La eliminación del segundo jefe de las FARC, Alfonso Cano, a los tres años de la desaparición por muerte natural del fundador del grupo terrorista, Manuel Marulanda, tiene una gran importancia material, pero es aún mayor su carácter simbólico. Eso no debe hacernos perder de vista, sin embargo, que la supervivencia de la fuerza subversiva, sigue constituyendo una grave amenaza para el futuro de Colombia, pero por todo lo que oculta mucho más que por el daño que todavía sea capaz de infligir al país. Las cifras oficiales, probablemente dignas de crédito, pintan una realidad francamente negativa para la organización. Tan solo en el último año, casi con precisión el de la presidencia de Juan Manuel Santos, 1.400 guerrilleros han sido capturados, una cifra similar ha abandonado las armas, y más de 350 han muerto en acción de guerra. No parece que haya más de 10.000 efectivos en las filas de las FARC, y si se descuentan auxiliares, logística y demás, el número de guerrilleros en activo que pueda simultáneamente empuñar las armas sería el menor que jamás haya habido desde la fundación de tan criminal empresa en 1966. Por supuesto que aunque sean menos que nunca, la muerte de su segundo líder histórico, debería impulsar a las FARC a tratar de demostrar que posee suficiente capacidad operativa, dando algún golpe que quiera ser de efecto, por lo que hay que estar preparados para escuchar de nuevo lo de que la guerrilla no está liquidada ni mucho menos. Y será verdad. Lo que ocurre, y ese me parece el daño más duradero que las FARC hayan podido hacer a Colombia, es que su pelea en lo profundo del bosque con frecuencia no ha dejado ver los árboles, como si solo existiera la guerrilla, suma y compendio de todos los problemas del país. El programa del presidente Uribe, y quizá era comprensible que fuera así en ese momento, se resumía en la liquidación del enemigo emboscado. Terminada la guerrilla, decía la música de la letra, comenzará el futuro. Y, desde luego, es cierto que el futuro será muy distinto con las FARC o sin ellas. Pero, quizá, no hay que esperar a que muera de muerte natural o en combate el último guerrillero para empezar a pensar globalmente Colombia, incluso como si las FARC nunca hubieran existido. Y eso es lo que parece tener en la cabeza el presidente Santos, y tal como se lo oír expresar un día a Noemí Sanín, en su tiempo brillante embajadora en Madrid. En Colombia sobran peajes burocráticos de todo tipo, oscuridad en el funcionamiento de la administración, desatención al consumidor, reglas y normas y papeleo por todas partes -en España también abundan, porque como escribe Fernando Vallejo, de tal madre, tal hija- que hacen la vida del ciudadano medio innecesariamente laberíntica. Colombia es un mercado de vendedores mucho más que de compradores, aquel donde el mercado se rige mucho más por la ley de la oferta que de la demanda, y ya se sabe que la oferta la controlan siempre unos pocos. Si en Francia, Italia o Gran Bretaña, cada una de estas naciones con algo más de 60 millones de habitantes, entendemos por elite el número de personas con capacidad normativa, bien sea legal o de facto, en todos los órdenes de la vida, político, cultural, económico, deportivo, y de mores en general, tendremos que el número de sus integrantes difícilmente bajará de unos cientos de miles de individuos, quizá el 0,5% de la población. Y ese es un número intrínsecamente democrático porque es imposible poner de acuerdo a una ciudad de mediano tamaño como constituirían todos sus miembros. La democracia, por tanto, se puede entender como la capacidad de arbitraje de aquellos que para esa función hayan sido elegidos, entre esa mediana multitud. Y en una ocasión planteándole esa misma cuestión a un indiscutible miembro de la elite colombiana, y aventurando yo la cifra de 25.000 integrantes, me respondió sardónico que a lo sumo 3.000. Sea como fuere, una y otra cifra son también intrínsecamente oligárquicas. Y ese es, en mi opinión, el absceso que hay que sajar. Aunque nadie dice que eso suponga la solución directa del problema, el reasentamiento de cientos de miles de familias campesinas en lo que un día fueron sus tierras, recuperadas de los maleantes que les despojaron de ellas, cambiaría la faz del país. Por lo pronto, algo equilibraría el mercado de vendedores y compradores, aumentando considerablemente el número de actores autónomos, que incidiría en toda la cadena de producción, y no únicamente en el producto de la tierra que comercializaran. El esfuerzo de la hora, en un momento en que es posible que se atisbe ya el final del túnel en el conflicto colombiano, ha de ser el de la modernización del país, que es lo mismo que decir su ensanchamiento. Una opinión pública tan numerosa como vigorosa y persuadida de cuáles son sus derechos, se halla en la base misma de esa tarea. Hay 45 millones de colombianos, pero no todos son todavía ciudadanos, por desatención de las autoridades o explotación de sus con-nacionales. La tarea presidencial hoy podría ser, por ello, no solo acabar con las FARC, sino nacionalizar el país hasta el último colombiano. Ese podría ser el epitafio para Alfonso Cano. Texto originalmente publicado en El Espectador el 9 de noviembre de 2011. Ver la publicación