciendo las cosas que no necesariamente tenía preparadas para decir. Primero te lanzó todo lo que ya sabía, lo que estaba dispuesto a declarar. En el momento del pos silencio empieza a improvisar.
»Una entrevista es una situación delirante, un absurdo, un aborto de la cultura. Es una situación muy rara en la que uno tiene patente de corso para preguntar cosas que generalmente no le pregunta a nadie, entonces hay que aprovecharla creando esta ficción que es la sensación de intimidad; probablemente, cuanto más podamos incrementar esa sensación de intimidad, más útil nos sea».
Sobre este punto, un tallerista comentó que su problema tenía que ver con propiciar ese ambiente de intimidad, de resolver la situación con una buena forma para romper el hielo. Caparrós explicó:
«Lo que hago es preguntarle cosas muy sencillas: dónde nació, su procedencia, quiénes eran sus padres, qué recuerdos tiene de cuando era chiquito, etcétera. Empiezo con algo muy lejano, muy tranquilo, donde no haya ninguna tensión en juego. Es cierto que hacerlo así implica perder tiempo porque después no vas a hablar mucho de sus padres —o quizás sí—.
»Otra cosa que no dije antes —cuando me refería a los momentos en que alguien nos está contando algo que no necesariamente nos interesa— es la sorpresa. Muchas veces es en esos momentos cuando aparece algo que uno no estaba buscando porque no sabía que podía buscar, porque no sabía que existía y de pronto ese dato te sorprende y uno dice “esto es lo mejor”. Hace muy poco estaba entrevistando a una chica pescadora filipina y la conversación estaba aburridísima, además era con intérprete y se hacía muy lento, hasta que le pregunté qué quería hacer en la vida y respondió “Soldado”, a partir de allí todo cambió y llegué por azar absoluto. Entonces, en esos momentos en que uno está perdiendo el tiempo pueden llegar a ser momentos decisivos, por eso siempre hay que tener tiempo para perder, porque sino uno va a lo que ya sabía se vuelve como el turista que compra la postal del lugar al que ya viajó».
Lo último que Caparrós explicó sobre su método fue el guión. «Desde el primer día que me meto en el tema, trato de armar un guión: “Necesito un personaje diciendo tal cosa, luego los datos sobre tal otra, después una escena en la que fulano haga tal cosa…”. Ese guión lo voy revisando permanentemente porque mi idea inicial seguramente cambia mientras sigo en el tema. Ese guión me tranquiliza mucho porque te permite saber qué necesitás, a dónde hay que ir, qué personajes buscás y eso te va dando la idea sobre qué más hay qué conseguir».
Antes de terminar esta charla teórica, el grupo le preguntó si tomaba notas o grababa audios. El maestro respondió:
«Escribo. No tomo notas. Voy redactando. Las notas que tomo ya están escritas, después le hago alguna corrección. El trabajo que hago después es de edición, pero en el sentido cinematográfico de la edición: veo las distintas escenas que tengo que ir poniendo una detrás de la otra, pongo lo que yo llamo tejido conectivo entre las escenas que es lo que necesito para hilvanar y que no había escrito antes.
»También escribo algo en medio del escenario. Si lo hacen les va a quedar mucho mejor. Unos quince minutos, se apartan y narran lo que están viendo. Les va a quedar mucho mejor porque lo tienen ahí.
»Una cosa que no he podido entender es por qué los periodistas creen que citar a alguien es traducir lo que dijo esa persona al idioma periodistic —habría que poner un nombre—. ¡Traducen! Son intérpretes simultáneos. Y me parece increíble porque tan informativo como lo que dice alguien es la forma en que lo dice: las palabras que dice, la cadencia con que lo dice, las construcciones gramaticales que usa. A veces me cabreo mucho cuando me entrevistan y me descubro diciendo palabras que yo sé que no digo. Ya estoy grande y he trabajado un par de meses con las palabras y sé que hay palabras que decido no decir, y me encuentro con que hay entrevistas en que salgo diciendo: “No obstante”, y yo no digo no obstante. Entonces si hay que reproducir lo que digo, no pueden poner no obstante. Esto, en serio, me parece una parte decisiva de la información y del relato que uno está ofreciendo que lo que dicen los personajes sea lo que dicen los personajes, incluso con las dilaciones; pero a los periodistas les molesta mucho que una frase no termine correctamente y que de vueltas y que de pronto quede inconclusa y haya que retomarla de otra manera y siempre emprolijan; para los periodistas la gente habla como el director de la real academia, pero la real academia de la truchada, porque por lo general como los periodistas hablan muy mal, el idioma que le conceden a la gente que entrevistan es bastante malo, pero es supuestamente correcto.
