Taller de Periodismo y Literatura con Héctor Abad

Taller de Periodismo y Literatura con Héctor Abad

En esta nueva edición de los talleres de Periodismo y Literatura de la FNPI, que la fundación organiza desde 2002 en homenaje a Eligio García Márquez, el maestro –Héctor Abad- enseñó a los 14 talleristas de Venezuela, Colombia, Puerto Rico, Panamá, México, Perú, Argentina y Ecuador, herramientas diversas de la escritura, muchas inspiradas en la poesía, que pueden enriquecer la experiencia de contar historias en el papel. El taller fue prolijo en ejercicios, a partir de cuyos resultados el maestro repartió valiosas lecciones.

Que las palabras tengan la fuerza de la vida

Séptima edición del taller de Periodismo y Literatura. Caracas, 2009

 

Organizadores: Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, Fundación para la Cultura Urbana y Corporación Andina de Fomento.

 

Relatoría:  Sandra Lafuente Portillo

Corrección de estilo: Jairo Echeverri García

 

Maestro: Héctor Abad Faciolince

 

Nació en Medellín, Colombia en 1958. Es novelista, ensayista, columnista, periodista, editor, traductor -Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Gesualdo Bufalino, Umberto Eco, Italo Calvino, Leonardo Sciascia- y librero -tiene un negocio de libros antiguos-. En su ciudad natal hizo estudios de medicina, filosofía y periodismo pero no los culminó. Se licenció en lenguas y literaturas modernas en la Universidad de Turín. Fue reportero del diario El Mundo durante un año pero ha estado más cerca del periodismo desde su oficio de columnista de las revistas Semana, Cromos, Cambio, El Malpensante y de los diarios El Colombiano, El Nacional de Caracas y El Espectador, del que es ahora asesor editorial. 

 

Dirigió y editó la Revista Universidad de Antioquia y la Colección Celeste de literatura de la editorial de esa universidad. Fue director del Fondo Editorial de la Universidad EAFIT.

 

Entre sus libros se encuentran: Asuntos de un hidalgo disoluto -1994-,

Tratado de culinaria para mujeres tristes -1997-, Fragmentos de amor furtivo -

1999-, Basura -2000-, Palabras sueltas -2002-, Oriente empieza en El Cairo 2002-, Angosta -2003-, El olvido que seremos -2005- – con más de veinte ediciones –,  El amanecer de un marido -2008- y Traiciones de la memoria 2009-. Algunas de sus obras han sido traducidas al inglés, italiano, alemán, portugués y griego. 

 

Abad también ha sido tallerista de la FNPI y prejurado del Premio Nuevo

Periodismo CEMEX+FNPI. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de

Cuento en 1981, una Beca Nacional de Novela en 1994, dos Premios Simón Bolívar de Periodismo, en 1998 y 2006, un Primer Premio Casa de América de Narrativa Innovadora en 2000, en España, y en abril de 2005 le otorgaron en China el premio a la mejor novela extranjera del año por Angosta

 

Introducción

 

En esta nueva edición de los talleres de Periodismo y Literatura de la FNPI, que la fundación organiza desde 2002 en homenaje a Eligio García Márquez, el maestro –Héctor Abad- enseñó a los 14 talleristas de Venezuela, Colombia, Puerto Rico, Panamá, México, Perú, Argentina y Ecuador, herramientas diversas de la escritura, muchas inspiradas en la poesía, que pueden enriquecer la experiencia de contar historias en el papel. El taller fue prolijo en ejercicios, a partir de cuyos resultados el maestro repartió valiosas lecciones.

 

Palabras clave: poesía, escritura, rezo, personajes, intimidad, columnas, opinión

 

“No sé bien cómo empezar”, deja caer el maestro el día uno. Es la primera vez que Héctor Abad Faciolince conduce un taller presencial. No le gusta dar clases, dice. Le aterra la idea de ser el centro de atención, tiene miedo escénico… dice que está nervioso. No lo parecerá nunca durante estos cuatro días, siempre mantiene su compostura, pero él está convencido de lo contrario. 

 

Comienza entonces el maestro a hablar acerca de una técnica que dice recomendaban los retóricos antiguos, la captatio benevolentiae. Después, nos regala a todos un libro suyo con poco éxito en el mercado, Oriente empieza en El Cairo[1], una obra que publicó en 2002 y que sólo vendió “117 ejemplares”. La casa editorial Random House Mondadori los envió a él y a otros escritores latinoamericanos a recorrer el mundo e ir a una ciudad en la que no hubieran vivido antes para hacer la colección Año 0. Héctor Abad escogió la capital de Egipto, donde pasó dos meses y a partir de allí escribió esa crónica de viajes que se vendió muy poco. 

 

La editorial iba a destruir los libros de la devolución, pero él pagó el flete para que, en cambio, lo llevaran a su casa en Medellín. “La experiencia del fracaso es fundamental en cualquier ser humano y en un escritor, mucho. La vida está hecha de fracasos”, diría en alguna otra hora de estas jornadas. Efectivo. El maestro capta la benevolencia de su auditorio con una entrada seductora: diciendo que no sabía por dónde comenzar y regalando libros suyos que guardaba en el sótano. “Ese es el primer problema que uno tiene como periodista y como escritor: cómo empezar una historia”.

 

El rezo

 

Más tarde, Abad Faciolince ensaya otro inicio sugestivo para que la audiencia quiera quedarse el resto del taller, de la misma forma que el lector ha de tener ganas indomables de no dejar el texto hasta el punto final con los buenos títulos y primeros párrafos.

 

Ese otro comienzo es una oración, “el rezo”, lo llama. En vez de plegaria… poesía: versos en castellano de Antonio Machado, Francisco de Quevedo, Jaime Gil de Biedma, Jorge Luis Borges, que recita de memoria, y una traducción personal que lee del famoso poema “Ítaca” -1911-, de Constantino

Cavafis. Abad los reza siempre en los aviones y los trae aquí porque “hablan de la literatura, de la vida y en el fondo también del periodismo”. Con ellos, en adelante, inaugurará las jornadas.

 

“La poesía es el alcaloide de la literatura”, dice. El resto de este taller tendrá esa impronta. Cada vez que pueda, Abad lo remarcará: “lean a los poetas de su propia lengua y de su propio país, la poesía es lo que más nos puede educar para el uso del lenguaje de la manera más estética posible”. 

 

Sabe esperar, aguarda que la marea suba, así en la costa un barco, sin que el partir te inquiete. Todo el que aguarda sabe que la victoria es suya porque la vida es larga y el arte es un juguete. Y si la vida es corta, y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera

que el arte es largo y, además, no importa.[2]

 

"El arte es un juguete, la literatura es un juguete, el periodismo también es un juguete, es largo y es muy difícil. Yo espero que juguemos un poquito con las palabras, a los periodistas no les queda casi tiempo de jugar con las palabras", remata.

 

Uno de los recursos lúdicos que muestra a los talleristas es la métrica en los títulos. “De las cosas que más me han servido a mí en la vida es saber algo de métrica”, dice el maestro. Él está convencido de que los títulos que mejor funcionan, porque es más fácil recordarlos, tienen la medida de los octosílabos -los versos de los romances-, endecasílabos -los sonetos- o heptasílabos -alejandrinos-, “los versos más afines a la lengua castellana” afirma.

 

Por ejemplo: El/ ol/vi/do/que/se/re/mos -su libro más exitoso- tiene ocho sílabas. Cien/a/ños/de/so/le/dad tiene siete pero el acento en la última sílaba lo convierte en octosílabo según la métrica española, dice Abad. El/a/mor/en/los/tiem/pos/del/có/le/ra tiene once.

 

De paso, el maestro llama a desterrar ciertas comillas en los titulares. “Poner comillas en una palabra del título es como explicar los chistes. Es un vicio  muy común en los periódicos, pero a mí me parece detestable”. Tampoco aconseja los títulos que parodian otros famosos de libros o películas, por ejemplo: Crónica de una muerte anunciada

 

Otro recurso para jugar con las palabras y atrapar desde las primeras frases –y vuelve a la Retórica– es la aliteración, la repetición de sonidos, sobre todo al principio de las palabras, en este caso la ele, la ese, la té:

 

Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three stops down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee.Ta[3]

 

Lolita empieza con métodos puramente poéticos. Eso produce algo en la mente, la eufonía es importante, los escritores lo saben y quienes mejor lo saben no son los escritores de ficción, no son los cronistas, sino los que usan el género literario que es el alcaloide de la literatura”.  