»Aquí se abren una cantidad de cosas. La última que acabo de recordar es lo que yo llamo la plaga de las segundas palabras. El que yo llamo periodistic escribe mucho con las segundas palabras. Llamo segundas palabras a esas que uno escribe cuando ya se le ocurrió otra pero le parece que no es suficientemente elegante. Cuando se le ocurrió “Hospital” y escribe “Nosocomio”; cuando se le ocurrió “Murió” y dice “Falleció”. Cuando ha dicho varias veces la palabra “Dice” y empieza a usar “Asevera”, “Afirma”, “Expresa”, que además cada una es distinta. El idioma no es idiota, no es que tenga 28 palabras distintas para decir siempre lo mismo, tiene 28 palabras distintas porque cada una tiene un matiz. Entonces cuando alguien dice, dice. Cuando alguien asevera, asevera. No es lo mismo decir que aseverar, son acciones diferentes. Esto es la plaga de las segundas palabras, que hace que el periodistic, el idioma este de mierda, sea como una especie de monumento a la cursilería, y nos creemos más cultos y elegantes porque sabemos cuatro sinónimos. Y no es cierto que un texto sea más bonito cuando no se repite una palabra. Un texto es más bonito cuando cada palabra dice lo que quiere decir, cosa que por supuesto no nos sucede nunca, nunca nadie es capaz de llegar a eso, pero acerquémonos lo más posible a eso. Lo que implica usar la palabra que corresponde en cada momento».
Con estas palabras terminó la charla. En lo que restó del día, la tarde y la noche, los talleristas dedicaron su tiempo a la reportería de su crónica.
DÍAS TRES, CUATRO Y CINCO: Fueron días de completa reportería y escritura. Así mismo, el maestro quedó a disposición del grupo y recibió preguntas o inquietudes de uno y otro, que vinieron a vaciarse en breves sesiones grupales: el martes en horas de la tarde, otra más el miércoles en la mañana y la del jueves en horas de la tarde. La diferencia con las sesiones anteriores fue que Caparrós pidió que los talleristas hablaran de su experiencia y de lo que ellos creían de su oficio. De aquel cruce de opiniones quedaron las siguientes conclusiones:
-En la crónica cabe todo. La pregunta ¿cabe en la crónica? No cabe. Lo interesante es buscar qué más cabe en la crónica. Y no qué no cabe. Lo que no se justifica es que quede mal hecho; todo es posible incluir en una crónica siempre y cuando quede bien hecho.
-Ser condescendiente con el lector, en el sentido de creer que el autor debe pensar la escritura teniendo en cuenta la tontería del lector, puede ser un error. Es una falta de respeto por el lector. Una actitud respetuosa con el lector es estar seguro de que es mucho más inteligente que el autor; que el autor debe exigirse mucho para llegar al nivel que el lector exige. Es mejor estar convencido de que lo que se va a escribir llegará a un público que es muy difícil de satisfacer porque tienen grandes y justificadas expectativas. Si el periodista cree que hace un texto para idiotas, su trabajo cada vez será más idiota.
-Cuando el cronista se concentra en la historia, empieza a aparecer la historia. Si el cronista está pendiente de dos historias, es como si estuviera pendiente de cuál le salta al cuello. Es mejor dedicarse a una historia y trabajar la hipótesis. De todos modos, nadie puede estar seguro de que va a funcionar bien lo que está haciendo, intentarlo hace parte del oficio. Pero sí es mucho mejor jugar las fichas a una historia en concreto y ver qué pasa.
-Es mucho más fácil contar una historia extraordinaria, que una ordinaria. Ante lo habitual hay que aguzar mucho más el instinto para descifrar qué es lo que vale la pena ser contado. Esa es la decisión básica: decidir hacia dónde mirar, dónde se pone el foco de la mirada. Muchas crónicas que hubieran podido ser buenas se dañan porque el cronista miró, justo, al lado. Hay que confiar en el instinto. Pensar que si algo le llama la atención es probable que le llame la atención a otros.
-Las cifras y los datos duros son necesarios porque dan la impresión de cosas concretas dentro de la crónica. En muchas ocasiones, es conveniente tener conocimiento de datos duros sobre el tema antes de ir al trabajo de campo porque pueden ser una guía. En otras, puede no ser conveniente puesto que tientan prejuicios que pueden desviar el foco del cronista.
-El tono se construye deliberadamente, no por azar. El tono se encuentra en otros tonos. Para descubrir el tono de cada uno es conveniente preguntarse: ¿Cómo escribo? ¿Qué hago cuando escribo? ¿En qué estoy pensando al componer oraciones?
-El oficio del cronista es elegir palabras. Cuál palabra es más precisa y apropiada para cada caso. El cronista debe saber qué palabras siente propias, cuáles le gusta usar y cuáles no. Y si decide usar una palabra que no usa nunca es porque significa algo especial. Es necesario que el cronista tenga la posibilidad de decidir sobre las palabras que usa.
-El primer o los dos primeros párrafos son muy importantes y no sólo porque son el gancho para que el lector siga en la crónica, sino porque le dicen al lector: “Te voy a contar esta historia más o menos de esta manera”. Es decir, en tal tono. Lo que sigue de ahí en adelante es copiarse a sí mismo, copiar la forma en que narró esas primeras oraciones a lo largo de todo el texto.
-Lo ideal de un texto sería si cada una de las palabras que lo compone es absolutamente necesaria, caso en que si una de esas palabras no estuviera debería notarse que hace falta.