 

Abad Faciolince también lee en voz alta las formas rítmicas[4] de los primeros párrafos de cinco novelas de Gabriel García Márquez, como en El otoño del patriarca:

 

“Durante el fin de semana los gallinazos se metieron por los balcones de la casa presidencial, destrozaron a picotazos las mallas de alambre de las ventanas y removieron con sus alas el tiempo estancado en el interior, y en la madrugada del lunes la ciudad despertó de su letargo de siglos con una tibia y tierna brisa de muerto grande y de podrida grandeza.”

 

El maestro descubre que Gabo usa la muerte como constante en los principios de esos libros, enganche infalible. “Ese no es el único método para empezar, hay muchísimos, pero hay que empezar bien, con algo que deje a los lectores patidifusos, porque hay muchas noticias, muchas páginas de internet, muchos cronistas en los periódicos. Que lo lean a uno hasta el final  es lo que uno pretende. Eso se logra practicando, haciendo, repitiendo, puliendo”.

 

Teniendo en cuenta lo anterior, el primer ejercicio asignado a los talleristas es reescribir los comienzos y los títulos de las crónicas que trajeron. Esta actividad resultó con que todos mejoraron.

 

Lo que pasa en la calle

 

La claridad en los textos, literarios o periodísticos, es otra máxima que el maestro machaca durante este laboratorio, que con las horas se va convirtiendo en un taller de escritura.

 

Como a Abad le fascinan las citas y sabe también muchas de memoria, – aunque en un conversatorio en estos días en Caracas hubiera dicho que su pasado es un vacío porque tiene “pésima” memoria–, vuelve a Machado, a Juan de Mairena:

 

–Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”.

El alumno escribe lo que se le dicta.

–Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.

El alumno, después de meditar, escribe: “Lo que pasa en la calle”[5].

 

“Siempre acuérdense de poner ‘lo que pasa en la calle’ –recalca Abad–. El lenguaje sencillo, tan despreciado, es el mejor, es el más poetico y es el más claro. No conviene usar palabras raras casi nunca, salvo que el personaje las use. No conviene hablar como los políticos o burócratas, que nunca hablan el lenguaje literario o de los periodistas; citarlos es muy bueno, con todas sus carajadas, pero en citas que los retraten. El periodista no debe copiar de ellos sus vicios”.

 

El maestro procura otras lecciones a los talleristas sobre la claridad en la escritura periodística en particular, para él “un acto de generosidad con el lector, un ejercicio humilde”:

 

  • Sólo para crear curiosidad, y muy brevemente, debe un texto dar la impresion de estar perdido y en la oscuridad. 

  • “Los problemas, en todas las situaciones vitales y también en el periodismo, hay que ponerlos de frente y más con el lector de prensa, “que no tiene mucha paciencia para tratar de armar un rompecabezas o descifrar un jeroglífico”. 

  • “Cuando uno tiene miedo de contar algo usa palabras raras, rebuscadas. Cuando uno no quiere ir al asunto se refugia en palabras que uno tiene que pensar dos veces qué quieren decir”.

  • No tengamos miedo a repetir palabras, sobre todo sin son sustantivos. “Si alguien tiene un cuchillo y acuchilla a alguien, ese cuchillo tiene que seguir siendo cuchillo en el mismo párrafo. Los sinónimos casi nunca son sinónimos”.

  • “Hay una manera muy buena de entender qué es la sintaxis: pensando en un semáforo. La del semáforo es rojo-amarillo-verde-amarillo- rojo. Hay una imposible: rojo-amarillo-rojo. Una posible: amarillo-amarillo- amarillo, por la noche tarde”.

 

Por eso, aunque defensor del lenguaje poético, Abad dice que el abuso de él atenta contra la simpleza de los textos periodísticos, sobre todo los que son breves. La falta de equilibrio entre el lenguaje literario y el de los informes de prensa espantará al lector. Repasa con sus talleristas la séptima tesis de su texto “Trece tesis sobre el periodismo y la literatura”, que está en su libro Las formas de la pereza[6]:

El problema con el periodismo literario reside en la cantidad de recursos estilísticos o narrativos que puede usar un periodista sin resultar inútilmente farragoso. Cuando la guerrilla secuestra a una niña o cuando los paramilitares pasan a un campesino por la motosierra, los hechos por sí solos bastan para capturar la atención. Como el lector sabe que leerá algo que es verdad, no es necesario que el periodista recurra a estrategias de verosimilitud. A un escritor de ficciones le conviene ser muy preciso y muy exacto para que su invención sea creída: al contar un asesinato dirá cómo era la mancha de óxido en el cuchillo del asesino; hablará del gesto de su rostro, de su psicología; dará la hora del día o de la noche en que ocurrieron los hechos. Esos mismos detalles quizá le convengan también al periodista, pero si no los sabe puede omitirlos y su narración seguirá siendo creída. En la prosa divulgativa, y más todavía en la prosa periodística, la atención se centra en los hechos y menos en el verbo. 

Todo lo contrario ocurre en el arte verbal -cuya mayor decantación se halla en la poesía, pero también en las formas más elaboradas de cuento o de novela-, donde la atención está más centrada en el verbo que en los hechos, donde la expresión se debe acomodar al contenido, y no viceversa, como ocurre en el periodismo, donde no se busca la palabra justa -por su sonoridad o su carga evocativa-, sino la palabra exacta. 

En literatura importa mucho el ritmo fónico y el ritmo semático, es decir, el uso estético del lenguaje. Así como es posible dañar un chiste, según como se cuente, también es muy posible dañar una idea literaria, según como se la exprese, o según cómo se dosifique la información. La única forma en que se puede dañar una noticia es mintiendo o cometiendo errores crasos de redacción. El periodismo, cuando usa dosis excesivas de recursos literarios, se vuelve irremediablemente amanerado. Como una pareja que llega de corbata y de vestido largo a una marranada. 

Pero hay que decir algo más: La narrativa no consiste solamente en escribir bonito; tampoco todos los recursos retóricos son meros adornos; consiste sobre todo en la capacidad de construir un mundo. Algo que funcione como mundo alternativo a este mundo nuestro. En cambio el mundo del periodismo ya existe, ya está construido.

Los personajes

 

Abad Faciolince plantea un breve debate sobre los límites del periodista en la intromisión en la vida privada de sus personajes. La tesis cinco de sus “Trece tesis…” es el punto de partida:

 

En ciertos órdenes de la vida humana el periodismo está condenado a no ahondar, es decir, a ser superficial. Es normal que todos los seres humanos queramos mantener celados algunos aspectos de nuestra propia vida y el periodista no debe -ni muchas veces puede- meterse en las profundidades de los demás. Hay cosas que el entrevistado -y tiene razón en hacerlo- no revelará jamás. Y esto porque a quienes estamos vivos -salvo extraños casos de extremo exhibicionismo- no nos gusta, por ejemplo, que se ventilen en público los asuntos de nuestra vida sentimental, nuestras debilidades de carácter, nuestros vicios o enfermedades, o nuestras costumbres en la cama. 

 

La literatura entra a suplir -con la invención o con la biografía camuflada de ficción, con la mezcla de realidad y fantasía, con el desplazamiento de la persona real al personaje inventado- este vacío. La ficción se mete, por decirlo así, en el alma de un personaje inventado, pero esa alma humana está diseñada a imagen y semejanza de las almas humanas reales que la sensibilidad, la inteligencia, y la instrospección del escritor conoce. La literatura revela lo que el periodismo legítimamente no puede revelar sin cometer faltas contra la intimidad de los vivos. 