-En un punto, el trabajo del cronista consiste en quitar de un texto todo lo que le sobra. Algo que no es fácil porque, como autor, el cronista tiende a enamorarse de sus propias palabras y de las escenas que construye.
-Escribir en un dialecto común latinoamericano, en un dialecto neutro, puede llegar a ser una especie de pastiche inverosímil que no es neutro ni es otra cosa. Escribir es bucear en las riquezas del propio idioma. Esta discusión surge mucho ahora porque hay algunos medios que se leen en varios países de América Latina y sus editores buscan que no haya palabras inentendibles, que cada palabra usada sea común al continente. Pero tampoco hay nada que sea tan críptico.
-Hay dos temas distintos: uno, qué hace uno con las palabras propias; otro, qué hace uno con las palabras del lugar. Con las propias Caparrós es partidario de no intentar la neutralización. Con las del lugar, dijo: «Si uno puede dejar claro a qué se refiere sin necesidad de pararse en un banquito y hacer señales, mejor. Con un poco de astucia pueden ponerse en un contexto, en una frase en que se expliquen por sí solas».
-Lo único que enseña a escribir es leer. La lectura es como un cronista se entrena, es la forma en que se absorbe las palabras, los ritmos, las estructuras que uno va usar.
-Es un privilegio extraordinario tener una profesión como la nuestra en la que los demás piensan que vale la pena hablar con vos, contarte qué piensan y cómo ha sido su vida.
DÍA SEIS: jornada final. La cosa fue más o menos así: cada autor presentó lo que escribió. Unos alcanzaron toda la crónica; otros, apartes. Luego, el grupo leyó texto a texto y cada uno recibió cuestionamientos y sugerencias, incluso loas. Caparrós siempre medió en esos comentarios. En ocasiones, se detuvo en detalles de la construcción de la historia, de la escritura, del uso de las palabras; en otras, explicó lo que él hacía o había hechos en casos parecidos. De esta jornada final salieron las siguientes conclusiones:
-Muchas veces uno se deja hablar por el lenguaje y particularmente por sus lugares más comunes, que son los más humillantes. Y eso pasa todo el tiempo: los lugares comunes son comunes porque uno los tiene establecidos en la lectura y en la escritura. Hay que tener cuidado con esas formas hechas del lenguaje porque cuando se usan terminan por hacer decir al autor cosas que no quería decir.
-Muchas veces pasa que uno pone palabras sin darse cuenta que no agregan nada. Hay que preguntarse si las palabras que uno pone dicen lo que uno quiere decir. Y para preguntarse eso se necesita tiempo.
-La mayoría de los periodistas tienen ese tic de esperar hasta el último momento para escribir lo que tienen que escribir. Aun cuando tenga diez días para terminar minutos antes del cierre. Y eso explica ciertas cosas: el estado módicamente calamitoso de nuestra prensa. Cuando se termina el texto días antes de la entrega, puede tener el tiempo para leerlo después, para leerlo con distancia. Ese tiempo es necesario para darse cuenta si lo que escribió estaba bien. No hacerlo atienta contra la calidad de la prosa.
-Una crónica está hecha de diferentes planos, hablando en términos cinematográficos: planos cortos donde la historia de alguien te interesa particularmente, planos generales donde la narración es panorámica y planos medios donde ni se llega completamente al detalle ni se es panorámico del todo.
-Una de las revisiones básicas que el cronista debe hacer es la de verificar los tiempos verbales para homogeneizarlos y lograr la coherencia que deben tener.
-Es sorprendente la cantidad de comas que se inmiscuyen entre los sujetos y los verbos. La coma no es una pausa para respirar. Ese es el error con las comas. Las comas son signos de puntuación que tienen que ver con la arquitectura de un texto e importan sobre el significado del texto, no sobre el sonido.
-Los adjetivos son palabras tramposas. Una de sus triquiñuelas se nota cuando a un sustantivo se aplican dos adjetivos que se contradicen entre sí, o redundan. Los adjetivos o van a distintas cualidades y se complementan; si no, con uno alcanza. Pero cuando se usan dos para lo mismo y uno es muy fuerte y el otro débil causa un efecto contradictorio. Otra triquiñuela es cuando se adverbian adjetivos absolutos. Por ejemplo: «Muy perfecto», «Poco perfecto», «Bastante perfecto», perfecto es perfecto, después de lograda la perfección no es posible seguir perfeccionándose.
-Para hacer avanzar el relato, para que se vean acciones en el relato, se usan los verbos. En un relato no siempre se tiene que avanzar, pero hay momentos en que sí, en que el personaje y la historia se tienen que mover y para eso están los verbos.
Este taller se despidió con una sesión en la que los reporteros gráficos liderados por León Darío Peláez mostraron en archivo de power point las mejores imágenes que tomaron de cada una de las historias. Acompañaron al grupo algunos periodistas de la ciudad, el asesor cultural Juan Diego Mejía y personas que apoyaron el taller en detalles variados.
La FNPI dio quince días para que cada cronista diera punto final a la crónica o a lo que logró durante el taller, para optar por un lugar en el libro ¡Que viva la fiesta!