 

Decir en una comedia que Harpagón es avaro, es deleitoso; decir en un periódico que Julio Mario Santodomingo es avariento, es injurioso. La literatura, así, está emparentada con la confesión íntima, con el chisme, con la infidencia, con el ojo en la cerradura, con el interrogatorio carcelario o psicológico, con el diagnóstico, con la meditación, con el examen de conciencia, con la confesión, con la sesión psicoanalítica, con el desahogo. 

 

Pero un cura comete sacrilegio al revelar lo que oye en el confesionario y un médico rompe el juramento hipocrático si cuenta lo que le cuentan en el consultorio. Un escritor de ficciones puede revelar impunemente lo más personal y lo más íntimo: enfermedad, locura, miseria, bajeza. La intimidad en el periodismo, por el contrario, suele ser mera pornografía, salvo excepciones milagrosas. El periodista que imita la novela psicológica, es sólo un infidente. Sin embargo el periodista tiene un arma no infidente para ahondar en la psicología: simplemente mostrar, evitando el comentario o el juicio.

 

Mostrar al personaje con los actos, es decir, exponer en vez de calificar. Eso es lo que quiere decir Abad. “Hay siempre un límite en el periodismo escrito. Sin embargo, con la simple descripción de cosas exteriores, a lo mejor podamos decir un poco más los periodistas. Lo que no sé es cuál es el límite, cuál es la frontera del periodista para no pisar en el lado de la intimidad de las personas”. Así empieza la discusión.

 

En el debate aparecen nociones como la injuria, el interés público como motor sobre lo que se debe ventilar: “La libertad de escribir cosas sobre los hombres públicos -aunque las leyes en estos países vayan diciendo lo contrario- debe ser muchísimo más amplia que la de cualquier ciudadano corriente”, plantea Abad. También el respeto al testimoniante sobre lo que permitirá que el texto diga sobre sí -y los dilemas que esto plantea en el autor cuando en ese testimonio hay una buena historia y el dueño de esa vida le pide no contarla-.

 

“Escribir la biografía de un vivo es muy complicado, salvo que te diga ‘haz lo que te dé la gana’. Uno tiene una eleccion doble: o ser mala persona y entrevistar a un montón de gente y revelar las intimidades del tipo, gústele o no, o ser un mal biógrafo y contar una biografía sin datos, edulcorada, sin nada. De un muerto creo que uno puede decir mucho más, de un vivo hay unos límites”.

 

Al final del debate la pregunta sigue en el aire, sin una solución definitiva, no obstante, se propone utilizar el subtexto o significado implícito, a la manera del cuento de Hemingway, para mover un poco los límites.

 

Otras cuestiones se asoman sobre la relación del cronista con sus personajes, como la intimidación que en él pueden ejercer personas con poder.

 

“Hay que saber los mecanismos de intimidación de los poderosos y los famosos. Les encanta hacerte esperar, te ponen en salas y en antesalas  donde te ven chiquitos, pero nadie puede hacerlo a uno esperar más de la cuenta. Es bueno, así sea con la voz temblorosa, decirles algo. Empezar hablando durito, algo que les indique ‘yo a ti no te tengo mucho miedo’, desarmarlos un poco. Hacer también que se sienta un ser humano”, responde el maestro.

 

Sacar a estos personajes del ambiente que los pone en el pedestal es, para Abad Faciolince, un camino a esa humanización, a “bajarle las defensas”. “Lo ideal es que le concedan a uno un tiempo tan largo que el entrevistado no se sienta en situacion de entrevista, sino que uno pueda ir a caminar con el personaje, almorzar, hacer algo de su vida cotidiana. Si la entrevista es formal y se va cayendo, ahí sí la crisis es grave. O uno se hace el bobo y con una estrategia de falsa humildad vuelve a capturarlo, o uno se pone bravo y le da un remesón”. Y si el personaje es hermético y no da nada, agrega el maestro, “el registro de la verdad es siempre conveniente”. 

 

La escritura

 

Para escribir hay tres cosas fundamentales, dice antes del receso: la vida intensa, la experiencia del amor y la pérdida que da la muerte. La cuarta es la de la lectura, matiza, “que es la que nos hace reflexionar sobre la vida, el amor y la muerte”.

 

Sí, con las horas el taller se va volviendo un laboratorio de escritura. Además de la reelaboración de los títulos y finales de sus crónicas, el maestro asigna otras tareas para cumplir la promesa del principio: jugar con las palabras. En su libro Ejercicios de estilo[7], a partir de unos datos simples -veinteseis años, cuello demasiado largo, sombrero de fieltro con cordón, en un autobús de la ruta S, a la hora punta, y en la estación Saint-Lazare, dos horas más tarde-, Raymond Queneau ensaya noventa y nueve maneras de contar las vivencias de un personaje cotidiano en París. Los talleristas tendrán que escribir entonces catorce versiones de esos hechos. 

 

“Son infinitas las maneras de contar una historia, de lo más banal se puede escribir algo interesante”, apunta el maestro. Pero han de usar una técnica literaria que se llama sinestesia, es decir, la combinación de palabras que se refieren a sentidos diferentes pero que juntas producen un solo efecto sensorial: trasladar el vocabulario propio de uno de los siete sentidos – además de los cinco, Abad incluye el de la intuición y el del impulso sexual– a otro de ellos. Antes, da un ejemplo de Juan Rulfo:

 

Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles, perdiéndose en el oscuro camino de la noche y las sombras. El eco de las sombras.[8]

 

Del ejercicio salen frases así: “Su lamento es fucsia”, “el ruido era tan fuerte que se le metía por la piel”, “una mirada que resopla de desprecio”, “olfateaba el tiempo”, “la gula con la que miraba su sombrero nuevo”.

 

Otros experimentos: reescribir una crónica fallida publicada en El Tiempo de Bogotá sobre Sixto Muñane, de setenta y dos años, el último de los tinigua una etnia originaria de los límites entre la selva y los llanos colombianos-, el único en el mundo que queda hablando la lengua de su grupo étnico. Crear un subtexto –lo que se dice entrelíneas, lo que está implícito– en un diálogo, como lo hizo Ernest Hemingway en su cuento “Colinas como elefantes blancos”[9]. Ejercicios de ritmo y sintaxis sobre las mismas anotaciones de Queneau, usando frases yuxtapuestas, con puntos y seguido en abundancia, y frases subordinadas, sin otra pausa que las comas. Describir un beso “que parezca vivido y sentido”, con esa cita que el maestro repite de Santa Teresa del Ávila, otra poeta española, como guía: “Las palabras precisas y verdaderas tienen el mismo poder de los actos”. Salir a las calles de Caracas a mirar, traer una historia banal y reconstruirla en el papel. Hacer un retrato hablado de un compañero.

 

De la lectura y corrección en voz alta de lo que los talleristas hicieron salieron lecciones invaluables del maestro, por ejemplo, que todas las historias tienen un campo semántico, una red de asociaciones. “Una primera cosa para escribir es obsesionarse con el tema que uno está escribiendo, con el tipo de palabras que se usan en ese tema. Las historias piden un ritmo y un tono, una temperatura y un color”, como una sinfonía, dice. Esa obsesión, ese ejercicio de inmersión, hace que el escritor arme una “canasta muy grande” para que los principios, los finales, las frases que llegan del cielo caigan allí y no en el suelo; hagan clic, agrega.

 

Otra de las lecciones es que en los textos siempre hay un ritmo “ternario, binario o único”. “Uno contando encuentra ciertas simetrías. En una historia, es la simetria lo que le puede dar belleza a una historia. Tiene que haber simetría en el principio y el final”.

 

El escritor debe tener cuidado en no corregir lo bueno cuando se autoedita. “¿Cuándo parar? ¿Cuándo no echar más lima? ¿Cuándo no insistir demasiado? En eso consiste tambien ser un buen periodista y buen escritor: ser capaz de salirse de sí mismo como lector y encontrar que allí hay algo que funciona bien”.

 

Son los detalles los que dan sabor a la escritura. “Un buen reportero debe pedir esos detalles que en la reconstruccion pueden ser útiles. Toda historia se juega en los detalles, uno entiende lo que está pasando en un sitio gracias a ellos, siempre hay que preguntar detalles banales”.

 

En las historias ya tantas veces contadas, como las de la violencia en nuestro continente o los grupos étnicos abandonados, hay que buscar la manera de conmover al lector, porque “a nadie le importa ya un carajo nada”. Aunque sea manido el tema, el autor ha de ser capaz de hacer que, en el texto, renazca.

 

Lugares comúnes, no, por favor, y menos los adjetivos y sustantivos juntos, como “golpe contundente”. Tampoco usar como metáforas esas que de tanto

uso dejaron de serlo: “las perlas de tus ojos”. En otras de sus

recomendaciones dice que las palabras agudas “son muy feas” y que cuidado con traer los pronombres posesivos del inglés; en vez de “mi amigo” lo correcto es decir “amigo mío”. 

 

“Tenemos que ser capaces de que las palabras logren producir unas sensaciones tan fuertes, tan completas, tan perfectas, que sean casi del mismo tamaño de los actos. Que las palabras sean como vivir algo”. Por eso, en la descripción del beso, salieron imágenes así: “Se dan la mano las lenguas y suben lentamente al barco”. “Lame como caramelo”. “El remolino de su lengua, de su lengua tan rosada”. “Cuando el beso se queda sin sangre, cuando nada más que el gris toma la boca”.

 

El maestro también dice estas frases difíciles de olvidar:“Como las líneas paralelas en geometría, así es la literatura en relación a la vida: dos líneas que nunca se acercarán”.

 

“Uno tiene que oir por dentro a ver qué sabe o para qué puede ser bueno. Tenemos que ser capaces de descubrir la música de la que somos dueños estas últimas palabras son de “Un soldado de Urbina”, un soneto de Borges sobre Cervantes-”[10].

 

“Siempre va a haber personas que te digan las peores cosas, pero los críticos pueden ser muy útiles en la vida, y con el paso del tiempo uno reconoce dónde están sus virtudes”. 

 

“Saber otros idiomas produce un efecto de extrañamiento frente a la misma lengua que es útil también para escribir. Uno aprende a ver su propia lengua con otros ojos”.

 

Y esa que queda resonando en la cena y en Twitter: “Al periodista le toca escribir una historia tan buena que pareza mentira; al escritor de ficción, una historia tan buena que parezca verdad”.

 

El buen final

 

Abad Faciolince dedica el último día del taller a responder preguntas sobre la otra dimensión de su escritura, los artículos de opinión.

 

Cada columna –para él un “ensayo breve”– debe tener sólo un tema, dice primero. “Una columna tiene que tener una tesis que tiene que querer decir algo, pero no dos cosas”. Aconseja salirse del propio país para ampliar las fuentes de ideas para los artículos y tratar de sorprender con temas distintos, con posturas “no demasiado políticamente correctas”. “De vez en cuando hay que pegar un puñetazo duro en la cara. Si uno no tiene fuerza, no lo respetan. Uno tiene que ser capaz de morder y sufrir las consecuencias”.

 

Son los artículos de opinión, y no sus libros, los que han valido a Abad Faciolince antipatías –hasta odios– y expulsiones. Son sus columnas las que más pican la polémica. Un texto contra el Papa Juan Pablo II lo corrió de la Universidad Pontificia Bolivariana en su juventud tempranal, otro sobre las uñas largas de un candidato presidencial que no ganó, y que luego fue presidente pero de El Espectador, le costó la echada de ese periódico en los noventa. También escribió una columna en El Colombiano que fue una carta de renuncia pública.

 

“Nunca me he dejado imponer un tema. Creo que la gente va sabiendo a quién decir cosas y a quién no. Uno tiene que tener, si es posible, independencia económica para que no te chantajeen. Hay que tener la fuerza de aguantar. Puede llegar uno como periodista a tener un dilema ético -con los otros intereses de los dueños del periódico donde escribe-, pero el compromiso es que a uno hasta la última columna se la publican”.

 

Entonces el maestro se roba imágenes del beisbol para hablar del acierto de los artículos de opinión y dice que lo importante para los articulistas, como para los bateadores, es el promedio: unas cuantas veces uno es capaz de hacer un hit y, si tiene suerte, puede que la bote del estadio. Otras se poncha, pero hay que seguir bateando.

 

Ya casi llega la despedida, va terminando el taller y el maestro dice sus ultimos preceptos: “Nunca escriban gratis. El trabajo intelectual debe ser pagado. Háganse pagar siempre, asi sea una cifra simbólica. Es una forma de respeto por sí mismo y es una forma de que te respeten más”.

 

Abad Faciolince se despide con la traducción que él mismo hizo de “Ítaca”, su propia “versión estilística”:

 

Si vas a emprender tu viaje hacia Ítaca  pide que tu camino sea largo,  rico en aventuras, lleno de experiencias.  A Lestrigones y a Cíclopes  o al colérico Poseidón, no les temas,  no hallarás tales seres en tu ruta  si tu pensamiento es elevado y limpia  la emoción de tu espíritu y tu cuerpo.  Ni a Lestrigones ni a Cíclopes  Ni al airado Poseidón hallarás nunca,  si no los llevas dentro de tu alma,  si no es tu alma quien ante ti los pone. 

 

Pide que tu camino sea largo. 

Que numerosas sean las mañanas de verano 

en que con placer y alegría  arribes a bahías antes nunca vistas.  Detente en los emporios de Fenicia  y compra hermosas mercancías,  madreperla y coral, y ámbar y ébano,  perfumes deliciosos y diversos,  invierte cuanto puedas en delicados y voluptuosos perfumes.  Visita muchas ciudades de Egipto  y con avidez aprende de sus sabios. 

 

Lleva siempre a Ítaca en tu pensamiento. 

Llegar allí es tu destino. 

Mas no apresures el viaje. 

Mejor que se extienda muchos años  y en tu vejez atraques en la isla  enriquecido con lo ganado en el camino  sin esperar que Ítaca te enriquezca.  

 

Ítaca te ha regalado un hermoso viaje. 

Sin ella no habrías emprendido el camino. 

Pero no tiene ya nada que darte. 

 

Aunque pobre la encuentres, Ítaca no te ha engañado. 

Así, rico en saber y en vida, como te has vuelto, 

entenderás al fin qué significan las Ítacas.11

 

Y termina: “Espero que este viaje los enriquezca en algo. Mi intención no era enseñarles a escribir, sino darles algunas herramientas más de mi experiencia”.

 

Eso también lo anotó el primer día: que el final de un texto es tan vital como la entrada, que el punto final tiene que dejar una sensación inolvidable… el lector se lo merece. Si el artículo es alegre, una sonrisa en la frase concluyente; si es melancólico, una emoción tristona.

 

Este taller se acaba con las dos: el regocijo por lo aprendido y la evocación de la vivencia que no se repite.

 

 

 


[1] Abad Faciolince, Héctor: Oriente empieza en El Cairo. Ramdom House Mondadori, Barcelona, 2002

[2] MACHADO, Antonio: Poesías completas. Espasa-Calpe, Madrid, 1997

[3] NABOKOV, Vladimir: Lolita.Penguin, Nueva York, 1980. En la traducción al español se pierde la aliteración. El maestro presenta además las entradas de El extranjero de Albert Camus,  Jacques El fatalista, de Denis Diderot y El hombre sin atributos  de Robert Musil.

[4] El otoño del patriarca, La hojarasca, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto y Crónica de una muerte anunciada

[5] MACHADO, Antonio: Juan de Mairena. Cátedra, Madrid, 1995

[6] ABAD FACIOLINCE, Héctor: Las formas de la pereza. Aguilar, Bogotá, 2007

[7] QUENEAU, RAYMOND: Ejercicios de estilo. Gallimard, 1947. Traducción de Idea Vilariño

 

 

[8] En VALLEJO, Fernando: Logoi, Una gramática del lenguaje literario, p. 384. Fondo de Cultura Económica, México, 1983

 

[9] HEMINGWAY, Ernest: Hombres sin mujeres, 1927

[10] BORGES, Jorge Luis: “Un soldado de Urbina” en Borges, Obras completas. Emecé, Buenos Aires, 1974.

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